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Lunes, 18 Febrero 2019 05:13

Un puente sobre el Drina

A partir del momento en que un gobierno experimenta

la necesidad de prometer a sus súbditos, por medio

de anuncios, la paz y la prosperidad, hay que mantenerse

alerta y esperar que suceda todo lo contrario.


Ivo Andrić


Cuando Ivo Andrić (1892-1975) fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura, en 1961, el autor yugoslavo de origen bosniaco solicitó al comité organizador, en plena ceremonia de premiación, que le permitiera hacer sonar una pieza musical que hoy en día es una especie de segundo himno para los serbios: Mars na Drinu (Marcha en el Drina), compuesta por el músico Stanislav Binicki, a principios de la Primera Guerra Mundial.

La obra musical fue creada en honor a la primera victoria del Ejército serbio liderado por Milivoj Stojanović, en 1913, durante la guerra balcánica que abrió el siglo XX. Desde entonces, las notas de la marcha suenan allí donde los serbios pretenden enaltecer su orgullo e infundir valor y valentía a los suyos.

Que Andrić realizara tan peculiar solicitud se entiende si se toma en cuenta que su obra más reconocida tiene que ver precisamente con el tema: Un puente sobre el Drina (1945), una novela fascinante que lleva al lector a recorrer cuatro siglos de historia de una zona donde los conflictos bélicos parecen ser el «destino» y la cotidianidad de los hombres y las mujeres que habitan esa región del planeta, tan castigada desde hace tiempo.

La novela transcurre en la ciudad de Višegrad, cuando la región era dominada por el Imperio otomano. En la segunda década del siglo XVI, por órdenes del Gran Visir Mehmed Paša Sokolović, inicia la construcción de un puente sobre el río Drina, el mismo caudal donde Mehmed niño le fue arrebatado a su madre; luego, de cuna cristiana, fue convertido al islam.

La construcción –de piedra, majestuosa– tardó alrededor de cinco años, tras lo que se convirtió en una fortaleza, en zona frecuente de contingentes de soldados, en punto de encuentros y desencuentros sociales…

El autor relata anécdotas de una multitud de personajes que han pasado por ese sitio durante décadas y décadas, que han dejado parte de su vida sobre el puente.

Es una obra coral que plasma las formas del pensamiento de una u otra religión mediante costumbres y otros elementos que dejan entrever sesgos de la intolerancia que impide la convivencia entre musulmanes, cristianos ortodoxos, judíos y católicos…

El puente fue el paisaje que el niño Ivo contemplaba; a través de los once arcos de la obra legendaria, observó el ir y venir de los hombres, de las mujeres; aprendió que la vida no se termina con la llegada de la muerte, sino cuando la convivencia se torna en guerra y no hay sitio para la paz.

Todo ello, años más tarde, en plena Segunda Guerra Mundial, lo inspiró para escribir una de las grandes novelas del siglo XX, rica en personajes y descripciones de distintas épocas. Personajes que conmueven y divierten, transportan a los sitios de esa forma en la que solo la literatura es capaz.

Lo que más impresiona de Un puente sobre el Drina, además de la erudición del autor, es su capacidad para relatar encuentros y desencuentros, diferencias étnicas y religiosas; guerras que parecen absurdas –siempre lo son– sin tomar partido en uno u otro bandos: Andrić, magistralmente, relata los hechos como un testigo al que le duelen todos y cada uno de los conflictos que ocurren en la tierra que ama. (Hay que recordar que el Nobel era partidario de la unidad de la República Federal Socialista de Yugoslavia.)

Ivo Andrić supo leer la sociedad de su tiempo. En Un puente sobre el Drina hay una advertencia respecto de que la intolerancia religiosa no solo puede desencadenar guerras en los Balcanes, sino en todo el mundo.

No es una novela para leerse en una tarde. Se trata de una obra que supone reflexión, visitas a los mapas, revisión de citas, etc. Es uno de esos libros que ilustran más que cualquier cantidad de clases de historia en algún aula. Andrić se convierte en un guía y se mantiene fiel a los testimonios de la historia de su tierra, sin caer en el propagandismo ni en la manipulación de los hechos.

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Lunes, 11 Febrero 2019 07:14

Ayer

Pienso que allá afuera hay una vida;

pero, en esa vida, no pasa nada.

Nada que tenga que ver conmigo.


A. K.

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Si Los Desesperados —banda de rock mexicano que transita un rocoso camino hacia la fama—, hubieran surgido a finales de la década de los años 80, serían sin duda alguna la agrupación más importante del país. Pero no lo hicieron y para su no tan atinada suerte, son parte de una escena musical nacional de la que tan sólo son un grupo más.

En el nombre llevan la penitencia: Roto, Chalo y Teto están desesperados. Desesperados por sonar como sus favoritos, The Libertines; desesperados porque una firma trasnacional los descubra para catapultarlos a los reflectores mundiales; desesperados por ser la mejor banda de rock mexicano.

En su incontenible desesperación, la banda pasará por las más diversas, entrañables y extrañas anécdotas e historias que un grupo musical podría vivir.

Historias que sorpresivamente, no son (tan) reales.

Los Desesperados (Seix Barral) es el nuevo ejercicio literario de Joselo Rangel (sí, el guitarrista de Café Tacvba), quien presenta su primera novela luego de un par de libros de cuentos, “Crócknicas Marcianas” y “One Hit Wonder”.

Como en sus trabajos previos, el mayor de los Rangel construye un relato ficticio alrededor de su conocimiento sobre la música, lo que pasa en el rock en México tras bambalinas, sus experiencias como miembro de una banda y algunas de sus pasiones más nerds.

En entrevista, el músico, compositor, columnista y escritor, explica el proceso que llevó a la construcción de la historia, las partes reales y no tan reales de la misma, las diferencias en los procesos creativos musicales y literarios, sus influencias y un poco de sus opiniones más personales sobre el rock en el país.

La mente de un rockero muy nerd

Ataviado en prendas negras y calzando un par de botas Dr. Martens, Joselo encarna la imagen de un melancólico melómano que añora los hoy lejanos años en los que la música era monocromática, negra. En algún momento reveló que Café Tacvba intentó transitar el mismo camino que surcaron agrupaciones post-punk como The Cure o Love and Rockets. 

Sin embargo la solemnidad de sus preferencias musicales, no está peleada con su primer gran amor, la colorida y surreal fantasía de la ciencia ficción, género del cual no duda echar mano en “Los Desesperados”.

“Desde pequeño mi primer amor fue la ciencia ficción. Soy muy nerd, me he leído a todos los autores de ciencia ficción y he pasado por todos los clásicos y los nuevos autores. Sigo siendo un consumidor grande del género".

Así lo confiesa Joselo, quien también acepta que ese gusto primigenio se ve reflejado en el  escritor que hoy es: “Soy este tipo de autor, no soy un autor realista, lo que me surge es inventar drogas, inventar situaciones límites como puede ser que un asteroide se acerque a la tierra".

Joselo Rangel también es ese tipo de autor que puede darse el lujo de tener una clara diferencia entre los procesos creativos a la hora de sentarse a hacer música y a la hora de escribir literatura, pues explica que al menos en su caso, las distinciones se hacen notar debido a que cuando compone una canción, debe escarbar en mayor medida en “los sentimientos”.

“Se trata de algo más inmediato (…) los textos vienen de otro lado, tal vez un lado más racional. Hay imaginación en las dos partes, pero el escribir es más racional; los impulsos vienen del mismo lugar pero se van hacia lugares distintos".

Y destaca que si bien ambos procesos cuentan con diferencias abismales, también comparten detalles propios de la naturaleza creativa. Al final de cuentas, vienen de un misma mente que entiende su propio orden y debe aceptar sus manías.

Los Desesperados empiezan de una idea que detonó muchas cosas. Después de esa idea inicial de la banda que va a un table dance, me puse a escribir todo lo demás. Sucede que tengo historias desde hace mucho tiempo anotadas en cuadernos y que las rescato para trabajar en ellas. Lo mismo me pasa con las canciones. Tengo un montón de cassettes que revisito, que vuelvo a escuchar y de repente encuentro melodías o secuencias de acordes que me despiertan hacer una canción. No lo veo como reciclaje, sino que son ideas que están flotando como esperando su momento para ser realizadas".
Una historia que no sucedió, pero sí pudo haber sucedido

Los Desesperados tienen un concierto en el Caradura. Otro día tocarán en el Imperial, deben buscar una banda abridora menor que no los opaque. La novia de Roto, el vocalista, produce en Teto y Chalo, bajista y baterista, un ineludible encanto como si de una afinada sirena cantando se tratara. El hecho inevitablemente llevará a un conflicto que pondrá en duda la existencia del grupo. Fredy Fox, su nuevo pero avezado productor, sabe que la banda necesita un empuje con la que invariablemente traicionarán sus convicciones musicales; tal vez deban hacer una balada con toques de mariachi, algo tropical.

A pesar de los sitios que los protagonistas de la novela visitan y las situaciones por las pasan suenan a anécdotas que el autor vivió con Meme, Rubén y Quique, éste rechaza que los ominosos pasajes por los que atraviesa su agrupación ficticia estén basadas en la realidad. Si acaso, dice, hay retratados arquetipos que toda banda, de cualquier parte del mundo comparte.

“No tiene que ver en específico con ninguna banda. Yo tengo este asunto que se me ocurren historias. Todo es ficción y no hay nadie pueda llegar a decirme: estás contando mi historia. O que algo de lo que escribí que me haya pasado a mí. Lo que sí hay son los arquetipos que existen en bandas de rock; estos arquetipos que se definen por el instrumento que tocas. Eso sí lo utilizo pero sin llegar a la caricatura, es algo que siempre está en el ambiente. Por eso puede que alguna persona piense que se trata de una historia que sí sucedió. No sucedió pero sí pudo haber sucedido".

 

Pese a la insistencia en señalar que Los Desesperados viven una historia completamente falsa, el retrato íntimo construído por Rangel sobre algunos de los detalles más personales del rock, ha devenido en preguntas de compañeros músicos, quienes en broma, o tal vez en un tono serio, le han cuestionado sobre los elementos de los que se inspiró para conformar su relato.


El hecho, se jacta entre risas, demuestra que la novela está bien hecha y que aun cuando ningún momento se planteó hacer una crítica de lo que ocurre detrás de los escenarios, cumplió un cometido.

