El sentido del espacio en la obra de José Luis Cuevas (México, DF, 1934) se conforma en el juego de límites, en su interacción con las formas que va creando. Crear un lugar significa poner límites, delimitar introduciendo un espacio o vaciándolo.
Sacar el espacio de cualquier dibujo es para Cuevas configurar un lugar, entre la vida y la muerte, desde donde contemplar el horizonte y entregarse a la luz y al trazo que la propia luz crea. Dibuja para corregir. “Quienes dibujamos –dice el poeta inglés John Berger- no sólo dibujamos a fin de hacer algo visible para los demás, sino también para acompañar a algo invisible hacia su destino insondable”.[1] El arte de Cuevas, brota, es un juego incesante de formas, volúmenes, lenguajes. Todo se combate y se recrea al mismo tiempo. Sentido inverso de la realidad: estructuras que producen movimiento, sonido.
Mientras en la Europa de mediados de los años cincuenta se imponía la obra de los expresionistas abstractos norteamericanos como Willen de Kooning, Jackson Pollock, Esteban Vicente, Theodoros Stamos, Mark Tobey, Franz Kline y Robert Motherwell, y de los informalistas como Luis Feito, Manolo Millares, Rafael Canogar, Antonio Saura, Antoni Tâpies, Josep Guinovart, Pierre Soulages, Jean Fautrier, William Scott, Wols, Emilio Vedova, Alberto Burri, entre muchos; es cuando José Luis Cuevas realiza sus célebres litografías sobre la obra de Quevedo, Kafka y el Marqués de Sade.
La figura respira, signo que encarna una oscura voluntad de creación; a su vez, el trazo se despliega secretamente en cada línea. Sueño mineral que se disuelve en el espacio: contradicción sensible, el espacio no se toca, se percibe. Color y forma están unidos en un contexto altamente poético. En algunos dibujos y grabados el artista vuelve a “recomponer” las figuras, les da una composición para lograr el efecto deseado. Le gusta contrastar superficies: trabajar en la organización del espacio, romper, rasgar, es decir, unificar.
Azar electivo, como decía André Breton. Plenitud y vacuidad, juego visual y poético para conformar un lenguaje. Símbolo que es mejor y peor. El símbolo es realidad e irrealidad, juego lingüístico que encuentra un significado importante en la obra de Cuevas. Este aprovechamiento no sólo evoca su creatividad figurativa, donde recrea agonías, crímenes, cúpulas, desvaríos, monstruos y monstruosidades humanas. De forma atrevida y sarcástica, se pierde en múltiples imágenes que van generando cierto gestualismo expresionista, lo que situó su obra, junto a otros artistas latinoamericanos – Jacobo Borges, Ricardo Martínez, Armando Morales, Fernando de Szyszlo y Francisco Toledo-, en un fecundo espacio que recapitulaba críticamente el pasado, próximo y lejano, y que despuntaba como una fabulación reinventada de la figuración.
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Cuevas ofrece una lectura de su trabajo que está por hacerse, y no sería en vano porque subraya la naturaleza de una obra que no culmina todavía sino que ha convertido su lenguaje en materia artística, en un creador sin retorno, pero sí en el centro “reformulador” del cambio estético contemporáneo. Es decir, toma y retoma una voz poética poblada de símbolos que van más allá de la epitafia del arte. Cuevas respira aires inéditos constantemente y cada trazo es una fugaz imagen nostálgica, es una meditación sobre el inicio de imaginar sin premuras, para desentrañar la complejidad cotidiana, a la vez que fundamenta conceptos cognitivos de su actividad artística: línea, movimiento, signo que se encuentra perdurable. Cada trabajo resulta complejo, rico y deslumbrante.
Cuevas deja descubrir su proceso inventivo, proporcionando soluciones gráficas y plásticas diversas, que, como siempre, nunca dejarán de asombrar. Las obras contienen un interés iconográfico adicional, añadido a sus diversos autorretratos, que evocan a nuestro imaginario propio. Es una obra de evolución, imágenes líricas, tortuosas, pues Cuevas busca dentro de sí y lo que busca es poner al “yo” en un estado de incertidumbre: sólo así muestra su propia identidad. Dice Mario Vargas Llosa sobre Cuevas:” Su mundo está poblado de marginales, en él la regla es la excepción: catálogo del crimen, paraíso de la deformación, resumen de todas las taras concebibles del hombre…”[2]
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Al observar en retrospectiva su trabajo, llego a pensar que me encuentro ante la presencia de un artista que produce una seducción por lo subjetivo y lo poético, ahondando en la relación figura-signo. Fruto de estas atracciones fueron sus series sobre Sevilla, sus estudios, los secretos de Walter Raleigh y sus interminables autorretratos. Símbolos que descifran el laberinto, por caótico que parezca, interminable del artista. Y no me extraña que, siguiendo este proceso, sea el mismo Cuevas quien se pierda en esa complejidad estética. Metáfora sorprendente, conjunción y disyunción de los espacios que Cuevas profana. Quizá la palabra exacta para definir este proceso sea ritmo. El espacio recupera e interpreta los signos que se crean a partir de un trazo sorprendente.
