“Son piezas llenas de fuego y delirio, al límite de lo imposible y, sin embargo, de una sabiduría y un refinamiento fuera de serie, que las hace en verdad admirables.”
“Nos encontramos ante una ocasión única para revisar la trayectoria de Barceló, cuando ha alcanzado la madurez y una óptima situación de proyección mundial...”
París. Francia. El gran homenaje al pintor Miquel Barceló en París es por partida doble, quizá al que pocos artistas contemporáneos habrán tenido derecho. Y, en su caso, es el tercero consecutivo en territorio francés: ya protagonizó muestras por partida doble en París, en 1996, y en Aviñón, en 2010.
Barceló expone en dos de las sedes más importante no sólo de Francia, sino también de Europa: el Museo Picasso y la Biblioteca Nacional de Francia. Las dos muestras están pensadas como una retrospectiva encubierta, repleta de obras conocidas pero también inéditas, que resiguen la dilatada y proteiforme trayectoria del pintor mallorquín para determinar en qué punto se encuentra su creación actualmente.
La muestra del Museo Picasso explora las similitudes entre la práctica de Barceló y la de Picasso, uno de sus principales referentes.
“En realidad -me cuenta Barceló- siempre pinto lo mismo, aunque a veces no lo parezca. Supongo que es así, fatalmente, para cualquier artista. Lo que es cierto es que la ligereza siempre es un afán para mí, en todos los ámbitos, no sólo en la pintura, sino también en lo que escribo, por ejemplo. Si mis cuadros han sido pesados alguna vez, ha sido a mi pesar. Aspiro a tener relaciones menos tensas con el mundo. A olisquear las cosas, en lugar de devorarlas. Y creo que estas dos grandes muestras en París son reflejo de ello”.
El hilo conductor escogido es el taller del artista, auténtica obsesión para ambos. Barceló confirma esa voluntad de seguir reinventándose en sí mismo. Lo demuestra una serie de cerámicas negras, realizadas con hollín y nunca expuestas hasta la fecha, o bien inconexos fragmentos de yeso que aparecen rodeados de fotografías del atelier de Picasso tomadas por Cecil Beaton o Dora Maar. Pero la pieza mayúscula de la exposición puede que sea el llamado Gran Muro de Cabezas, una composición inédita de ladrillos y piezas de colores superpuestos sin orden ni concierto, que resulta inquietante hasta rozar lo macabro.
Miquel Barceló (Mallorca, España, 1957) es hoy una figura indiscutible en la historia del arte internacional de las últimas tres décadas. Miembro de una generación de pintores y artistas conceptuales españoles fundamentales en el panorama mundial, como Francesc Torres, José María Sicilia, Xavier Grau, Charo Pradas, Juan Muñoz, Cristina Iglesias, Jaume Plensa y Susana Solano, Barceló fue también uno de los primeros jóvenes españoles que vivió en directo y a fondo la aventura de la nueva figuración, madurando pronto un lenguaje pictórico figurativo, intenso y austero.
Lo relevante, en todo caso, ha sido la coherencia y el extremado rigor de la trayectoria de Barceló durante prácticamente los últimos quince años, cuya agitación, la mayor parte de las veces desbordante, no ha afectado su temple personal, menos su pintura.
"Estoy en los orígenes -dice Barceló-, no los estoy buscando. Pensar que el arte ha avanzado mucho desde Altamira a Cézanne es una pretensión occidental, vana: la pulsión, la necesidad del artista es casi la misma. El formato no tiene mucho interés, lo importante es la intensidad de la obra, el resultado."
A través de dibujos y cuadros, el artista ha disuelto la perspectiva en torbellinos y elipses; logra superar los lindes del barroco y el manierismo, dejándose apoderar por un repertorio de formas y fenómenos que conjugan una descomunal y caótica orgía de vida y muerte. El lenguaje pictórico es sólo un leve, transparente rumor que el ojo sorprende. En ese breve rumor todo sucede. La obra es el espacio.
Ligado en un principio a planteamientos conceptuales y abstractos, a finales de los años setenta cultivó un tipo de figuración expresionista, lo que dio paso, en 1982-83, a un conjunto de naturalezas muertas alegóricas, a las que sigue la serie de las bibliotecas, con las cuales deslumbra al mundo en 1982 en la Documenta 7 de Kassel, Alemania.