“Varios me han preguntado, pero lo hacen como de broma. Les digo que no, en realidad todo es inventado. Creo que lo hice bien, porque hay gente que cree que sí pasó o que creen que estoy retratando un momento en especial".

Afirma además que sin fijarlo como un propósito, Los Desesperados también fungen como una especie de fotografía instantánea que muestra a grandes razgos el estado actual de la producción musical en el país. Un contexto en el que lamenta, el rock ha sido desplazados por otros géneros.

"De alguna manera la necesidad que tienen Los Desesperados es lo que le está pásando ahorita al rock en México. Yo no veo que exista una banda que tenga el éxito o el lugar que han tenido otras agrupaciones en otros tiempos y yo sí quisiera que pasara. Que muchas bandas tengan más proyección, más espacios".

A manera de conclusión, Joselo lanza un deseo. Hay quienes opinan, dice, que el sopor en el cual se encuentra sumido el rock no es más que una etapa que avista un próximo despertar. Con una genuina esperanza, anhela que esas perspectivas vayan más allá y entonces puedan considerarse como acertadas profecias.

"Hay teóricos que dicen que todo es cíclico y que en algún momento todo este rollo del reggaeton, del pop y demás, van a perder el interés del que gozan y entonces va a regresar una época de rock. Pues ojalá que así pase".

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Lunes, 07 Enero 2019 05:44

Las tiendas de color canela

Desde su autorretrato, Bruno Schulz

nos mira como pidiéndonos perdón

por tanta enigmática y desesperada belleza.

 


J. Ernesto Ayala-Dip

 


Bruno Schulz pertenece a la estirpe de los escritores que, una vez que han pasado una temporada en el olvido, resurgen con tal fuerza que su figura no deja de crecer entre aquellos que se adentran en su obra.

Nacido en Drohobycz (entonces Ucrania) en 1893, el polaco fue víctima de un destino cruel, al ser asesinado por un oficial nazi e1 19 de noviembre de 1942, en venganza porque el nacionalsocialista que «protegía» a Schulz mató al «protegido» del futuro verdugo de Bruno.

Hoy concluirá la primera semana del año. A estas alturas aún se plantean propósitos y uno de ellos suele ser el de leer más; incluso hay retos lectores en los que se propone algún tipo de lectura cada mes.

Mi primera recomendación del año es precisamente un libro de Bruno Schulz: Las tiendas de color canela (1934; Debate, 1991).

La obra de Schulz es más bien escasa: publicó un par de libros de ficción, artículos y algunos otros textos relacionados con artes plásticas. Durante mucho tiempo estuvo olvidado, pero numerosos seguidores han hecho que la figura del llamado «Kafka polaco» resurgiera con una fuerza demoledora que hoy en día no solo abarca el campo de la literatura, pues Bruno también fue un dibujante, pintor y artista gráfico. Además, se destacó como uno de los tres vanguardistas que transformaron la literatura polaca –los otros son Witold Gombrowicz y Stanisław Ignacy Witkiewicz.

Schulz, como Kafka, coloca a su padre en el centro de su obra. Sin embargo, a diferencia del checo, en Bruno no hay miedo ni odio sino, en todo caso, una especie de compasión.

Si habría que definir con una sola palabra la obra de Schulz, podría ser la de fascinante. En Las tiendas de color canela nos encontramos ante una serie de textos que bien pasarían por relatos o por una novela cuyos hilos conductores de la trama son Jakub –el padre de Schulz– y el pueblo en sí, del que apenas si salió Bruno durante su vida.

Así pues, Jakub es un hombre enclenque que, al paso del tiempo, fue rebasado por la enfermedad hasta verse reducido a casi nada.

Dueño de una tienda de paños, estaba convencido del envilecimiento del mundo y su degradación. De ahí que dedicara tiempo a la constante búsqueda de salvar el mundo entre las sombras de su tienda e incluso desde la soledad de su casa, siempre ante la mirada del niño Bruno y la preocupación de la madre de este.

En «Los pájaros» encontramos al Jakub de cuerpo entero. Cierto día comenzó a adquirir huevos de aves de todo el mundo en una tienda del pueblo; su idea era rescatar del desastre a todas las especies en una habitación ubicada en la parte alta de su casa.

Pasaba días al cuidado de los huevos y de la incubación. Tanto era el tiempo que dedicaba a dicha tarea, que llegó el momento en el que el propio Jakub parecía un pájaro y la habitación se volvió un desastre, llena de aves y excremento.

En el «Tratado de los maniquíes», el padre, enfundado en la figura de demiurgo, reúne a un auditorio de jovencitas a quienes dirige una serie de ideas relacionadas con la Creación. Después de mencionar su discurso en torno a la fallida obra del Demiurgo acerca del ser humano, Jakub anuncia la segunda creación del Hombre, ante la mirada de fascinación por parte de las muchachas.

No obstante lo anterior, la figura del padre se ve reducida ante Adela, la asistente doméstica capaz de hacer perder la razón a Jakub con el solo movimiento de un dedo índice, tal como si lo agitara en el aire. Entonces el hombre huía despavorido, humillado en sus teorías y conocimientos.

Esta sumisión del hombre ante la figura femenina se ve reflejada no solamente en los textos de Schulz, sino en sus dibujos, donde a menudo él mismo y otras figuras masculinas aparecen a los pies de alguna mujer.

«Las tiendas de color canela» aborda la fascinación del niño por el descubrimiento de las tiendas del pueblo. Hace un recorrido por los espacios, que describe desde la visión del artista plástico: he aquí una de las mayores virtudes del autor, que por momentos llena de luz las oraciones y en seguida baja el tono hasta dejar en penumbras al lector, siempre con belleza en cada palabra.

En «La calle de los Cocodrilos» Schulz explora el mundo desde el erotismo. Esa calle es justo donde se reunían las prostitutas. La narración traslada al lector a un tiempo anterior al sexual del narrador, que por momentos se agita ante lo desconocido y el temor y el insulto brotan como una forma de defensa.

El libro está compuesto de un puñado de textos en los que destaca el mundo de aquel niño polaco que descubría el mundo, acompañado de las conductas de su padre que, tiempo después, se convirtió en material para describir historias irrepetibles. Todo ello, aderezado con el lenguaje de un narrador de primer orden.

Queda, pues, la recomendación para quienes estén en busca de un autor único y apasionante como Bruno Schulz.

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Lunes, 31 Diciembre 2018 05:25

La mujer que se estrellaba contra las puertas

Era el alcohol. Te inventabas cosas

cuando estabas bebiendo y las creías

si estabas lo suficientemente borracha.

Pasaban a ser absolutamente verdaderas y reales.


Doyle, a través de Paula Spencer


El alcoholismo es un tema frecuente en la literatura. Aun cuando se aborde desde el humor, se trata de un asunto que conlleva un profundo drama. En esta ocasión me permito recomendar una novela que tiene que ver con la adicción del alcohol, pero también con otros problemas, tan o más profundos que aquél.

Se trata de una obra de la que infortunadamente no se sabe mucho en este país, pero que debiera tener un lugar importante entre los estudiosos de esa adicción, del maltrato –físico y psicológico– hacia las mujeres y cómo se destruye la personalidad en silencio, a oscuras.

Me refiero a La mujer que se estrellaba contra las puertas (Verticales de Bolsillo, 2008; traducción de Juan Fernando Merino). Publicada originalmente en Irlanda en 1996 por el escritor Roddy Doyle (Dublín, 1958), no fue sino hasta el año 2008 cuando se dio a conocer en español, gracias a la editorial Norma, a través de su sello Verticales.

El autor goza de popularidad en su país natal y ha ganado prestigio gracias a sus novelas. Incluso, en 1994, escribió libretos para una serie de televisión llamada Family, en la que se aborda la violencia doméstica y el abuso conyugal en una sociedad que omitía dichas problemáticas, aun cuando llegaron a cobrarse vidas.

De esta experiencia nació La mujer que se estrellaba contra las puertas, novela que explora precisamente esos temas, a través de Paula Spencer –protagonista y narradora–, una mujer de 39 años de clase trabajadora que sufre en carne propia la violencia familiar y el abuso conyugal y que, encima de ello, es víctima del alcoholismo.

No se trata de una novela más que aborda estas problemáticas, sino de una historia que conmueve desde la primera página; el autor casi desaparece y deja a la narradora todo el trabajo: la liberación, el flujo del discurso, la construcción de las frases envuelven al lector en una atmósfera a veces incómoda, pero siempre desde la afinidad.

Paula nos cuenta su historia; una de las enormes dificultades que enfrenta es que no se sabe víctima de maltrato porque en casa adquirió esos hábitos y le resultan familiares. Sólo años después se percata de lo que es, de eso en lo que la han convertido.

No hay autocompasión, no hay cursilería ni clichés en esta novela que Doyle escribió para crear conciencia acerca del papel de las mujeres y su lugar en la vida social.

La protagonista relata sus experiencias en la escuela, el juego de la imagen en una sociedad cada vez más carente de ideales y más ávida de objetos y bienes materiales. Cuenta la competencia de las jóvenes para conseguir citas, el trato de los jóvenes y no tan jóvenes para con las mujeres; el hábito familiar de cosificar a éstas hasta el punto de la anulación…

Con La mujer que se estrellaba contra las puertas el autor pretendía hacer un retrato de la Irlanda de los ochenta, pero trascendió las fronteras y uno puede identificar casi cualquier país a través de sus páginas y lo que en ellas se cuenta.

La narradora sufre en un matrimonio en el que sólo una parte puede gozar de libertad. Se emborracha, bebe en exceso a veces sin darse cuenta de ello; disculpa al otro, al abusador: lo justifica.

El título del libro obedece a un pasaje de la historia, cuando la protagonista es llevada al médico luego de haber recibido una golpiza de parte de su marido. Ambos planean el discurso que se dará al médico, buscan a toda costa que la verdad se mantenga oculta. De esta forma, acuerdan la justificación: Paula se estrelló contra una puerta y se causó daño. Así durante dieciocho años de matrimonio.

Es una historia brutal. En esta denuncia además existe la complicidad de los médicos: saben que fue golpeada, pero hay tantos casos que prefieren ignorarlos para no meterse en problemas.

