Pero no fue sino hasta 1996 que supe lo que era realmente viajar, y sobre todo, viajar de manera responsable y sustentable.
Me enamoré de un biólogo y eso hizo que conociera otros puntos de vista y, sobre todo, dejara de ver los viajes como escapes a una realidad y los hiciera parte de lo que a partir de ese momento sería mi vida como persona adulta.
Hoy que se inaugura en Cancún la COP13, donde los más importantes líderes mundiales estarán discutiendo sobre el presente y el futuro de la biodiversidad en el planeta y cómo deberá planearse, o reenfocarse el desarrollo para dejar de impactar negativamente en ella, recuerdo aquellos primeros viajes a las selvas, los bosques y los desiertos de México.
Por ejemplo, antes del verano de 1996 conocí el desierto de El Vizcaíno, en Baja California Sur, yo pensaba que el desierto era algo aburrido y sin chiste, donde no había nada. Sí, que vergüenza haber llegado a los 22 años siendo tan ignorante. Obviamente había visto en los libros de texto que eso no era así, que había flora y fauna endémica de ese ecosistema. Pero me refiero a que jamás había pasado por mi cabeza viajar para vivir la experiencia de conocer el desierto.
Obviamente, cuando uno tiene apenas dos décadas de vida, es posible que sueñe con ir a París, Nueva York, Grecia, China, pero nunca a un lugar lleno de arena y cactus, que era como yo tenía al desierto plasmado en la cabeza.
Lo cierto es que aquel viaje del verano de hace 20 años ya me abrió las puertas del mundo y sobre todo, la mente, a nuevas experiencias a las que jamás pude renunciar.
Entendí que en su afán de protección y control, mi familia me había privado de siquiera soñar con andar por el mundo y saborear todas sus aristas, incluyendo la de la biodiversidad y la naturaleza.
Hace 20 años entendí que un viaje cómodo, no siempre garantiza una experiencia inolvidable. Que en el desierto iba a tener sed y hambre, que iba a pasar días sin bañarme con la arena pegada a la piel por el sudor, que sí, iba a toparme con serpientes o escorpiones, pero que jamás me iba a arrepentir de haber pasado allí los días y las noches.
Cuando conocí la selva chiapaneca pasó algo similar. De niña crecí en una familia donde todo bicho era asesinado. No había piedad. Yo era de esas niñas que temía a lo desconocido y gritaba sin parar si veía una araña o un bicho raro. Mi madre era mi heroína por llegar a aplastarlos. Casarme con un biólogo me ayudó a deshacerme de ese “permiso para matar” que me habían dado mis padres. Aprendí a respetar toda forma de vida. Aprendí a dejar de lado miedos absurdos y cuidar a esos pequeños seres que, dicho sea de paso, yo no sabía que eran el sostén biológico de nuestro planeta.
El viernes pasado estuve presente en la presentación de la iniciativa Women4Climate, que es el reconocimiento de la importancia del empoderamiento de las mujeres para enfrentar el cambio climático. Y sí, nosotras educamos. Aunque no deberíamos hacerlo en soledad, lo cierto es que la paternidad participativa es algo que todavía no es generalizado y nos falta mucho camino por recorrer para lograr la equidad de género en la educación de las y los hijos. Y el planeta no tiene tiempo ya. Estamos contra reloj. Necesitamos urgentemente bajar las emisiones de carbono.
¿Qué tanta diferencia puede hacer enseñar o no a un niño a no matar insectos? Mucha, créanme. Yo agradezco profundamente al padre de mi hijo mayor habernos educado —sí, a ambos— para respetar la vida. Yo había aprendido a matar. A que ser más grande me daba más derecho en el planeta. A que mi miedo a lo desconocido justificaba la destrucción de un hábitat. Nada más absurdo.
Cuando viajé a la selva, en mi camino se cruzó de todo. Desde las serpientes más venenosas, como las nauyacas, hasta los míticos jaguares, pasando por tarántulas, hormigas y escorpiones más grandes de lo que hubiera imaginado. También conocí las hojas más gigantes, los árboles más altos, los sonidos más increíbles y estuve bajo las tormentas más extremas, cruzando ríos convertidos en furia.
Al ver mi asombro, mi esposo, me decía tristemente que todo eso no era nada comparado con lo que se veía y oía en esa selva veinte años atrás, en los años setenta. Y yo no podía creer que para mantener el estilo de vida que yo había conocido hasta entonces, de comodidades y consumo, los seres humanos habíamos cometido tantas atrocidades.
Hace 20 años también viajé al bosque que recibe a las mariposas monarcas que vienen en su viaje migratorio desde Canadá. Hoy se que la elevación de la temperatura de la tierra ha alterado ese ciclo migratorio y que muchas mueren por ello.
Y es que para nosotros, dos décadas pueden no ser mucho, para el planeta, puede ser la diferencia entre la vida y la muerte de millones de especies.
Hoy leí una noticia increíble. En una universidad europea, fue creada la primera “abeja robot”, es decir, un mini-dron polinizador que busca ayudar a solucionar la catástrofe ambiental que representa la baja drástica en la población mundial de abejas. No sabía si alegrarme o deprimirme. Es una buena noticia puesto que estamos trabajando en solucionar el problema, sin embargo, también es triste porque si a la par de esas medidas de desarrollo de dones no se diseñan otras formas de aplicar la tecnología para recuperar las poblaciones de abejas y otros insectos y pequeñas especies fundamentales para la polinización, todos estaremos en peligro de desaparecer. ¿Nadie ha entendido que la palabra ecosistema significa que todo está conectado? Que nuestra soberanía alimentaria depende de esos pequeños seres, que el respeto a la vida en todas sus formas, no sólo la humana, debería ser el primero y más importante de los valores que se transmita entre los seres humanos.
Por favor, la próxima vez que su hijo o hija se asuste al ver un insecto, por favor no lo asesinen. Expliquen a esa pequeña personita que hoy, mañana y siempre, le debe la vida a ese ser inofensivo que tiene el mismo derecho que cualquiera a vivir en este planeta que ahora todos y todas debemos salvar.