Como resultado de un viaje de varios meses al Sahara, que cruza desde Argelia para llegar a la ciudad de Gao (Malí), surgieron sus pinturas sobre la vida en el desierto. De ahí derivó a una pintura más atmosférica, de vagas y refinadas referencias paisajísticas. Formas compactas y desvaídas. Incidentes de manchas.
Y bien apunta el artista cuando dice: "Hay que saber reconocer en la vida diaria los hallazgos inesperados, hay que tener el ojo entrenado. Las cosas ocurren cuando uno está atento. Es como reconocer en un cuadro una mancha desencadenante de sentido, pero si uno no está ahí pintando no sucede nada. Yo quiero pensar que las cosas siguen sucediendo incluso cuando no estoy, mi problema es no tener varios yos, uno que viva en Malí, otro en París, otro aquí: tengo la sensación de que cuando llegue a Malí encontraré que mis cuadros se han ido pintando. Esa es mi ilusión, aunque es un poco esquiva. Siempre he admirado a Pessoa, me parece tentador tener heterónimos. Ahora asocio esos yos con mis talleres."
Pero todo ello en el filo de la navaja de lo perceptible, en una superficie sin profundidad. Barceló ha sido siempre un artista completo -ha frecuentado la pintura, la escultura, la cerámica, los decorados para ópera, el dibujo y el grabado-, que alterna momentos de fuerte impulso creativo con otros más serenos, como la reflexión.
La rápida rememoración de este preludio puede ayudar a entender el decisivo paso que dio Barceló en la segunda década de los ochenta, cuando se instaló en París. En términos generales, éste fue técnicamente el paso hacia una concepción de la pintura como objeto, con todo lo que eso significa de distanciamiento, congelación, neutralización.
Para un artista al que, en principio, se podría calificar de "efusivo", no era éste, desde luego, un paso sencillo, pero el desafío que se autoimpuso iba más allá —con más profundidad— de lo que llamamos cambiar de lo subjetivo a lo objetivo.
Por ello, uno de sus temas principales es el paso del tiempo. Lo refleja en su obsesión en la transformación constante de la materia, en la inédita escenificación de los misterios cotidianos de la vida y la muerte. El tiempo y su paso invisible es, sin duda, lo que evocan sus imágenes de sedimentos y germinaciones, de desiertos y glaciares, de deltas, ríos y océanos.
Lo que hizo y viene haciendo Barceló desde entonces es tratar de pintar el intervalo de la mirada, esa pausa que, en el visto y no visto, nos hace fijarnos en lo casi invisible de la cotidiana visibilidad, como son sus excelentes cuadros sobre el paisaje africano. Este paisaje de fondo que se oculta en el lienzo, tras cada trazo de dibujo y pintura, incluido el color que los satina. A partir de este despliegue visual, el propio gesto pictórico es cristalizado, como si la propia pintura volviera a ser pintada. Nos enfrentamos a una visión que se interrumpe, se fragmenta y deviene una suerte de collage visual, un precipitado sintético de formas, figuras y pigmentos. Algo así como una pintura en la que lo real se queda en esa sutil pausa en que diverge lo caótico y lo ordenado.
"Tal vez todo lo que llamamos espíritu es el nacimiento", escribía Malevich en 1922. Y esa espiritualidad de la materia es el secreto y la realidad en la obra de Barceló; su más grande lección de humildad y transparencia en sus múltiples facetas artísticas.
Nos encontramos, ante una ocasión única para revisar la trayectoria de Barceló, cuando ha alcanzado la madurez y una óptima situación de proyección mundial, que lo ha llevado a exponer de forma individual en los museos más importantes del mundo como CAPC, Burdeos; ICA, Boston; Museo de Arte Contemporáneo, Montreal; Centro Georges Pompidou y Galería Nacional du Jeu de Paume, París; Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía…
En su obra reciente, Barceló ha jugado con obras de gran abigarramiento icónico, simbólico y pictórico, a las que ha forzado hasta el máximo. Son piezas llenas de fuego y delirio, al límite de lo imposible y, sin embargo, de una sabiduría y un refinamiento fuera de serie, que las hace en verdad admirables. Formas equilibradas, vibraciones intensas en sólo unos cuantos ritmos. Esta mezcla de energía a manos llenas convierte a Barceló en un artista apasionado y melancólico, fascinante y peligroso pero, al mismo tiempo, en uno de los artistas más vitales del siglo XXI.