El estilo de Roddy Doyle es impecable en esta novela, hace suya la voz femenina y el resultado es una historia conmovedora, un retrato de lo que nos negamos a ver en muchas ocasiones, la construcción de un personaje verdadero y que adopta uno y tantos rostros a la vez: es una especie de portavoz para quienes se encuentran en esa situación.

En algún momento de su historia, la mujer nos dice: «Me perdí los ochenta. No tengo ni una pista. Es solo un montón informe […] ¿Qué hice en los ochenta? Estrellarme contra las puertas. Levantarme del suelo».

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Lunes, 24 Diciembre 2018 05:45

Nochebuena polaca

La curiosa división en pueblos es la causa de nuestros

innombrables sufrimientos, dolores y desgracias.


T. K.


Es difícil explicar la sensación que queda después de leer una gran obra. O mejor: después de leer lo que uno considera que se trata de una gran obra. Y más difícil es saber todo lo que debió ocurrir para que ese libro terminara en las manos de uno.

Hacia finales del año pasado me encontré con una novela de cuyo autor no tenía ninguna noticia. Me animé a adquirirla básicamentepor dos motivos: la lengua materna del escritor –de la familia eslava– y la época del año –en los últimos días de noviembre.

Dicha obra se trata de Nochebuena polaca (1977; Seix Barral, 1984), del polaco Tadeusz Konwicki (Wilno, Lituania, 1926-Varsovia, Polinia, 2015), con traducción de Elena Panteleeva.

El libro estaba en excelentes condiciones: quizás nadie lo había leído y tal vez nunca se vendió en España y por ello llegó a México en algún lote de saldos.

Sopesé la idea de leerlo de inmediato, pero esperé a que la fecha alusiva al título estuviera más cercana para adentrarme en la lectura. Así pues, faltando diez días para finalizar 2017,tomé la novela y me dispuse a adentrarme en su historia.

Varsovia. Durante la mañana del 24 de diciembre de algún año cuando Polonia estaba bajo el dominio de la URSS, decenas de ciudadanos polacos se encuentran afuera de una joyería estatal, en fila, en espera de anillos de oro provenientes de la Unión Soviética.

El narrador es acaso el propio Konwicki, quien anuncia que aguardan a que se den las once de la mañana para que abran la tienda y entren en busca de algún regalo.

Desde el inicio el lector descubre los tintes sociopolíticos de la obra, pero no es precisamente una carga pesada; sirve únicamente para anunciar la época, dar a conocer el entorno en el que el narrador y las personas que están en fila viven.

El invierno comienza a morder con fuerza, nieva en Varsovia y la gente que aguarda el lote de anillos es la estampa de la sociedad polaca de la época: sin mucha esperanza, pero con temple.

De esta forma, el autor describe a algunos de los personajes que se encuentran en el lugar. Así conocemos a cierto soplón de la policía, obreros, una campesina, un estudiante y su amigo francés –anarquista–, que desea establecerse en Polonia…

Es decir, Tadeusz enfila a representantes de ciertos sectores que conforman la sociedad; los hace interactuar y el resultado es una brillante narración que cuestiona el destino de la colectividad.

La voz narrativa no denuncia en sí, no reprocha a la URSS: es una voz pausada y paciente que lleva al lector de la mano a recorrer el paisaje polaco invernal de la época soviética, no obstante que la espera es en sí una forma de opresión estatal.

De pie en esa fila, el narrador evoca otros tiempos, su historia misma; comparte pasajes de una vida que en el punto desde donde habla acaso parece perdida. Todo ello en los momentos previos a un infarto. Hay una honestidad que poco a poco hace que uno se acerque más a la obra, sin sentir los embates del invierno.

Aunado al presente en el que transcurre la obra, Konwicki traslada al lector hacia 1863, a los preparativos de una batalla que tendrá lugar en ambientes rurales. Se intercala el relato de las aventuras de un joven lituano durante las revueltas que tuvieron sitio ese año contra los moscovitas. De esta forma, el autor hace traer el pasado al presente «para buscar en la vida cotidiana su trasfondo sociopolítico y su envés metafísico…», según se lee en la contracubierta.

El estilo –a veces parco, otras veces lírico– cobra fuerza en cada página y está acompañado de imágenes que si bien en algunos momentos evoca a una atmósfera casi asfixiante, denotan la alta calidad narrativa del autor.

Hacia los primeros párrafos de la obra, el narrador nos dice: «Delante de mí hay veintidós personas, y detrás otras veinte dan pataditas con los pies entumecidos de frío. Yo también siento un ligero temblor, aunque me cubre una espesa piel de oveja. Pero tiemblo de emoción. Tiemblo porque estoy esperando el día, unas breves horas excepcionales, que traerá quizá, a mí y a todos nosotros, el desenlace definitivo» (p. 9).

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Lunes, 10 Diciembre 2018 07:25

Sueño con mujeres que ni fu ni fa

Desgraciado Belacqua, no das con la clave,

no entiendes de qué va la cosa: la belleza,

en último término, no está sujeta a categorías,

está más allá de las categorías.


Cuando se nombra a Samuel Beckett es muy probable que brinque el nombre de James Joyce, dada la influencia que éste ejerció en la vida y obra de aquél. No obstante, el Nobel (1969) supo sacudirse la sombra de su connacional conforme pasaron los años.

El de Beckett no es un estilo fácil. Por el contrario, se requiere de paciencia para tomarle el gusto a la obra de uno de los escritores más originales que nos entregó el siglo XX.

Cuando tenía veintiséis años, el irlandés escribió su primera novela, pero no halló editor que se animara a publicarla. Se trata de Sueño con mujeres que ni fu ni fa (1992; Tusquets, 2011), la que el propio Beckett se negó a publicar cuando ya era Beckett.

Por deseo del propio escritor, dramaturgo y ensayista, la novela no vio la luz sino de manera póstuma, hacia 1992 (Beckett falleció en 1989), es decir, unos sesenta años después de haberla escrito.

La obra comienza de esta forma: «He aquí a Belacqua, un niño rollizo que pedalea cada vez más veloz, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz cada vez más hinchadas» (p. 11).

Belacqua es un joven poeta que deambula por calles de París, Dublín y Viena; no sabe qué es lo que busca, pero traslada su cuerpo de un lugar a otro como si en verdad tuviera algún objetivo. Éste es acaso el primer guiño beckettiano: el ser se conduce hacia el fracaso, no hay objetivo para perseguir. Y si lo haces, anda: date de frente contra el fracaso.

Sin embargo, Belacqua «está enamorado de cintura para arriba de una muchacha patosa que atendía por el nombre de Smeraldina-Rima» (p. 13). Su encuentro es fortuito: la halló una noche en la que la fatiga hizo presa del poeta en ciernes. Es decir, el «amor» le brotó del cansancio, no fue concebido a la luz de la vitalidad.

En la novela hay elementos que lo colocan como joyceano, pero el lector también se topa con los esbozos del futuro Premio Nobel, el explorador del lenguaje hasta los límites, el pesimista acerca de la condición humana.

El libro está dividido en cinco capítulos: «Uno», «Dos», «Und», «Tres» e «Y». Además hay un posfacio de los traductores titulado «El primero de todos los Beckett», en el que se advierte que Sueño con mujeres que ni fu ni fa no es precisamente la mejor forma para entrar a la obra de un escritor que se vuelve apasionante.

Es una novela escrita por un joven cuyo futuro es incierto, de un Beckett bajo el influjo de la tensión que le sirvió para dar salida a todas esas emociones. Hay además acaso pasajes de la infancia del propio autor, sin que en sí la novela sea estrictamente autobiográfica.

El lector también descubrirá que el texto está lleno de neologismos. Es la primera obra del futuro autor genial de Esperando a Godot, Fin de partida, El innombrable, Molloy, entre otras obras.

Belacqua deambula, está satisfecho con su «feliz tristeza». Mujeres como Smeraldina-Rima, Syra-Cusa o Alba esperan algo de él, cualquier cosa, que él no entrega. Porque el muchacho aspira a habitar su interior, sus pensamientos; piensa en qué escribirá: es un artista adolescente que va por la vida ebrio, enfermo o malhumorado.

Pese a ello, hay en la novela toques de humor e ironía que también son características del Beckett que escribirá años después, con un estilo consolidado y del que se apropió para sacudirse de las comparaciones que en determinado momento lo alcanzaron.

Sueño con mujeres que ni fu ni fa es una obra intensa, llena de citas que obligan al lector a echar ojo a las anotaciones –que están hacia las últimas páginas– y acaso a desesperarse. Sin embargo, ello no es pretexto para abandonar la lectura, pues Beckett, el primer Beckett, posee ya el talento para atrapar a quienes se sumergen en ese fascinante mundo de las palabras que construyó. Porque Beckett posee esa fuerza que provocan al lector a no soltar el libro, aun cuando desea hacerlo.

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Jueves, 06 Diciembre 2018 09:00

La persistencia

Sobre Árbol de jilgueros, de Claudia Sánchez Cadena. Cuernavaca, Fedem, 2018

Épocas pasan (algunos caen) y se sigue vinculando de alguna manera a la poesía con la ornitología. La correspondencia entre aves y poetas va desde el trino hasta la pluma y todo lo que a partir de ahí, incluso para la reseña más pajarona, podría venir. El poema se podría incluir entonces dentro de ese vasto género de la ensoñación que es el pajaroneo, al incurrir en una distracción alevosa pero también en el vuelo rapaz en torno a algo que no aparece o sólo se vislumbra a retazos.

En Árbol de jilgueros de Claudia Sánchez Cadena se planea sobre una pérdida registrada, casi al modo de crónica, desde un inicio, en el primer texto (“Abril”), y es ese rodeo el que finalmente posibilita y constituye el poema. Son, en su mayoría, textos breves los de este libro, también breve (lo cual lleva a pensar ―y a esperar― uno más extenso). Casi totalmente dispuesta en un tono apelativo, la escritura se detiene sobre un pasado de sombras y hojas secas entre las que sin embargo crece una voz sutil, como quien susurra bajo un árbol de otoño y prefiere pensárselo dos veces antes de romper en llanto. No se trata de poesía de la nostalgia ni de textos recapituladores de la desdicha. Continuar aleteando sobre esa nada que es el lenguaje, en especial el de la poesía, requiere de un cierto desconocimiento de la experiencia, una incomprensión acerca de lo ya-acontecido que es por tanto incapaz de “cerrar ciclos” o de “hacer el duelo”, tal cual se oye con (demasiada) frecuencia en nuestro balbuceo cotidiano de psicólogos ambulantes. A contramano, aquí leemos: “Acuno pájaros en mi regazo / huellas de un tiempo inhabitable.”

