Y para una escapada perfecta en estos días primaverales hay dos cosas fundamentales: amigos y buena música para alegrar el camino.
La primera vez que me fui de escapada con mis amigos fue en primavera. Tuvimos el pretexto ideal para escapar a Querétaro para hacer un trabajo escolar. Nuestra misión era entrevistar al pintor Santiago Carbonell, que tenía su estudio en la capital queretana. El viaje de ida fue en tren, allá en los lejanos años noventa. Siete universitarios, estudiantes de comunicación con sueños de grandeza, abordamos el que ya para entonces era de los pocos trenes de pasajeros que quedaban en México. Con las mochilas cargadas de cámaras, cinta para grabar, algo de ropa y muy poco dinero, pasamos seis horas en un viaje por tren que en coche hubiera durado mucho menos que la mitad.
Pero lo único que nos importaba era vivir la aventura. Cuando llegamos a Querétaro, hacia la media noche, nos esperaban en un albergue juvenil, donde habíamos hecho reservaciones para pasar esa primera noche. Tratamos de ser discretos al llegar, pero dos de nosotros habían estado bebiendo un poco más de la cuenta en el tren, así que nuestro arribo no fue precisamente silencioso. Nos dieron habitaciones separadas por género, o sea los niños con los niños y las niñas con las niñas, cosa que no nos hizo mucha gracia a un amigo y a mí que andábamos con ganas de traspasar las barreras de la simple amistad. Pero al menos esa noche, no hubo modo.
Al día siguiente nos levantamos a primera hora para preparar el equipo con el que íbamos a filmar nuestro corto documental sobre el trabajo del pintor. Nos alistamos, desayunamos algo ligero y nos enfilamos al estudio de Carbonell.
Recuerdo haber quedado impactada por su arte hiperrealista y por la amabilidad y paciencia con la que nos trató, a nosotros que éramos simples estudiantes de comunicación, un verdadero artista consagrado como él. Escuchar su vida, conocer su estudio, hojear sus libros, todo aquello fue parte de la experiencia de registrar en video aquella visita.
Al terminar las grabaciones el equipo se dividió. Dos compañeros decidieron quedarse a conocer la vida nocturna de la ciudad, otros dos escaparon a regalarse una breve luna de miel en Tequisquiapan. Quedábamos tres, que en realidad hubiéramos preferido ser dos. Mi amigo y yo ya habíamos hablado de que nos queríamos escapar hacia la región huasteca, concretamente al pueblo de Maconí, un antiguo pueblo minero enclavado en la sierra, que ya para entonces era mucho más parecido a un pueblo fantasma. ¿Por qué queríamos ir allí? pues porque mi amigo, hijo de un médico, había crecido en aquel lugar. Mi amigo y yo ya habíamos tenido algunos intentos de llevar nuestra amistad a un plano más íntimo, aunque sin llegar a formalizar un noviazgo, pues ambos salíamos con otras personas. Así que esta escapada representaba la oportunidad perfecta. Sin embargo, no contábamos con que otra amiga que siempre estaba con nosotros, decidiera unirse a nuestra aventura por la huasteca queretana.
Aunque sabíamos que haría mal tercio, la realidad es que nos gustaba la idea de ser los tres mosqueteros los que recorriéramos aquellos caminos de tierra para compartir los recuerdos infantiles de nuestro querido amigo.
Nos enfilamos hacia la terminal de autobuses, no la principal, sino esa donde salen los camiones de segunda y compramos un boleto hacia San Joaquín, que era el pueblo más cercano hasta el que podíamos llegar en autobús.
Cuando el camión arrancó y se enfiló hacia la carretera sinuosa de la sierra comenzó la música de fondo: “Alguien me dijo hace tiempo/ Que hay una calma antes de la tormenta/ Ya sé/ Ha venido aquí desde hace tiempo/ Cuando se acaba, entonces dicen/ lloverá en un día soleado/ Ya sé/ Brillando como agua... Quiero saber, ¿alguna vez has visto la lluvia?”.