Ya en 1965 Cuevas se libera de influencias estéticas y extra estéticas para abrir camino a su lenguaje individual, único e inédito, que usa y repite en dibujos, grabados y, recientemente, en esculturas. Transforma su imaginación en realidad, crea un registro personal de la memoria. Manicomio, Mujeres del siglo XX, Comedia humana I y II y Funerales de un dictador son registros expresivos en el cual sorprende la exasperada voluntad por decir. Su dramatismo y su poder radican precisamente en su definición. Picasso transforma los espacios escultóricos y arquitectónicos de la pintura. Pinta y destruye, oculta y revela cada línea sobre un dibujo. Busca la poética del espacio donde habitan, como decía Paul Veléry, los cementerios marinos. Cuevas, en cambio, no profana, sino recrea las estructuras, el porqué de sus movimientos.
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El sentido de la composición en la obra de Cuevas es romper los límites. Crear un espacio pictórico es delimitar, concretar escenarios, delimitar introduciendo, concretar vaciando. Entretejer un dibujo es crear un lugar donde se contempla la atmósfera y se descubre la materia.
En 1955, Cuevas viaja y expone por vez primera en París, en la Galería Edouard Loeb; es el comienzo de su interés por “internacionalizar” su obra y por las corrientes vanguardistas de la época y él culmina años más tarde con grandes exposiciones retrospectivas en diversos museos como el Museo de Arte Moderno de París, en 1976; en el Museo Ludwig, de Alemania, en 1978; en el Chicago Internacional Art Exposition, de esa ciudad en 1987, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, de Madrid, en 1998, en el Museo del Palacio de Bellas Artes, México, DF, 2008, y en el Museo de Arte Contemporáneo de Santo Domingo, República Dominicana en 2010.
En la década de los sesenta y setenta descubre nuevamente a Picasso, Klee, Matisse, Braque, al círculo cubista; confronta su trabajo con Antoni Tàpies, Albert Ràfols-Casamada, Pierre Alechinsky, Antonio Saura, Frank Auerbach y el francés Pierre Soulages. Se interesa más por la línea que el ojo pierde, encuentra y vuelve a perder, al grado de reinventar cada trazo. Se concentra, se pierde, pierde el sentido del tiempo, pero rescata el espacio. Juego que descubre composiciones. Es en la representación de sus figuras donde Cuevas revienta la forma total de la masa del cuerpo humano. Así lo vemos en sus series de 1953-58, donde trata de contener no sólo el cuerpo sino la gestualidad del mismo. Es la línea de una figura yaciente, que indica secretos, desde el momento mismo en que el artista descompone los volúmenes. Es el límite el que define cada cuerpo, cada espacio, cada materia; este límite es el que define la claridad del dibujo de José Luis Cuevas a partir de los años setenta.
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La realidad meditada del espacio corpóreo se define claramente en su serie de dibujos sobre Kafka realizados para su exposición del Museo de Arte Filadelfia. Lo que al principio es un problema de lenguaje pictórico, Cuevas lo va llevando más allá; él crea un espacio externo, no se conforma con construir formas sino tiende a destruirlas. Todo el peso de las figuras se concentra en la composición, en el ritmo que gravita en su composición. Si Matisse elevó el trazo a forma poética, Cuevas cuestiona y define el espacio de la esencia de la línea: su propio límite. El elemento estético y poético del dibujo es, y era desde el siglo XIV, un espacio considerado como transformador de volúmenes; por ello Cuevas cuestiona el vacío que produce un dibujo, el espacio que crean los materiales.
El dibujo de Goya sigue cánones de otro tiempo, quizás concreta o sintetiza el modo platónico de un espacio habitable, mientras las ideas van guiando su espíritu creativo. Cada figura tiene forma, cada forma se contradice y se afirma entre sí, de un modo intemporal más que temporal. Anverso y reverso de su discurso estético. El espacio poético creado por Goya es único en cuanto lo define su propio trazo. Por ello, Cuevas indaga nuevas formas, define de forma especial su acto plástico. En esa búsqueda, Cuevas es más rotundo y perfecto en el dibujo. No contradice: interroga y responde.