Son dichas huellas las que conducen a indagar también en otras; pues si hay entrevero de ramas en el árbol de Claudia, los Nocturnos de Xavier Villaurrutia y trechos de Alejandra Pizarnik y Jorge Teillier recalarían aquí como jilgueros de la persistencia. Del último, especialmente, se recogerían los frutos de la voz familiar, aquella destinada a la conservación del mito, entendido éste también como una “canción de infancia” llena de ausencias, sueños, cobijo, humo y silencio. Árbol de jilgueros continúa dicha canción, su recuerdo hecho presente y carne y jardín, con una sonoridad que, tal cual dice Bachelard acerca de la auténtica poesía, sitúa al lenguaje “en estado de emergencia”.

 


Noviembre 2018

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Lunes, 03 Diciembre 2018 07:25

Elogio del cuento polaco

Por estas fechas es común encontrarse en las redes sociales cualquier cantidad de listas de «lo mejor del año» en cine, deportes, etc. La literatura no está exenta de dicha tentación. Páginas culturales o dedicadas al mundo del libro se vuelcan para recomendar «las mejores lecturas» del año que ya se nos escurre entre las manos.

Cada quien tiene sus gustos, fobias y filias. Sin embargo, considero que hay obras que difícilmente pueden no gustar a alguien. Con el riesgo que esta afirmación conlleva, esta semana me permito recomendar un libro monumental del que no he leído –hasta ahora– ninguna crítica negativa.

Hay libros que conmueven, libros que instruyen, otros que divierten y también los que son amenos. Pero cuando un lector se topa con uno que reúne todas esas virtudes y más, se está, sin duda, frente a algo que será recordado con el paso de los años hasta convertirse en un clásico.

Polonia fue el país Invitado de Honor en la edición del 40 Festival Internacional Cervantino, en 2012. Como parte de esa celebración fue presentado el libro Elogio del cuento polaco, cuya edición estuvo a cargo de la Dirección General de Publicaciones para la colección «Cien del Mundo» del entonces Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), en coedición con la Universidad Veracruzana.

La selección de los textos y el prólogo de la obra estuvieron a cargo de los mexicanos Sergio Pitol (+) y Rodolfo Mendoza. Ya desde el prólogo, el libro conmueve: las imágenes de una Polonia casi destruida por completo, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, remueve sentimientos y no hay sitio para la indiferencia. Sin embargo, el coraje para levantar el país de las ruinas es de admiración.

En el inicio de la obra se da a conocer el antecedente de esa edición que en 1967 corrió a cargo de la editorial ERA: Antología del cuento polaco contemporáneo.

La que se presentó hace seis años incluye a varios autores de dicha edición y a otros de generaciones más recientes. Va desde la segunda mitad del siglo XIX, hasta creadores cuya obra no está traducida aún en español, salvo escasos cuentos.

Esta antología incluye 45 textos de 35 autores; la abre el Nobel de 1905, Henryk Sinkiewicz (1846-1916), con el cuento «Memorias de un maestro de Poznan», y la cierra Daniel Odija (1974), con «El túnel».

En los primeros relatos nos encontramos con retratos costumbristas del siglo XIX en el campo, el levantamiento de las urbes, las ideas de aquella época. Luego, conforme avanzan las páginas, el lector experimenta cambios en el estado de ánimo que lo mismo van de la indignación a la carcajada, que de la tristeza a la alegría.

Lo anterior tiene que ver porque varios de los narradores antologados experimentaron las atrocidades de los campos de concentración nazis o les tocó vivir alguna de las dos guerras mundiales o incluso ambas. (Bruno Schulz –por ejemplo– fue asesinado en el gueto de Drohobycz en 1942; otros decidieron quitarse la vida a temprana edad.)

Zofia Nalkowska (1884-1954), con «Los niños en Auschwitz»; Maria Dabrowska (1889-1965), con su «Peregrinación a Varsovia», o Tadeusz Borowski (1922-1951), con «¡Al gas, señoras y señores!», por citar tres ejemplos, dan muestra de los horrores de las prácticas nazistas en ese país.

Pero no todo es tristeza en este conjunto de 45 relatos. Hay espacio para la risa: Witold Gombrowicz (1904-1969), con «El bailarín del abogado Kraykowski», o Sławomir Mrożek (1930-2013) y sus cinco relatos (contenidos en el libro El árbol, que ya recomendé hace unos meses) hacen que al lector se le escape más de una carcajada.

También hay ternura: «Mijalko», de Bolesław Prus (1847-1912), o «Los girasoles», de Bohdan Czeszko; fantasía: Bolesław Leśmian (1878-1937), con «Una aventura de Simbad el marino», o «Los Músicos», de Andrzej Sapkowski (1948).

El libro está repleto de joyas de la cuentística polaca –y universal– y permite contemplar el paso de los años en ese país, el cambio de ideas, la sociedad sacudida y la renovada, la desesperación y la incertidumbre, el miedo y el valor para sobrellevar y dar vuelta atrás a una situación que no sepultó los valores de ese país.

No puedo terminar sin hacer mención de la maestría de Kazimierz Brandys (1916-2000) y su «Cómo ser amada», un texto brillante; la grandeza de Władisław Reymont (1867-1925; Nobel, 1924), de Bruno Schulz (1892-1942), de Jarosław Iwaszkiewicz (1894-1980), de Jerzy Andrzejewski (1909-1983), por mencionar a algunos de los brillantes escritores contenidos en la antología.

Soy de los que piensan que se aprende más de historia a través de novelas y de cuentos, que mediante libros especializados en la materia. Elogio del cuento polaco también es una clase magistral de historia, un proyector de imágenes que van del campo a las ciudades, de los bombardeos a la felicidad de los amantes, de la ocupación nazi a la renovación de una sociedad; es, ante todo, una muestra de que el arte –la literatura– permite indagar en lo más profundo del ser humano y externarlo a la otredad.

Si en este fin de año buscas hacerte o hacer a alguien más un regalo inolvidable, Elogio del cuento polaco es una gran opción.

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Lunes, 26 Noviembre 2018 07:20

El vampiro de almas

Vampiro, sí, de almas. Espía de corazones solitarios.

Escorpión preparado para atacar, he ahí al cuentista.

 


Dalton Trevisan

 


La literatura latinoamericana goza de un amplio público que ha sabido valorarla no sólo en esta región del mundo, sino en otros continentes. Nombres como Gabriel García Márquez, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Carlos Fuentes –entre muchos otros– son escritores en lengua española conocidos gracias a la calidad de su obra. Sin embargo, la literatura brasileña es muy rica, pero suele pasar un tanto desapercibida, acaso por su lengua, el portugués.

Brasil ha legado al mundo escritores de altísimo nivel y cuya riqueza de lenguaje convierte las obras en puro goce. Autores como Jorge Amado (1912-2001), João Guimarães Rosa (1908-1967), Clarice Lispector (1920-1977), Nélida Piñón (1937), Rubem Fonseca (1925) o Dalton Trevisan (1925) son escritores con una vasta obra digna de ser leída.

En el caso de los dos últimos, se trata de creadores vivos que si bien no cuentan con la popularidad –no en México– que deberían tener escritores de su calibre, existen traducciones suficientes como para acercarse y comprobar la calidad de su obra.

En esta ocasión me voy a referir a Dalton Trevisan para la recomendación de la semana que inicia. En 1999, la Dirección General de Publicaciones del otrora Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (DGP-Conaculta) publicó El vampiro de almas, una antología de cuentos de Trevisan con traducción, selección y prólogo de Regina Crespo y Rodolfo Mata.

Este autor es considerado un maestro del relato breve y el libro en mención es una muestra de ello. La edición consta de 140 páginas, en las que están distribuidos 28 relatos y una selección de textos brevísimos –no rebasan media página– que dejan entrever la alta calidad narrativa del brasileño.

La temática de los relatos varía, sin embargo, el autor muestra el «alma» brasileña, el carácter de un país a veces incomprendido y aislado de Latinoamérica por la lengua.

Uno de los primeros relatos se llama «Cementerio de elefantes», en el que el lector se encontrará con un texto que cuenta cómo viven los que en México conocemos como teporochos. Trevisan menciona sus bebidas, sus andares, su desenlace de una forma admirable.

«Caso de divorcio» es protagonizado por un hombre que se entrevista con un abogado. A través de diálogos muy logrados, nos enteramos de que el viejo busca divorciarse de su esposa y cuenta al profesionista la que considera que es la causa para que se dé la separación. Es un texto cargado de humor.

En «El vampiro de Curitiba» nos encontramos con un relato narrado con lenguaje de favela, directo; un hombre describe a algunas mujeres que se topa en la calle, las ama, las toma, las posee… Es un flujo de impresiones con un tono acelerado, pero al tiempo directo y de una honestidad que hacen de éste, uno de los textos más emotivos del libro.

«Visita a la maestra» es el relato más extenso de todos –diez páginas–, en el que se cuenta la historia de un joven que acude a visitar a su maestra de la infancia. Es un encuentro emotivo y triste (Trevisan es un narrador que te lleva de la alegría a la tristeza en la misma línea). Entre remembranzas se les va la tarde. Salen a cenar. Regresan. Luego… Trevisan sorprende.

«Lamentaciones de Curitiba» es pura poesía. A través de tres páginas, el autor recorre sitios de esa ciudad mediante frases y más frases cargadas de nostalgia y poesía. Una brillante muestra de la capacidad del escritor.

En «He ahí la primavera» se da cuenta de las últimas semanas de un anciano enfermo, su deseo de morir en esa estación del año. Se cumple, sí, pero hay antes de ello una pequeña historia que nos regala Dalton.

Así, el lector se encuentra uno y otro relato. Hay prostitutas, hombres celosos, mujeres sumisas, individuos ingenuos… Pero también hay lugar para la perturbación: en «Míster Curitiba» nos enfrentamos a uno de los textos más difíciles. Difícil no por el estilo, sino por la historia que se cuenta. Se trata de un encuentro sexual que provoca inquietud a la hora de leerlo.

Este libro es una muestra de la fuerza y emotividad de la literatura brasileña: sensual, directa, conmovedora… Es una antología que merece un espacio en las bibliotecas personales.