El viaje duró más de cuatro horas, en un autobús viejo de segunda clase, teníamos las ventanas abiertas para no asfixiarnos. No nos importaba que la polvareda nos llenara la cara y el viento nos enredara el cabello. Éramos jóvenes y sólo queríamos disfrutar el momento. Creedence Clearwater Revival seguía de ruido de fondo, ese sonido que nos remitía a paisajes campesinos de viejas películas de hippies ahora era el soundtrack de nuestra propia película, donde además pronto aparecieron más personajes.
El camión bajó su velocidad y al asomarnos para saber el motivo, tuvimos frente a nuestros ojos un cortejo fúnebre. Todo un pueblo caminando detrás de un ataúd, escoltando un cuerpo hacia su última morada, en medio de un vendaval de tierra árida, compartiendo las curvas de la precaria carretera que nos llevaría hasta San Joaquín. La escena era digna de algún relato del realismo mágico. Nuestro viaje realmente había comenzado.
Llegamos a San Joaquín cuando ya estaba cayendo la noche. No habíamos comido nada desde el desayuno así que cuando llegamos buscando hospedaje y nos recomendaron una posada familiar, donde además nos darían de comer, nuestros ojos brillaron debajo de las plastas de polvo que nos cubrían el rostro.
Yo jamás había comido lo que nos estaban sirviendo, pero moría de hambre. Era moronga, conocida en otros lugares de México como “rellena”, que no es más que morcilla fresca, es decir un embutido creado a partir de la sangre de las reses. Mi madre la cocinaba en casa y yo jamás había querido siquiera acercarme cuando la servía. Sin embargo, en aquella noche en la sierra queretana no tenía otra opción, y mi apetito era tal, que en ningún momento pasó por mi mente rechazar lo que en ese momento se convirtió en un manjar de dioses.
Después de comer, instalarnos y darnos un baño, nos preparamos para salir. Éramos estudiantes, así que juntamos el dinero de los tres y pudimos pagar sólo una habitación.
Cuando salimos nos enfilamos hacia un Cristo enorme, de brazos abiertos, muy parecido al que hay en Taxco, que se alzaba por lo alto de una colina como si fuera el vigía del pequeño pueblo.
Esa excursión tenía un objetivo. Nuestra amiga jamás había fumado mariguana, así que habíamos decidido que esa colina era el lugar perfecto para su iniciación. Y lo fue.
Como los tres estábamos en un momento en el que el cine y todo lo que en torno a él hubiera, llenaba nuestra vida, tras fumarnos tres porros compartimos la misma fantasía: mirar a aquel pintoresco pueblito como el escenario de una película que íbamos construyendo sobre la marcha, mientras aspirábamos el humo de nuestros porros.
Bajamos cuando el efecto de la iniciación se nos bajó y comenzó a darnos un hambre brutal. Yo recuerdo que las señoras que estaban en la tiendita de abarrotes, a la que llegamos a arrasar con todo lo que hubiera, salieron corriendo asustadas. Creo que por nuestra forma de comer, porque en realidad yo no recuerdo más que nuestros ataques de risa, seguidos de largos letargos y atracones de comida chatarra y golosinas.
Nos enfilamos hacia la plaza principal porque las notas musicales nos jalaron como un imán. Sonaban los acordes del huapango. Nosotros escuchábamos la música en otra dimensión, igual que los gansitos y las papas nos sabían a manjar de dioses.
Esa noche dormimos como bebés. Ninguno de los tres recordó las intenciones románticas de nadie contra nadie. Dormimos como hermanos, agotados de la sobreexposición de nuestros sentidos.
Al día siguiente, muy temprano, abandonamos la posada para abordar un transporte local, mucho más rústico que el camión que tomamos en Querétaro. Nuestro objetivo seguía siendo llegar a Maconí, y así lo hicimos. Llegamos a la plaza, que alguna vez debió ser el centro de actividades de un pueblo minero rico, pero que ahora sólo denotaba el abandono. Visitamos a la madrina de mi amigo, compartimos sus recuerdos y desayunamos huevo con unas hierbas del monte, muy parecidas a los quelites. Jamás olvidaré el sabor delicioso de ese desayuno, aunque lamento mucho no recordar el nombre de la hierba. Siempre recordaré ese viaje como mi pequeña escapada de primavera, a un pedacito del realismo mágico de mi México. También lo recordaré como el viaje en el que mi amistad con ese chico guapo que me robaba el sueño, se volvió tan fuerte como un roble que sigue de pie 20 años después.