El diálogo que establece entre silencio-espacio, silencio en el trazo y espacio en el dibujo es determinante en su obra. El silencio no es un acto nuevo, el mito griego nos habla de ello y los gnósticos discutieron abundantemente de lo inefable del silencio del abismo. La experiencia del místico –decía San Juan de la Cruz- es algo absoluto, pero su paradoja es situarse en el lenguaje. Es atracción por el silencio y la reflexión sobre el silencio. Su experiencia, como la de Cuevas, pertenece, de algún modo, al mundo de la meditación, del asombro. En la poesía de Paul Celan o en los estudios herméticos del antiguo Egipto hay una valoración del silencio: el silencio como materia natural del texto y el poema como espacio del silencio. Hay cierto paralelismo entre el acto artístico de Cuevas para quien la obra es el espacio del vacío, y el vacío, la materia natural de lo estético. Todo se opone y se contrapone: definir manifiesta el silencio, encarna el vacío.
El sentido de Cuevas se concreta y madura en los sesenta, se basa en la simplicidad, en la eliminación de excedentes retóricos que produce la imagen; en él destaca la modulación de los espacios y la orquestación de lo no dicho: la energía de la figura adquiere categorías de signo. Una figuración que está dimensionada por espacios no creados, un vacío como el silencio “que sucede a los acordes, no tiene nada que ver con el silencio atento, es un silencio vivo”, dice Marguerite Yourcenar. Y ese plano de correspondencias vibra con diferente intensidad, en diferentes direcciones y de múltiples maneras.
La línea surge entre un silencio y otro, surge de ese silencio absoluto cargado de tensión, y lo va conformando. De esa transgresión original del silencio, del estallido inicial que trabaja el vacío, o que se anula sobre la blanca hoja, surge la obra y su intensidad. El trabajo de Cuevas juega con el límite, en esos instantes fronterizos donde chocan las formas. El poeta busca el milagro de las palabras, en ese silencio cargado de tensión, en esa vibración cósmica entre rito y silencio, aparece el sentido perfecto del lenguaje traducido en imágenes gramaticales. Cuevas comienza sus trabajos con esa concentración que pide el poeta, el alquimista, el místico. Este silencio no es el del minimal. El vacío de Cuevas es la experiencia transgresora del arte conceptual, sino la materia austera de la creación y el culto que el artista le profesa. Rito mágico que descubre sentidos, ordena perspectivas, perturba el asombro.
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Dibujar para Cuevas es imponerse sobre los materiales (ponerse en su espíritu, no superponerse) y, sin dejar de ser esa materia, darle vida, un hálito, un ser a un nuevo nivel, el artístico. Así, pues, la obra de Cuevas pertenece a una sensibilidad única, íntima, intransferible, cuyo eje elemental es y será la anulación del tiempo. Cuevas ha domesticado la rebelde figura y el vacío constante, es decir, ha logrado percibir el espacio del universo. Cuevas piensa que el dibujo se diluye entre el ritmo de un trazo, hay que entenderlo, profanarlo y observarlo. Pero, en último término, su comprensión no es asunto de conocimiento, sino de intuición, como lo demostró en la serie de grabados dedicados al Marqués de Sade. Se intuye con la mirada, dice Cuevas, se destruyen las formas y se consolida en el resultado final, ya sea gráfico o plástico.
En esta serie dedicada al Marqués de Sade, realizada en 1989, Cuevas hace un homenaje no sólo al escritor sino a la poesía. Con esta obra recupera el discurso poético que siempre está presente en su trabajo. La poesía es un capricho para desatar el dibujo como acorde musical, como fuerza cósmica que se entrona entre ambas artes. Creo que Cuevas quiso cuestionar así la línea divisoria entre mito y realidad, entre imagen y estampa, pues para él la línea no es recta ni redonda, sino elíptica; por ello se cuestiona constantemente. Espacio que se enfrenta, lenguajes enemigos: un micro espacio que se une en un mismo límite: espacio poético y visual.
Los dibujos dedicados a esta inquietud, o a los poemas de Quevedo, recogen esa preocupación, que lo ha llevado a innumerables hallazgos. El poema no es la proyección visual, el dibujo es su propia proyección. Un deseo que siempre da en el blanco, que siempre interpreta el poema. El enigma de ambos es destruir su propio universo. Esta afirmación perpetua define un equilibrio mítico sobre el vacío. El silencio de Sade, de Quevedo, el de Cuevas, se produce y reproducen en el milagro del arte, cuya presencia habla de los sentidos.
