Con la exposición Demonios revolucionarios se celebra el décimo aniversario del fallecimiento del artista de origen ruso Vladimir Kibalchich, mejor conocido como Vlady. La muestra –que se exhibe en el Centro Vlady, Calle Goya, 63, Mixcoac, DF, dependiente de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México- reúne 160 óleos, grabados, dibujos y bocetos, que abarcan alrededor de cuatro décadas de su vida creativa, que concluye dicha época, en 1982, año en que el artista culmina su obra “mayor”, Las revoluciones y los elementos, mural pintado en la Biblioteca Miguel Lerdo de Tejada del Distrito Federal.
Vlady se formó en una doctrina que no era sino la idea del Estado y el partido soviético en el campo de lo estético, que pretendía fundarse en principios teóricos: el arte como reflejo verídico de la realidad; él reafirmó como la forma más auténtica del arte; la vanguardia como decadencia del arte burgués; y otros que entrañaban un reduccionismo ideológico y social del arte.
El gobierno estalinista los señaló a él y a su padre, Víctor Serge, como perseguidos y exiliados. A través del tiempo –ya más de medio siglo-, Vlady (1920, Petrogrado, Rusia- 2005, Cuernavaca, Morelos) desarrolló el conocimiento y la conciencia realista, para integrarse en la historia de manera distinta en su devenir. De ahí vienen sus preguntas sobre el mundo, las cuales traduce en imágenes plásticas, que se convierten en extraordinarios hallazgos creativos, para entender su propia existencia.
Preocupado cotidianamente por su papel en la historia del arte de México, y su compromiso con la incipiente democracia mexicana, Vlady afirmaba en reiteradas ocasiones que continuaría “buscando una pureza desinteresada en el sentido de entender la pintura clásica, y desde luego, de combatir el comercio del arte moderno… Me inclinó más a la línea de sabiduría estética…”.
Miguel Ángel Muñoz visto por Vlady. Lápiz sobre papel.
Colección: Miguel Ángel Muñoz
A la luz de estas afirmaciones que me confesó, se hace imprescindible subrayar con delicadeza las afirmaciones que, tras su muerte, se han hecho sobre su obra y trayectoria artística. Siempre es interesante y saludable contemplar la sombra de una duda sobre el inviolado perfil, no de los grandes artistas, sino de los que en múltiples momentos lo han pretendido, ya que los grandes faraones de la modernidad han guardado celosamente sus temas repletos de miserias y grandezas en las catacumbas de la Historia, y que el tesón de la arqueología crítica ha contribuido a airear. Ocurrió con verdaderos grandes Artistas –la mayúscula es consciente-, ahí están Picasso, Bacon, Braque y Dalí, que ya les han ajustado varias cuentas pendientes, no sólo con el arte, sino con la historia.
Vlady nunca fue un gran pintor -no hay que olvidar sus muestras retrospectivas para repasar su obra críticamente, cuyo registro quedan en la memoria en sus exposiciones en el Museo del Palacio de Bellas Artes, 1985; en el Jardín Borda de Cuernavaca, 1989; en el Museo José Luis Cuevas, 2003; y en el Museo de Arte Moderno, DF, 2001, entre otras-, ni mucho menos un virtuoso. Un buen dibujante, un buen grabador, quizá… Gran pintor y virtuoso son palabras con demasiado juego como para no albergar la idea de ser talentoso –aunque si Vlady tuvo talento, fue escaso-, y a la vez un bufón, un ser de fuerza “indestructible”, pero también corroído por sus propias flaquezas, miserias y su obsesión por la gloria.
En México, Diego Rivera lo fue. Orozco nunca gozó del intolerable engreimiento de Siqueiros, tampoco fue lo que Picasso a las mujeres o Rothko al cortarse las venas y suicidarse. Mientras Rivera fue y es una gloria nacional -conseguida a base de saber y reconocerse en su tiempo–, Vlady ha resultado ser una gloria meramente local. O mejor, se puede afirmar que en su obra se hace evidente el deseo de ser ultralocal. ¿Lo ha conseguido? A diez años de su muerte valdría la pena darse un tiempo y reflexionarlo.