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Lunes, 19 Noviembre 2018 07:00

De ratones y hombres

Los hombres como nosotros –empezó George–

no tienen familia. Ganan un poco de dinero

y lo gastan. No tienen en el mundo nadie

a quien le importe un bledo de ellos…

 


En De ratones y hombres

 


La injusticia social es un tema presente en la obra del estadounidense John Steinbeck (1902-1968): basta recordar Las uvas de la ira (1939), su novela más famosa, para comprobarlo. Se trata de un asunto que lo ocupó incluso en su faceta de periodista, al realizar trabajos de ese género acerca de las condiciones en las que vivían los jornaleros.

Esta semana la recomendación de este espacio gira en torno a Steinbeck: se trata de su novela De ratones y hombres (1937; Editorial Sudamericana, 1942, con traducción de Román A. Jiménez), también traducida como La fuerza bruta.

La historia está ambientada en los años de la Gran Depresión que sumió a buena cantidad de estadounidenses en la miseria y que afianzó el poder de unos cuantos.

George Milton y Lennie Small se encuentran en un matorral, junto al río Salinas, en Soledad, California. Unas horas antes los dejó un camión a varios kilómetros de allí y se vieron en la necesidad de caminar. El primero es un hombre de apariencia común. En cambio, Lennie es un tipo grandullón, acaso intimidante, pero con una discapacidad mental que los hace meterse en problemas de forma constante. Es un personaje que conmueve en cada palabra.

Los personajes van de rancho en rancho en busca de trabajo y hacerse de recursos para el futuro. Desde las primeras páginas, el lector se encuentra con dos soñadores que anhelan tener su propia tierra, una granja con conejos y otros animales: conmueve la forma en la que lo desean, en la que uno nombra las cosas, acaso desde el pesimismo, mientras que el otro lo sueña despierto y lo acecha la felicidad. El hecho de que George lo pronuncie parece calmar los impulsos de Lennie, quien se alborota cada vez que escucha a su compañero nombrar sus deseos.

Hay que decir que los hombres huyeron de otro sitio debido a que cierta conducta de Lennie provocó un escándalo que estuvo a punto de costarles la vida, pues pretendían lincharlos.

Ahora llegan a otro rancho, con unas horas de retraso. La instrucción para Lennie es clara: no debe hablar con nadie ni meterse en líos. Si hace esto último deberá ocultarse en ese matorral junto al río y esperar la llegada de George.

Al presentarse en el nuevo rancho poco a poco van conociendo a sus compañeros: desfilan el viejo Candy y su también vetusto perro; Crooks, un peón que está aislado debido a que es negro; Curley, el hijo del patrón, engreído y que está casado con una atractiva mujer que sueña con ir a Hollywood, causante de más de un problema.

En el rancho los hombres se divierten con algunos juegos; sus distracciones consisten en inventarse competencias, en esperar el fin de mes para ir al pueblo y gastarse el dinero en el burdel. De todo ello se van enterando George y Lennie.

El plan de ambos es reunir suficiente dinero para comprarles la granja a unos ancianos. Al entablar cierta amistad con Candy, éste se ofrece como socio: cuenta con cientos de dólares que puede invertir en el proyecto. George y Candy trabajarán, mientras que Lennie cuidará a los conejos…

Así se reparten los sueños. Luego Crooks, al enterarse, también se anima. Ofrece sus brazos para trabajar. Pero no siempre resulta como se planea…

La novela en sí es breve, se lee de un tirón. Steinbeck creó una obra con diálogos memorables. Sin embargo, pese a la aparente sencillez de la historia, hay cualquier cantidad de simbolismos. Destacan el racismo: el negro Crooks está segregado, no debe hablar con nadie ni nadie debe acercarse a él. La esposa de Curley es el símbolo del «mal» representado en la mujer, el origen de las tragedias. Candy es el hombre que aún aspira a soñar, pero está imposibilitado para trabajar. Curley, el hijo del patrón, es el poderoso: soberbio, prepotente y dispuesto a manipular toda ley en contra de los pobres.

George y Lennie representan el espíritu de la amistad, pero también desempeñan el papel de los hombres que aspiran a materializar sus sueños, aunque siempre hay alguna traba que los devuelve a una realidad que no alcanza para vivir.

Aunado a lo anterior, no se sabe a ciencia cierta qué tipo de relación llevan ambos personajes; se desconoce el origen de su unión, qué los llevó a estar unidos en todo momento…

Nos encontramos ante la sociedad resumida en un pequeño grupo de individuos.

El final de la novela es de antología. Si el lector busca alguna historia inolvidable para este fin de año, De ratones y hombres no lo defraudará.

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Lunes, 12 Noviembre 2018 05:03

La rebelión

Hace tiempo hojeaba un libro de Ricardo Garibay: Feria de letras (Nueva Imagen, 1998), un conjunto de diez textos en los que comparte sus reflexiones acerca de temas diversos como lo cotidiano y el amor, así como sus pasiones literarias.

En el texto «Tres» trata sobre Daniel Toscan du Plantier, Herman Melville, Fátima Mernissi, Josefina Estrada, Joseph Roth y Shusaku Endo. El mexicano da pistas para seguir la huella de estos autores con su peculiar estilo: unas veces soberbio, otras arrogante, pero siempre directo.

Cuando leí los párrafos dedicados a Joseph Roth (1894-1939) me brincó una afirmación del hidalguense: «Ya ni quien se acuerde de Joseph Roth […] Se le señala, junto a Broch y Musil, entre los mayores escritores centroeuropeos de este siglo [el XX]; sorprendentemente, sus obras se reeditan todavía y ya no le interesan a nadie».

Es curioso, pero el mismo año que murió Garibay (1999) nació Acantilado, una editorial catalana que, hoy en día, podría desmentir al «samurái de la literatura» –como lo llamaban algunos– respecto de esa afirmación: ha publicado al menos veinte obras del escritor austríaco, más la correspondencia que sostuvo con otro par suyo, Stefan Zweig (1881-1942), con éxito.

Hay que resaltar que Acantilado no sólo se ha dedicado a reeditar la obra de Roth, sino que despertó el interés de los lectores para con el autor de La leyenda del santo bebedor.

Pues bien, esta semana mi recomendación está relacionada con este escritor. La lectura que propongo es La rebelión (Acantilado, 2008), una novela de 148 páginas que fue publicada originalmente en 1924.

La obra cuenta la historia de Andreas Pum, un excombatiente de guerra que se mantiene fiel al gobierno y a sus políticas. Por ser lo que es, se cree merecedor de un reconocimiento oficial. El gobierno lo condecora y le otorga una licencia para tocar el organillo, al salir del hospital militar.

Hay que decir que Andreas Pum sufrió la pérdida de una pierna durante la guerra. Así va por el mundo, orgulloso de su licencia y feliz de poder llevar música por las calles de Viena. Se trata de un hombre más bien honrado, acaso ingenuo, que acata sus creencias religiosas y el «orden» que rige al mundo.

Sin embargo, cierto día se enfrenta a un incidente en el tranvía, al tener un desencuentro con un hombre industrial y con mayor rango social que él. Ese incidente lo lleva a la cárcel, donde surge, precisamente, la rebelión a la que alude el título.

Resulta que, en prisión, Andreas se ve sumergido en pensamientos e ideas que antes nunca tuvo. Es acechado por alucinaciones y pesadillas que lo hunden en una especie de locura; reniega de lo que antes estaba convencido y obedecía con sumisión. En pocas palabras: cambia radicalmente su visión del mundo.

Joseph Roth retrata la crueldad de la burocracia y cómo los gobiernos suelen dar trato de delincuente a las personas que carecen de recursos. Porque Andreas es un hombre pobre, perdió una pierna en la guerra, se enamoró de una mujer, recorrió las calles de Viena con su organillo para «ganarse la vida» y terminó en prisión solo porque en su vida se cruzó un individuo con cierto poder que lo envió a la cárcel. Es una crítica a la crueldad, la corrupción y el horror de la sociedad con un estilo realista.

Se trata de una novela que revela la necesidad del cambio en la sociedad, pero que al mismo tiempo deja entrever la cantidad de obstáculos a los que habrá de enfrentarse para consumarse la rebelión. Es, sin duda, una obra que merece un lugar en las bibliotecas personales.

De Joseph Roth hay mucha información en la red que crece día con día debido al interés que aún despiertan su obra y su vida misma. En el texto de Garibay aludido en un principio, el mexicano recuerda: «Judío, entre pobrezas y alcohol vivió en París desde 1933, y allí murió borracho. La caída del imperio austrohúngaro y el ascenso del nazismo lo llenaron de desesperanza».

Volvamos, pues, a Joseph Roth.

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Lunes, 05 Noviembre 2018 07:05

La bendición de la tierra

La concesión del Nobel de Literatura casi nunca está exenta de polémica. Cada vez que la Academia sueca otorga el nuevo premio, los medios se vuelcan para ofrecer semblanzas o intentar familiarizar a los lectores con el flamante galardonado, que muchas veces es desconocido para la inmensa mayoría de lectores.

Este año no se concedió el galardón debido a escándalos que han ensombrecido a la Academia y a la polémica que ha levantado con las concesiones de los años más recientes, puntualmente con la del cantautor Bob Dylan.

Sin embargo, cada año se despierta un interés especial en conocer al nuevo premiado. Es difícil dar gusto a todos los lectores, críticos, editoriales, etc., pues nombres ha habido que –a consideración de muchos– eran dignos de ser reconocidos con el galardón, pero por alguna u otra razón no se les otorgó.

A propósito de la polémica en los Nobel de Literatura, existe un nombre que genera aversión en algunos lectores y cualquier cantidad de halagos entre muchos escritores y que es mi recomendación de esta semana. Me refiero al noruego Knut Hamsun (1859-1952).

A él le fue otorgado el máximo reconocimiento mundial de las letras en el año de 1920, a raíz de la publicación de La bendición de la tierra (1917), una de sus obras maestras y que en fue recuperada en 2007 por la editorial Bruguera, con traducción de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

Lo polémico de Hamsun radica en las ideas que lo colocaron en el ojo del huracán y que incluso se llegó a pedir que le retiraran la condecoración. A saber, el escritor manifestó su apoyo a la invasión nazi de su país y respaldaba sus acciones. Eso le valió el desprecio y el odio de sus connacionales y que, a la fecha, aún permanece: ninguna plaza, ninguna calle en esa nación nórdica tienen su nombre.

