Tal vez por ese chip de rebeldía que parezco traer dentro, en cuanto pude echar a volar fuera de casa, he buscado viajar cada 15 de septiembre, igual que lo hago en Año Nuevo. Mientras más pequeño y alejado estuviera el pueblito, más me emocionaba el viaje. Una vez pasé el 15 de septiembre y la fiesta del grito en Tepalcingo, un pueblo pequeñito en Morelos. En su pequeña plaza pública acudimos a la ceremonia del grito, bailamos hasta la madrugada, caminamos por sus callecitas, comimos pozole en una mesa improvisada en una banqueta, y al día siguiente, desayunamos tamales, pan dulce y atole de ciruela. No gastamos más de 1000 pesos en todo el fin de semana.
Con el paso de los años aprendí que no necesitaba que fuera 15 de septiembre para tener mi propia fiesta mexicana porque realmente recorrer México es en sí mismo una fiesta interminable. En cada pueblo, por pequeño que sea, hay una plaza, un kiosco, una iglesia y un mercado. No falla. Una vez, en la Costa Chica de Guerrero, fui a uno que no tenía plaza, pero tenía una cancha de basquetbol donde se hacía todo, desde las ceremonias cívicas hasta los bailes y los torneos deportivos, todo mientras los habitantes paseaban a sus flacos y desnutridos chanchos amarrados con un lazo, como si fueran perros.
¿Qué tenía de especial la noche mexicana? ¡El pozole, los tacos, los chiles en nogada, las tostadas, el mole, los pambazos!… esperen… ufff ¡Qué afortunados somos! No es necesario esperar a una fiesta patria para eso. La boca de los mexicanos siempre es una fiesta.
En cada esquina, cada mañana, la muy chilanga guajolota nos recuerda que Para todo mal, un tamal y para todo bien… pues también y si es con bolillo… ¡pos mejor!
Y ni que decir de ese sonido que parecen campanillas celestiales cada noche… ¡tamaleeeeees oaxaqueñoooooos calientitooooooos! ufff… cada noche un hombrecillo en bicicleta, en medio de la oscuridad, sin importar donde estés, llegará para llevarte a Oaxaca hasta tu boca, con esos deliciosos cuadros de masa de maíz, mole y algún pequeñísimo pedacito de carne que cuando aparece te sabe a gloria.
¿Pozole? ¡Por favor! Si en Guerrero cada jueves es una fiesta de granos de maíz, cabeza de cerdo, chicarrón, aguacate y hasta sardinas. Y ¿En Morelos? por fortuna todos los días hay pozole, y gorditas con guisado, cecina de Yecapixtla, Itacates de Tepoztlán, y todo lo acompañamos con pepitas de calabaza tostadas.
Ahora que si de manjares hablamos, los mercados son los reyes. El de Oaxaca que ya es tan famoso que abundan los letreros de “No tomar fotos”, prohibición que me hizo sentirme muy decepcionada la última vez que estuve allí. Pero no se queda nada atrás el de Atlixco, en Puebla donde los mejores chiles en nogadas que he probado los hacía una humilde señora que ni siquiera tenía un puesto fijo. O el de Taxco en plena cuaresma, donde sus huazontles hacen creer en Dios hasta al más ateo.
¿Y el café de San Cristobal de las Casas? o ¿Las postas de robalo y el caldo de langostinos gigantes en Tabasco? y ni hablar de las hormigas tostadas de la selva lacandona, los chapulines que igual comemos en Oaxaca que en las quesadillas de Tepoztlán, los escamoles de Hidalgo o los gusanos de maguey.
Y bueno, no hay mejor acompañamiento para cualquier taco de barbacoa de hoyo que el pulque del Valle del Mezquital. Natural o curado, acidito o dulce por sus frutas, la leche de las vacas verdes es un manjar de dioses pues más que una bebida alcohólica es un alimento, por sus innumerables propiedades nutritivas.
Pero como el norte también es México, ¿qué tal los burritos en Chihuahua? o ¿Los cortes de carne en Sonora? y uffff… el cabrito en Monterrey, los mariscos en Sinaloa y los medallones de abulón en Baja California Sur.
Sí, creo que he conocido México más por el boca que por los ojos, y no necesito una fecha especial para que en mi paladar surja una fiesta. Si en cualquier reunión de amigos podemos comer una mariscada como en Tampico, o en un día cualquiera puedo cocinar pescado a la veracruzana como lo haré esta misma tarde, o si en una cena improvisada como la de anoche puedo detener mi auto en una esquina y comerme un champiqueso con una salsa picosísima que me hace beberme dos aguas de horchata de un jalón.
Sí, México es muchas cosas pero para mí, sobre todo, es un viaje de los sentidos pero la verdadera fiesta siempre la vivo dentro, exactamente ubicada en mi paladar.