(“El retorno del rey” – Numerosas separaciones.)
Excelente inicio de año para los amables lectores de La Unión. Podríamos comenzar este 2015 desarrollando y comentando el tema “terrorismo”, derivado de lo que el Instituto para la Economía y la Paz (Institute for Economics and Peace) publicó en el “Índice de Terrorismo Global” para el año 2014, con datos actualizados hasta el 2013.
Según reportes contenidos en dicho “Índice”, México es uno de los trece países (integrantes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, OCDE) en los que podría incrementarse sustancialmente la actividad terrorista, junto a Angola, Bangladesh, Burundi, República Central Africana, Costa de Marfil, Etiopía, Irán (¿Irán?), Israel (¿Israel?), Malí, Myanmar, Sri Lanka y Uganda.
Pero no es la intención en este primer domingo del año. Creo firmemente que aún está en nosotros cambiar lo negativo por cuestiones positivas, si realmente ambicionamos ser parte en la búsqueda por la justicia.
Es por ello que el primer texto del “Panóptico Rojo” dominical de este año, aunque no sea propiamente una columna dedicada a las letras o al séptimo arte, se destina a El Hobbit: La batalla de los cinco ejércitos, cinta que se estrenó el pasado mes de diciembre en nuestro país.
Confieso que no acudo mucho a las salas de cine. Prefiero leer el libro que mirar la película basada en una creación literaria. Pero no puedo negar tampoco el valor de las adaptaciones fílmicas de Peter Jackson como un elemento difusor de la obra de Tolkien como autor. ¿Y cuál sería entonces el valor de dicha obra, en los tiempos difíciles que corren y que experimentamos actualmente?
Cada repaso de las páginas de la obra de Tolkien es un transporte seguro a la evocación de una realidad plena de misticismo, en la que el autor nos atrapa de doble manera: la fantasía en primer plano, pero delineada por las singularidades –buenas y malas, mejores y peores– del alma humana.
Respecto a las creaciones fílmicas de Jackson –las trilogías de El Señor de los Anillos y El Hobbit–, hemos experimentado el impacto visual de estas sagas, separadas una de otra por una decena de años y estrenadas a principios de este milenio; para muchos amantes de la obra de Tolkien, las películas fueron un punto de partida que no le resta valor a la evocación de sentimientos como nostalgia, superación, amistad, mortalidad o evasión. Demasiadas emociones.
Tampoco puedo pasar por alto que el día de ayer, tres de enero, se cumplieron 123 años de que John Ronald Reuel Tolkien, mejor conocido como J. R. R. Tolkien, naciera en Bloemfontein (hoy Sudáfrica); un día que los “Tolkiendili” celebran en punto de las nueve de la noche, conmemorando el nacimiento de “The Professor” (El Profesor). A muchos afortunados les toca descubrir los matices en la obra de Tolkien y apropiárselos; a otros, más afortunados aún, nos toca redescubrirlo.
En El Hobbit de Tolkien se opone un mundo corrupto a otro mundo pequeño y ajeno a esa corrupción, tal como una comarca de ‘hobbits’: ciudadanos comunes, pero felices; una figura opuesta en su totalidad al industrialismo tan presente en nuestro mundo actual. Un siglo en el que la humanidad busca un destino, sin tener un puerto seguro al cual regresar; falta de convencimiento en la mayoría, pero –al mismo tiempo– fe y esperanza en otros.
Cuando el futuro de la humanidad es el que está en juego, la historia cautiva: es el sello de los relatos míticos, en los que los hombres van tras el poder, haciendo lo que sea por conseguirlo: cuando el torbellino materialista mata al espíritu. “El corazón de los hombres se corrompe fácilmente”, repite Tolkien. "Hasta el ser más pequeño puede cambiar el destino", señala la doncella enguirnaldada de un brillante resplandor, Galadriel.
La obra de Tolkien –uno de los autores más leídos en el mundo, con más de 150 millones de libros vendidos y traducciones en 60 idiomas– predica el retorno a los valores perdidos, en los tiempos modernos de consumismo e individualismo que han degradado lo más sagrado: el amor, la amistad, los afectos, la fidelidad, la valentía, la ética y el heroísmo.
En la reunión bautizada como “Rotterdam Hobbit Dinner”, en 1958, Tolkien señaló que los “magos de corazón frío”’, en su búsqueda por el conocimiento y el poder, eran “buenos únicamente destruyendo cosas”; de viva voz también explicó –palabras más, palabras menos– el significado de sus libros, de manera incontrovertible: “Sauron se ha ido, pero los descendientes del detestable mago Saruman están por doquier. Los hobbits en el mundo no tienen armas mágicas para combatirlos”.
Pero añadió, en una sólida y esperanzadora declaración: “Sin embargo, benévolos hobbits, concluiré brindando por ustedes. ¡Por los hobbits! Y que sobrevivan a todos los magos”. Así como en el pasado o en la literatura, el mundo es de los seres humanos que, conscientes de su debilidad, afrontan al límite la vida como una lucha, pudiendo cambiar el curso de la historia con su actitud leal y responsable.