Pese a sus ideas, la obra de Hamsun no ha sido desechada; por el contrario, ha encontrado un nuevo público que ha sabido valorar el arte de uno de los escritores más influyentes del siglo XX.

Para hacer una idea de la importancia del autor noruego, escritores de la talla de Thomas Mann y Maksim Gorki lo consideraron un maestro; Henry Miller, Paul Auster, John Fante, Juan Rulfo y Ernest Hemingway –entre otros– manifestaron haber sido influidos por la obra de Hamsun y también se percibe su influencia en Franz Kafka o Stefan Zweig: de ese tamaño es el también autor de Hambre.

La bendición de la tierra pudiera considerarse como una versión de la historia del hombre. El protagonista, Isak, es un individuo sin pasado, imponente físicamente, que llega a los páramos noruegos. Es el único habitante de esa soledad.

A partir de entonces inicia una lucha entre el hombre y la hostilidad de la tierra, hasta que consigue construir un sitio para vivir y cultivar aquello que le permitirá sobrevivir.

Cuando ha levantado una casa y cultivado la tierra, busca una esposa en el pueblo cercano. De esta forma, el lector conoce a Inger, una mujer construida con maestría por el autor y que posee una fuerza admirable.

La novela retrata el costumbrismo de la época, describe los paisajes y la narración está enriquecida con diálogos de enorme belleza. Conocemos la historia de la pareja, su soledad en los páramos; luego llegan los hijos y éstos crecen con nuevas ideas, chocantes para Isak.

Uno de los temas torales de la novela es precisamente la relación del hombre con la tierra, la necesidad de llevar una vida tranquila en concordancia con la naturaleza. Hamsun hace prácticamente una invitación al reencuentro con el campo, con la tierra, a través de páginas y páginas con su inigualable maestría.

Aparecen personajes divertidos, siniestros, variados… Después, un asunto en el que repara de forma constante también es uno de los temas que destaca el escritor: el progreso, la modernidad, traen desgracias para el hombre.

Lo ejemplifica con diversas situaciones: el sitio al que llegó, muchos años atrás, ya es habitado por más gente, llega la industrialización, uno de sus hijos aspira a vivir en la ciudad… Todo ello genera desestabilización emocional que deviene en conflictos. Lo reitera una y otra vez y parece un anuncio anticipado para el siglo XXI: el hombre está perdido ante sus aspiraciones de «cambio y progreso».

Knut Hamsun es, sin duda, una de las cumbres de la literatura no sólo del siglo XX, sino de todos los tiempos. Entre sus obras destacan Hambre (1890), Pan (1894), Trilogía del vagabundo, entre muchas otras.

Acerca de La bendición de la tierra, existe una adaptación cinematográfica que data del año 1921. La cinta se creía perdida, pero fue recuperada en 1971. Fue dirigida por Gunnar Sommerfeldt. Dura 107 minutos y algunos la consideran una obra maestra del cine mudo.

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Lunes, 29 Octubre 2018 05:22

Palomar

Durante millones de siglos los rayos del sol se posaronen

el agua antes de que existieran ojos capaces de recogerlos.

 


Calvino, en Palomar

 


La literatura italiana es una de las más sólidas en todo el mundo. Nombres como los de Dante y Virgilio se erigen como cimas en las letras universales. Pero no nada más en literatura: Italia ha legado a la humanidad creadores inmortales de música, escultura y pintura, por ejemplo.

Antonio Tabucchi, Grazia Deledda, Alessandro Baricco, Antonio Moravia, Luigi Pirandello, Salvatore Quasimodo, Cesare Pavese e Italo Calvino son algunos ejemplos de la grandeza de la literatura italiana del siglo más reciente. Y es justamente una obra del último la que me permito recomendar esta semana.

Hay que mencionar que Italo Calvino nació en Santiago de las Vegas, Cuba, en 1923. Allí trabajaba su padre, un italiano agrónomo que regresó a su país en 1925, junto con su familia.

Calvino cultivó los géneros de cuento, novela y ensayo, principalmente. Todos con mucho éxito, dado que además de ser un enorme escritor, fue un importante intelectual que puso en el centro de la atención temas como la educación, los clásicos o el aborto (leer carta de Calvino a Claudio Magris acerca de este último tema).

Mucha de la ficción del autor se centra en la cotidianidad. Por ejemplo, me referiré a Palomar (2001, Siruela; traducción de Aurora Bernárdez), una novela cuyo protagonista es un hombre entrañable.

El señor Palomar es un individuo que gusta de partir de un elemento externo para hacer de éste un microcosmos internalizado que lo lleva a reflexionar durante lapsos prolongados. Así, durante sus vacaciones en la playa siente la necesidad de observar el nacimiento de una ola, pero no ver la forma del agua y la espuma nada más. «En una palabra, no se puede observar una ola sin tener en cuenta los aspectos complejos que concurren a formarla y los otros igualmente complejos que provoca» (p.20).

Palomar es primordialmente un observador (en la nota preliminar, Calvino señala que el nombre lo tomó de Mount Palomar, el observatorio astronómico de California); el más mínimo detalle es para él motivo para interiorizar.

Durante un recorrido por la playa, el señor Palomar se encuentra a una mujer tendida en la arena, con los senos descubiertos. Al pasar a su lado, mira los pechos, pero pronto considera que la joven pudo haberse sentido ofendida. Ante ello, trata de integrar los senos en un todo, en el paisaje mismo para no violentar la intimidad de la bañista. Luego vuelve a pasar con el fin de conseguir la integración del paisaje.

Sin embargo, no queda satisfecho con ese segundo intento y decide volver al sitio donde está la muchacha. Entre reflexiones acerca de los senos, Palomar observa que la muchacha se levanta de golpe al notar que la rondaba. Se va molesta. «El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito las intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar» (p.25) al resignarse a la partida de la chica.

La novela está dividida en varias partes. El lector se entera de las vacaciones de Palomar, sus impresiones de cada detalle. Luego asiste al jardín del protagonista, donde se entera de que el césped es un universo muy complejo del que se puede admirar hasta la punta de cada planta. Somos testigos del amor de dos tortugas que se entregan ante la mirada esquiva del señor Palomar.

Con el hombre miramos los planetas y reparamos en la materia de la que están formados; somos invitados de primera fila al espectáculo de las estrellas; toleramos la invasión de los estorninos; acudimos de compras al supermercado e incluso lo acompañamos a Tula, Hidalgo, a contemplar las esculturas prehispánicas y a admirar la cultura del México antiguo.

Palomar es un libro entrañable. La trama pasa a segundo término: importan los universos y el lenguaje. Porque en esta obra, Calvino da muestra de su capacidad poética para contar historias y crear un personaje inolvidable como lo es el señor Palomar.

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Lunes, 22 Octubre 2018 07:06

¿Acaso no matan a los caballos?

Me matarán. Se perfectamente lo que dirá el juez.

En su mirada adivino que estará satisfecho en decirlo…

 


H. M.

 


La industria del entretenimiento ha sabido lucrar con las necesidades y los sueños de las personas, convirtiéndolos en concursos-espectáculos cuyo juez, en la mayoría de los casos, es el público, que paga para mantener a su candidato favorito en competencia.

A través de los reality shows, la televisión ha encontrado la fórmula para mantener a los espectadores pegados a las pantallas durante dos horas o más, en el caso de los concursos. En este sentido, los participantes directos se ven sometidos a una selección que desde el principio denigra a quienes aspiran a obtener cierto beneficio económico o para que se cristalice su deseo o necesidad.

En el proceso de selección se designa un número a cada persona: es decir, el sueño del aspirante se reduce a una cifra. De ahí se realiza el filtro y se elige a quienes, durante algunos meses, mantendrán los niveles de audiencia en un parámetro que permita a la televisora hacerse de anunciantes y patrocinadores cuyas ganancias son exorbitantes en comparación con el premio a entregar.

Esta semana mi recomendación se trata de una novela que ejemplifica lo denigrante que suelen ser algunos concursos: ¿Acaso no matan a los caballos? (Universidad Autónoma de Puebla, 1988), del estadounidense Horace McCoy (Tenesse, 1897-Beberly Hills, 1955).

Publicada originalmente en 1935, la novela relata la historia de Gloria y Víctor, dos jóvenes que se conocen en Hollywood a comienzos de la década de los años treinta, cuando la Gran Depresión golpeaba de lleno a la sociedad norteamericana en diversos aspectos.

Ante la crisis, miles de jóvenes se vieron obligados a cambiar de ciudad en busca de una mejor vida. Tal es el caso de los protagonistas de esta novela. Ambos llegaron a la meca del cine con la intención de introducirse en dicha industria para mejorar su situación de vida.

No obstante, ni Gloria ni Víctor tienen suerte; ella pretende formar parte del mundo de la actuación, mientras que él tiene el deseode convertirse en un director. No cualquiera, sino el mejor director.

Las dificultades para hacerse de un empleo orillan a la pareja a participar de un concurso de resistencia de baile que se celebrará en un salón ubicado junto a la playa. El premio es de mil dólares, pero lo que lo hace atractivo para los competidores es que mientras se mantengan en competencia, los organizadores les ofrecerán comida y alojamiento gratis, además de breves descansos cada día.

Conforme avanza el certamen se narran episodios de la vida de Gloria y de Víctor, aparecen diversos personajes, todo enfrascado en un entorno violento que retrata la vida de los estadounidenses en el interior del edificio.

Sin embargo, las parejas se vuelven un espectáculo, el concurso en sí está diseñado para llamar la atención del público y, poco a poco, se dan cita actores y actrices de la época, directores de cine y otras personalidades cuya presencia atrae a más curiosos y vuelve la competencia algo más rentable.

Para hacer que más famosos y más consumidores vuelvan los ojos a dicha competición, los organizadores buscan hacerla más atractiva. Ante ello deciden montar carreras en las que deben participar las parejas. De esta forma, la narración toma aires asfixiantes, líneas y descripciones que el lector sufre y siente la presión, la humillación a la que son expuestos los competidores. Hay cuerpos sudorosos que se desplazan por toda la pista, casi sin fuerza; algunos caen, otros se agotan.