Cuevas entiende que el dibujo se convierte en un drama de elementos formales que dialogan y se articulan entre sí; hay que observar detenidamente sus autorretratos para descubrir en cada línea el espacio intermedio como signo de configuración estética. De aquí también su búsqueda por la significación de los materiales. Cuevas jugó con los papeles, es decir, se articula en su mismo espacio. Mancha, levita, cuelga, desgarra, crea tensiones dramáticas, figuras uniformes que originan nuevos mundos.
Cuevas orquesta, juega con los conceptos, pues el uso de los materiales y el papel se lo permiten. Al suspenderse, la línea se articula en diversos relieves. Crea formas que son, en palabras de Octavio Paz: “monstruos que no están únicamente en los hospitales, burdeles y suburbios de nuestras ciudades: habitan nuestra intimidad, son parte de nosotros (…) El pensamiento de este artista está regido por los principios del magnetismo y la electricidad.”[3]. Como dice Paz, cada personaje mancha, define, transforma la realidad; esta suspensión “real” da un carácter individual a la atmósfera poética-visual del artista. Sobre todo, al originarse nuevos espacios de sobra y luz, para gravitar en la memoria.
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La definición de mancha y linealidad, de la superficie como espacio poético y de los volúmenes como forma visual, que tanto preocupó al constructivismo, aparece concretado en la de Cuevas en los años ochenta, con una sobriedad muy cerca de la delicadeza, que se puede reflejar claramente en sus dibujos y en su obra gráfica. Quizás toda esa concreción de ideas sea su serie Intolerancia, donde el espacio es un enigma yuxtapuesto al significado de las ideas. Esto es lo que la teoría del sociólogo e historiador francés Francois Furet ha llamado como el modo de asociarse y relacionarse con un conjunto de espacios ajenos, que mágicamente aparecen y desaparecen, se entrelazan y desencadenan significados inéditos.
Picasso, Matisse, Klee, Miró y más tarde Antoni Tâpies devolvieron la idea de la forma a la pintura. Cuevas cuestiona y contradice, no esta relación figura-espacio-tiempo, sino la revelación sorprendente de la expresión gestual, es decir, la obra como cuestionamiento de un espacio donde construcción y destrucción se unen. El arte, como apoyo de la meditación, explora el espacio como el silencio a la muerte. El espacio es una viviente totalidad, un fragmento corporal. Convoca y transgrede. No imagino la obra de Cuevas desde otra claridad, desde otra transparencia.
En más de cincuenta años de producción artística, José Luis Cuevas se ha movido por la energía de puntos contrarios: espacio-tiempo. Y vuelvo a sus primeros dibujos: Copia de Orozco, 1949; Retrato imaginario de Diego Rivera, 1951, Luis Buñuel, 1953;Durante la lectura de Kafka, 1957; Apunte del natural de un cadáver, 1954, Gran señor (tres figuras), 1960; sus series de Autorretratos de 1980; sus pequeñas cajas –objeto de 1978 y 1980; sus libros de artista con poetas. Por ejemplo, Cuevas blus que hizó con el escritor francés André Pieyne de Mandiargues – editado en París en 1986- o los que realizó con Miguel Ángel Muñoz Convergencia, 2002, y Líneas paralelas, 2006, editados en México [4]-. Creación y contradicción continua que revela un horizonte que nos guía por su camino. Infinitus y límite. Este espacio tiene signo de acontecimiento. Como ya se ha visto, la obra de Cuevas responde a la invención de los límites. Forma vacía, paradigma contrario; exterior e interior. En lo interior culmina sus secretos, en lo exterior logra entablar un diálogo estético concreto. Confrontación radical, pero acertada.
Recuerdo que el poeta español José Ángel Valente me hablaba del silencio como signo de la poesía: “Porque el poema tiene por naturaleza al silencio”. El dibujo de Cuevas tiene como arte la composición del silencio. Un signo unificante y unificado que está lleno de símbolos, que tenemos que descubrir a cada momento de nuestro propio espacio, quizás lleno de límites y de secretos.
[1]John BergerEl cuaderno de Bento. Editorial Alfaguara, Madrid, España, 2012
[2]Mario Vargas Llosa Los monstruos de José Luis Cuevas. José Luis Cuevas. Exposición retrospectiva. Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid, España, 1998. Pág 57
[3]Octavio PazDescripción de José Luis Cuevas, In/mediaciones, Barcelona, España , Seix Barral, 1979
[4]El libro Convergencia serigrafías de José Luis Cuevas y poemas de Miguel Ángel Muñoz, fue editado por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos en 2002, bajo el cuidado e impresión de Enrique Cattaneo.