Una de las reglas de estas carreras consiste en que si un integrante de las parejas requiere atención médica, su compañero debe dar una vuelta extra a la pista para compensar la ausencia del otro. Terminan deshechos. En cada carrera, el último lugar queda descalificado del concurso.

Casi novecientas horas de baile. Durante todo este tiempo ha habido cualquier cantidad de carreras, incluso una boda. Sí, el enlace matrimonial se convierte en un gancho de los organizadores, que se acercan a las parejas para preguntar quién está dispuesto a casarse.

La atmósfera es irrespirable. Todo el ambiente emana violencia. Entre los participantes hay criminales buscados por la policía. Pobres entreteniendo a ricos. Someterse a pruebas grotescas, denigrantes, sólo porque no hay otras oportunidades…

Esto es ¿Acaso no matan a los caballos?, de la que se realizó una versión cinematográfica titulada Danzad, danzad, malditos (1969), dirigida por Sydney Pollack y protagonizada por Jane Fonda y Michael Sarrazin.

Esta cinta fue nominada en nueve categorías al Oscar, pero sólo obtuvo la de Mejor Actor de Reparto (Gig Young).

¿Acaso no matan a los caballos? es una novela breve (126 páginas en la citada edición), con una prosa ágil que se deja leer de forma fluida, aunque hay escenas que de pronto cortan el aliento. Se trata de una historia que nace de la esperanza y desemboca en una tragedia que no deja indiferente al lector.

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Lunes, 15 Octubre 2018 05:17

Manhattan Transfer

Chicas y chicos se empujan magreándose

[…]

hasta que las ráfagas de un domingo

muerto les soplan polvo a la cara,

el polvo de un crepúsculo borracho.

 


La Generación perdida es un grupo de escritores nacidos en Estados Unidos hacia finales del siglo XIX y principios del XX, con cierta influencia europea. Se la denomina así porque les tocó vivir fases creativas «perdidos» en el periodo de entreguerras y participaron de conflictos bélicos.

Los nombres más destacados de este grupo son los narradores William Faulkner (1897-1962), Ernest Hemingway (1899-1961), John Steinbeck (1902-1968), Francis Scott Fitzgerald (1896-1940) y John Dos Passos (1896-1970), así como el poeta Ezra Pound (1885-1972).

Si hay que agregar algo respecto de su importancia es que los tres primeros fueron Premios Nobel en los años 1949, 1954 y 1962, respectivamente, además de que figuran entre los escritores más importantes del siglo XX en lengua inglesa.

Algunas características de la Generación perdida son –principalmente– el pesimismo y una fuerte crítica a la guerra y su inutilidad, a la voracidad del capitalismo, así como a lo que los políticos de la actualidad llaman «desarrollo» y «progreso».

La recomendación de esta semana es una novela que gira en torno a estos conceptos: Manhattan Transfer (Bruguera, 1980), de John Dos Passos.

Esta novela fue publicada en 1925, es decir, cuatro años antes del inicio de la Gran Depresión estadounidense. Con maestría, el autor anticipa las catástrofes económica y social que devinieron tras el crack financiero del 29.

La estación Manhattan Transfer sirve a Dos Passos como metáfora para desarrollar la que es considerada –quizás– su mejor novela, pues en aquélla, como en todo paradero del transporte público, confluyen personajes que se cruzan de forma constante o que nunca más se vuelven a ver.

El escenario es la ciudad de Nueva York de los años veinte. No sirve nada más como telón de fondo, sino que el escritor hace de ella un personaje, acaso brutal: devora seres y sus sueños un día sí y el otro también; luego los regresa al mundo como almas grises, despojadas de toda esperanza: hombres y mujeres completamente desolados.

La historia de la novela no está centrada en un personaje en sí, sino más bien en la masa en su conjunto: Dos Passos entrega un collage en el que nos da cuenta de los sueños y las aspiraciones de un montón de personas que creen que en Nueva York hallarán –y lo llevarán a sus vidas– el ideal de bienestar.

Con base en estas motivaciones es que cada ser fluye a través de párrafos y párrafos; sin embargo, Dos Passos no permite profundizar en la vida de los personajes, pues en cuanto el lector comienza a saber algo más, llega el cambio repentino, los espacios en blanco en las hojas como símbolo del vacío.

En la obra hay jóvenes que anhelan hacer dinero, mujeres que buscan alcanzar la felicidad, suicidas, obreros, políticos, sindicalistas; seres atormentados que beben alcohol, pese a la prohibición… Éste es un elemento de la crítica de Dos Passos hacia la sociedad norteamericana de su tiempo; sabe que, pese a la falsa transparencia en la política de ese país, la corrupción es uno de los tantos defectos sobre los que está cimentada la democracia estadounidense.
La novela no es corta (472 páginas en la citada edición), pero se lee a buen ritmo; está escrita con una técnica de alguna forma innovadora del autor en cuanto al collage que ofrece al lector a través de cientos de páginas.

El ritmo se mantiene, pese a que no existen momentos de tensión ni hay una trama que exija la atención del lector, aun cuando sólo algunos de los personajes vuelven a aparecer, años después, ya en desgracia. Muchos son presentados y pronto desaparecen, sin saber nada más de ellos. De otros nos enteramos de sus fracasos. Porque, en el fondo, es una novela de fracasos, de la soledad como único recurso para encarar la derrota frente a una sociedad que exige materializar los sueños para comprobar el éxito.

En esta obra encontramos a un John Dos Passos pesimista, pero a la vez desengañado de las falsas ventajas del progreso y demás mentiras. Sin embargo, como todo gran pesimista, deja un resquicio para que se cuele la esperanza.

Otras obras destacadas de este autor son: Tres soldados (1921), novela de corte antimilitar; la trilogía U.S.A., conformada por las novelas El paralelo 42 (1930), 1919 (1932) y El gran dinero (1936), entre otras.

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Lunes, 08 Octubre 2018 05:33

Por un bistec

–¡Con qué buenas ganas me comería un bistec!

–murmuró en voz alta, cerrando los enormes

puños y escupiendo entre dientes un juramento.


J. L.


El boxeo es, junto con el futbol, acaso el deporte más popular del mundo. O por lo menos en México lo es. Es una actividad añeja, de siglos. Hay personas que opinan que el boxeo es salvaje y violento. Sin duda, hoy en día se trata de un negocio que está por encima del deporte. Todo lo que lo rodea –excesos, corrupción, engaño– ha hecho de este antiguo deporte un espectáculo más que hoy en día atraviesa por una crisis no únicamente de credibilidad, sino de talentos.

Pero algo hay en el box que apasiona a millones. En el cine existen diversos ejemplos para ilustrar el gusto por esta actividad. El más conocido es Rocky y sus numerosas secuelas, aun cuando Silvester Stallone aprovechó el cine para realizar propaganda proyanqui y antirrusa en torno a su personaje en la cuarta cinta.

También está Toro salvaje, protagonizada por Robert de Niro, quien encarna al boxeador Jake La Motta y cuya actuación le valió un Oscar como Mejor Actor.

Hay más ejemplos en el cine. Sin embargo, en literatura existen, a mi parecer, los mejores exponentes que describen este deporte. Escritores como Hemingway, Bukowski, Ricardo Garibay, Cortázar –entre muchos otros– se han visto seducidos por el pugilismo. Acaso el primitivismo nos lleva a admirar el intercambio de golpes, el llamado a la violencia. No sé. El caso es que una buena pelea altera el ritmo cardiaco, la sangre fluye y todos nos volvemos expertos en la materia.

Esta semana mi recomendación gira precisamente en torno a ese deporte. Me refiero a «Por un bistec» (Alianza Cien/Conaculta, 1994), del estadounidense Jack London (1876-1916), quien fue un notable aficionado del deporte de los puños.

«Por un bistec» es un cuento que se centra en la figura de Tom King, un boxeador veterano hundido en la miseria, prácticamente retirado. Aunado a ello, tiene una esposa y una hija a las que debe alimentar.

Cierto día le ofrecen combatir contra un joven que aspira a ser figura mundial. Tom King ni se lo piensa mucho y acepta la propuesta: de ganar, obtendrá una suma de dinero que le permitirá alimentar a su familia y paliar un poco la miseria de la que es objeto.

Con maestría, Jack London relata los momentos previos al combate, lo que piensa el hombre que sólo ve en esa oportunidad una manera de fugarse un poco de la condición tan adversa en la que está sumido. Diríase que uno escucha el rugido estomacal de Tom, se conmueve con los deseos de ese hombre que sólo busca alimentar a los suyos.

El relato no es una apología de la juventud ni un reclamo a la vejez. Por el contrario, se trata de un golpe maestro de la voluntad de vivir. La narración de London de esa pelea es de lo mejor que se ha escrito en torno al deporte que mueve masas.

Acudimos al drama de Tom King en carne y hueso: se respira su pasión, se suda su miedo, su vitalidad, su energía que se escapa. Incluso uno recibe los golpes que le dan. Es el encuentro del boxeador que fue contra el boxeador que pretende ser. Sí hay una lucha entre el ser joven y el ser viejo, pero entre lo más destacable del relato están la atmósfera, el ambiente que se vive, el drama, la situación de Tom y de su familia: esa ilusión del hombre y de su esposa de que él gane y pueda llevar comida a casa. Todo en el texto es encomiable. Me parece que difícilmente alguna película podría superar lo que Jack London consiguió en «Por un bistec».

Este escritor nacido en San Francisco, California, no debe su fama a esta obra, sino a novelas como Colmillo Blanco y La llamada de la selva, por citar acaso las más conocidas.

London padeció una fuerte adicción al alcohol; su obra es relativamente extensa, pero su vida –quizás– fue corta: se suicidó a los 40 años.

Mucha de su obra puede encontrarse fácilmente en internet, incluido el cuento que me he permitido recomendar.

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Lunes, 01 Octubre 2018 05:09

La sección

Hace unos meses escribí acerca de El distrito de Sinistra (Acantilado, 2003), una magistral novela del húngaro nacido en tierras rumanas Ádám Bodor (1936). En esa ocasión mencionaba la capacidad del autor para recrear atmósferas asfixiantes dotadas de un lirismo deslumbrante y personajes que parecen soportarlo todo.

Pues bien, en esta ocasión vuelvo a ese escritor. Pero ahora con una pieza breve, un relato llamado La sección (Acantilado, 2007) que podría funcionar como puerta de acceso a la obra de Bodor.

Pese a que el libro apenas tiene 59 páginas y que el lector termina la lectura con un dejo de decepción en el sentido de que se desea leer más, el relato encierra los puntos clave de la obra del húngaro: la soledad inducida a ambientes extremos y la capacidad del ser humano para adaptarse a las situaciones más adversas.

La sección está protagonizada por Gizella Weisz, una mujer de la que apenas si se sabe algo. Y es que ésa parece ser una obsesión de Bodor: los personajes sin pasado y con un futuro sombrío (El distrito de Sinistra, La visita del arzobispo). Así ocurre con esta mujer, la que debe ser trasladada a «la sección», un sitio del que nadie sabe nada o no quiere decir nada.

Hay que aclarar que el trasfondo de este relato gira en torno a los totalitarismos y a esa necedad de anular al individuo, sea cual sea el régimen que termina por aplastar al que se opone a su ideología.

El caso es que Gizella parece no rechazar la decisión de su traslado a «la sección». Con el paso de las páginas, el lector descubre que se trata de un sitio lejano al que se accede en carro, luego en una vagoneta y finalmente a pie.

Entre nieve, lodo y seres con botas cubiertas de barro, la mujer recibe una dotación consistente en embutidos, botas de goma, manoplas, una pieza de jabón, licores, etc.,y le asignan un sitio donde hay un hombre, el único que la aguarda y que se llama Öcsi o Petya (el propio narrador lo desconoce).

Aunado a esta presencia, hay comadrejas, «auténticas propietarias del espacio». El hombre se niega a probar lo que le ofrece Gizella, a prender el fuego, pese al frío que hay en el ambiente. Y más frío resulta por el trato con Öcsi o Petya, quien sólo pretende sobrevivir y sostiene diálogos cortantes con Gizella, en medio de una pieza oscura que el hombre se niega a iluminar («Aquí no hay nada que iluminar»).

Parece un individuo decidido a no morir y sí a reflexionar acerca de las causas que lo condujeron a «la sección», a olvidar algo que siempre oculta.

El aire del relato parece irrespirable. Se desconoce quién ordenó que Gizella fuera destinada a ese lugar. Pero debe sobrevivir entre oscuridad, frío y la compañía de un hombre del que podría sospecharse cualquier cosa.

La obra es otra muestra de que Ádám Bodor es uno de los grandes escritores europeos de esta época, pero relegado por escribir en una lengua que posee pocos hablantes. No obstante, gracias a Acantilado y la traducción de Adan Kovacsics, es posible acceder a un libro que guarda una historia que resulta inquietante desde la primera frase.

En la contracubierta de la obra se menciona: «En la sección hay frascos cubiertos de barro con las etiquetas rasgadas, y salamis mohosos y resquebrajados. Nada (ni prenda ni producto) puede tener etiqueta propia, y todos llevan las botas cubiertas de barro. Sus internos deberán poner estacas, y mantener muy baja la temperatura de las casas para complacer a las comadrejas […]. Al contrario que en Kafka, en el que solamente uno es el escogido, en este breve e intensísimo relato de Bodor es toda una sociedad quien sufre las consecuencias».

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Lunes, 03 Septiembre 2018 05:09

El pequeño verano

El pasado 15 de agosto se cumplieron cinco años del fallecimiento del escritor, dramaturgo, periodista y dibujante polaco Sławomir Mrożek (Borzęcin, 1930-Niza, 2013), una de las figuras más representativas de la literatura europea de los últimos años y quien durante algún tiempo radicó en México.

Coincido con quienes consideran que la mejor forma de recordar a un escritor es acercarse a su obra. Por ello, en esta ocasión me permito aludir a la figura de Mrożek, precisamente, recordándolo a través de una de sus novelas.

Ya en otro momento escribí algo sobre el autor en este espacio, al recomendar su volumen de relatos breves El árbol (Acantilado, 2003), el cual contiene 42 textos llenos de humor surrealista, ironía y talento que colocan al nacido en Borzęcin como uno de los maestros del género.

Si bien Mrożek es más conocido en su faceta de cuentista y dramaturgo, también dedicó su arte a la novela; una de éstas es El pequeño verano (Acantilado, 2004).

Esta historia está ambientada en la Polonia de postguerra, cuando el régimen soviético se instala en ese país.

En su mayor parte transcurre en el pueblo imaginario llamado Monte Abejorros, que es habitado por diversos personajes, entre los que destacan el padre Embudo, el sacristán Abejorro, el comerciante Timoteo Abejita (también conocido como Veleta), Fisga, entre otros.

En Monte Abejorros hay una iglesia cuya campana lleva mucho tiempo sin haber sido tocada; la última vez que repicó cayó sobre el anterior sacerdote, el padre Gallina, y lo mató.

Monte Abejorros, de alguna forma, está enemistado con el pueblo vecino de La Malapuntá, del que la iglesia es encabezada por el padre Cardizal, quien no es de las simpatías de Embudo.

La diversión de ambos pueblos radica en las fiestas patronales o en eventos que planean los grupos organizados. En una de estas celebraciones, una broma en La Malapuntá desencadena un escándalo: nueve mujeres corrieron desnudas después de que alguien gritara «¡fuego!» cuando cambiaban sus ropas.

Esta noticia llega a Monte Abejorros, a oídos del padre Embudo, en quien se despierta una especie de envidia por su homólogo, ya que le parece sorprendente haber visto a nueve «comadres» desnudas de una sola vez.

Ésta es una de las primeras anécdotas de la novela, la cual contiene una riqueza de personajes memorables que el autor presenta poco a poco, a lo largo de cinco capítulos.

Uno de ellos es el sacristán Abejorro, acaso el que más aparece en la obra. Este hombre tiene doce hijos que a veces están a su cuidado, a veces al de su esposa o al de ambos a un tiempo. La fuerza de este personaje radica en su inocencia, en la ingenuidad y las situaciones tan divertidas a las que es expuesto por el padre Embudo, que, a su vez, también es uno de los protagonistas entrañables.

Una de las anécdotas más divertidas de la obra es la inauguración del Hogar Espiritual en Monte Abejorros, para el cual se prepara el montaje de una obra de teatro cuya representación resulta muy cómica, no sólo por lo absurdo del argumento, sino por los personajes que son invitados al acto y la atmósfera que rodea esos momentos.

La novela corre de forma fluida; no por divertida se sacrifica la calidad literaria ni la trama, que es muy rica. No en vano Mrożek es uno de los escritores más originales que ha habido en los últimos años en el panorama mundial de la literatura.

Además de anécdotas divertidas, hay pasajes históricos de Polonia, una crítica hacia los totalitarismos; también ridiculiza la propaganda yanqui y sus formas rancias antisoviéticas… Es, sin duda, una novela que puede leerse cuantas veces sean sin perder frescura ni vigencia, repleta de personajes divertidísimos.

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Lunes, 13 Agosto 2018 05:02

Una soledad demasiado ruidosa

…soy culto a pesar de mí mismo y ya no sé

qué ideas son mías, surgidas propiamente de mí,

y cuáles he adquirido leyendo.


B. H.


Hay autores a los que uno siempre quiere volver, ora porque escribieron un libro que marcó la vida del lector, ora porque simplemente crearon una obra fascinante por donde se la aborde.

La recomendación de esta semana tiene que ver precisamente con uno de esos escritores a los que siempre se desea regresar y conseguir cuanto libro haya escrito. Me refiero al checo Bohumil Hrabal (Brno, 1914-Praga, 1997), uno de los autores más destacados de la literatura centroeuropea del siglo XX.

Ya en otra ocasión recomendé Yo que he servido al rey de Inglaterra, una novela del mismo autor en la que se aborda la historia de un aprendiz de camarero. Ahora toca el turno a Una soledad demasiado ruidosa (1976; Galaxia Gutenberg, 2017. Traducción de Monika Zgustova), una de las novelas cumbre del checo y que fue escrita cuando su obra estaba prohibida en su país.

Haňťa, el personaje principal y narrador, trabaja en un almacén de reciclaje de papel. Desde hace 35 años se dedica a prensar libros en un sótano de la empresa, desde donde se le abre el mundo.

Entre libros, réplicas de obras maestras de la pintura y ratones, Haňťa se encarga de crear balas para su posterior distribución. Sin embargo, el hombre también se ha dedicado a leer, a llevarse libros a su departamento, donde asegura que tiene dos toneladas de ejemplares.

Desde el subsuelo reflexiona acerca de todo el conocimiento que ha acumulado la humanidad a través de la literatura. En cada bala que forma busca incluir una obra maestra de ese arte y también pictórica.

Entre toques surrealistas, bocanadas de humor y de ternura, Haňťa recorre los barrios de Praga, casi siempre empapado en cerveza, de la que bebe jarras y jarras. Pero ello a veces le genera desencuentros con el jefe del almacén, quien lo reprende en algunas ocasiones.

El hombre, que nos recuerda que «soy culto a pesar de mí mismo», espera jubilarse con su prensa para no extrañar su oficio una vez que se haya retirado. Piensa que en cinco años más podrá aspirar a esa jubilación y comprar la prensa para tenerla consigo. Mientras tanto, se emborracha y dedica su vida a prensar libros, pinturas y ratones.

Entre sus reflexiones menciona a figuras históricas como Jesús, Lao-Tse, Goethe, Schiller, Hölderlin, Nietzsche, Kant, Hegel, Erasmo, Pollock, Gauguin, Richard Wagner, entre muchos otros, a quienes de alguna forma agradece sus aportaciones a la historia de la humanidad y con quienes ha convivido durante décadas.

A través de la historia el lector se topa con personajes tan entrañables como el propio Haňťa, tal como su tío, un ferrocarrilero jubilado con ciertas manías y quien le sugirió que se hiciera de la prensa cuando se retirara de la vida laboral.

Cada personaje aporta un grano de surrealismo, de humor y de ternura. La obra divierte y conmueve: he ahí una habilidad de Hrabal, capaz de hacer reír y llorar al lector en un plumazo.

Una soledad demasiado ruidosa también advierte de los cambios generacionales, de cómo el hombre es sustituido por la máquina a velocidad insospechada. El personaje central es el representante de la última generación que de alguna forma imprimía cierto romanticismo en lo que hacía para dar paso al automatismo.

Por donde se la mire, es una novela profunda, pese a su brevedad (102 páginas en la citada edición). Se trata, pues, de una de esas obras a las que se volverá una y otra vez.

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