Esta semana pasé mucho tiempo viendo fotografías que tomé hace dos años, cuando un 9 de abril de 2013 bajé de un avión que aterrizó en el aeropuerto de Shiphol, en Amsterdam, la famosa tierra de los canales, los tulipanes y las bicicletas.
Es curioso que el haber encontrado esas fotografías justo en la semana en la que ha vuelto a pasar por mi mente comprar una bicicleta para retomar mi gusto por el ciclismo urbano. La realidad es que debo confesar que quiero una bicicleta porque a una persona que me importa lo suficiente le fascina pasear por la ciudad en dos ruedas, pero sin motor.
Y entonces, al ver las fotografías que parecían haberse perdido a propósito entre mis viejos archivos, me doy cuenta de que no, mi gusto por las bicicletas no es nuevo. Me descubrí retratando Amsterdam sí con sus canales, sí con su arquitectura, pero sobre todo, con sus bicicletas.
No fue una estancia larga, al contrario, es la ciudad en la que menos tiempo he permanecido de todas las que conozco. Estaba ahí haciendo una escala pues mi verdadero destino era la ciudad de Milán. Aunque sabía de la belleza de la capital de los Países Bajos, Amsterdam nunca había sido una prioridad en mis sueños de trotamundos.
Se me antojaba pero hasta ese momento, con tres viajes previos a Europa, la capital de Holanda famosa por sus vitrinas, su zona roja y por el consumo legal de mariguana y hachis, no era una de mis prioridades.
Por supuesto, y tras el enamoramiento impactante que tuve con Francia apenas unos meses atrás, cuando pude comprar mi siguiente viaje a Europa yo no quería hacer escala en otra ciudad que no fuera París, sin embargo, la diferencia de precio era considerable y, como era un viaje de trabajo, me vi obligada a elegir la ruta más económica para llegar a Milán, ésta fue viajando por la aerolínea KLM, recién absorbida por Air France, pero haciendo escala en Amsterdam y no en París.
Fue entonces que, al ver frustrado mi deseo de al menos pasar unas horas en mi ciudad favorita del mundo, me tuve que conformar con al menos poder tener un amplio espacio entre el vuelo de llegada y la conexión que me llevaría a Italia. Eso me permitiría conocer un poco de la ciudad de los canales. Investigué cómo llegar del aeropuerto de Shiphol a la ciudad en el menor tiempo posible, y qué podía conocer a pie en los alrededores de la estación del tren pues no quería arriesgarme a perder mi vuelo a Milán.
Aunque no tenía más que cinco horas, lo cual me dejaba apenas tiempo para caminar un poco, hacer algunas fotos y visitar un coffee shop, traté de que cada pequeño detalle del breve recorrido fuera especial y sumados, todos formaran una experiencia grata.
La primera satisfacción al abandonar el aeropuerto y dirigirme a los andenes del tren fue pasar la aduana y que le pusieran un sello más a mi pasaporte. ¡Qué le voy a hacer! soy una fetichista de los sellos en esas pequeñas hojas de papel.
Los 20 minutos que separan al aeropuerto de la estación central de Amsterdam se me hicieron eternos, cuando tienes poco tiempo en una conexión, cada minuto cuenta. Recuerdo que me encantaron sus trenes de color amarillo, pero el paisaje no era ni siquiera cercano a lo que había visto en Francia. Estaba pasando por una zona industrial y no me entusiasmó mucho el paisaje. Claro, era un día nublado pues la primavera no se había decidido a apropiarse del clima y el invierno parecía seguir como el invitado no deseado.
Sin embargo, al llegar a la ciudad, cada paso fue parte de la grata experiencia de conocer una nueva y hermosa ciudad europea. La arquitectura de la Estación Central es en sí misma un deleite. Luego, la impresión de conocer el estacionamiento de bicicletas de la estación resulta inolvidable. Cientos y cientos de bicicletas ordenadas, resguardadas por sus dueños en algo que, al menos en aquellos años, yo no podía siquiera concebir en México, donde tres años atrás los amantes de lo ajeno me habían despojado de mi bicicleta, sacándola del patio mismo de mi edificio.
Al salir de la estación, y tras haber hecho algunas fotografías, me dirigí hacia el Canal Singel que originalmente era un foso que defendía los límites exteriores de la ciudad y es el primer canal hacia el centro. Crucé por el puente Torensluis, el más antiguo de la ciudad, construido a mediados del siglo XVII.
Al cruzarlo, lo primero que vi fue un autobús con publicidad del museo de Van Gogh, que yo sabía que no podría conocer por falta de tiempo, así que tuve que conformarme con la imagen en el camión. Decidí dejar de lamentarme por lo que no podría hacer en tan poco tiempo y me dediqué sólo a vagar sin rumbo fijo, por las calles que circundan la estación central.
Quedé fascinada con la arquitectura tradicional de la ciudad y con las personas llenando con sus bicicletas todas las calles, las rejas, los puentes y los cafés. Veía a los turistas abordar los barcos que recorren los canales y, aunque tal vez hubiera tenido tiempo de hacer ese recorrido, es uno de las cosas que aparecen como “obligadas” en una guía de viaje tradicional, por lo que entonces significaba que no era algo para mí, una trotamundos iconoclasta.
Así que me dediqué a caminar, y entre foto y foto, echaba una mirada a cada uno de los coffee shops que había en todos lados.
El menú era demasiado amplio, pero entre mis disparos fotográficos y la compra de souvenirs, el tiempo pasaba y yo seguía sin elegir dónde seria que fumaría mi primer porro legal. Al final llegué al mismo sitio donde Anthony Bourdain lo hizo, según había visto en un documental que ponían en el vuelo de México a Amsterdam.
Los 12 euros que pagué por un gramo de mariguana orgánica, cultivada en Holanda, en realidad era la mitad de lo que pensaba gastar en comida. Así que tuve que comerme el peor sandwich de mi vida con un jugo de naranja artificial ahí mismo, mientras averiguaba como colocar la hierba en la extraña pipa que me habían prestado para mi primera experiencia de consumo legal de drogas recreativas. Reservé el sandwich para el final, porque ya sabía que cuando pasara el efecto me daría un hambre feroz y hasta mi desmejorado emparedado se vería delicioso.
El problema es que yo jamás había consumido un gramo sola, ni tan rápido. Cuando vi que no podía terminar ni con la mitad de la hierba, entendí la cara de los que me veían sorprendidos llenando a tope el contenedor de la pipa. Por supuesto, era una locura, cuando vi que en la mesa de a lado, con la misma cantidad de mariguana, un chico había hecho cinco cigarrillos supe que estaba haciendo algo demasiado intenso. Así que el hambre tras el efecto no ocurriría simple y sencillamente porque el efecto iba a tardar algunas horas. Entonces envolví mi sandwich y me lo llevé en el bolso, apuré el jugo de naranja y doné el resto de mi hierba al vecino que, en un holandés muy simpático, me dio las gracias totales por la generosidad.
El recorrido de regreso, las fotografías de las calles y el efecto de la fumada en pipa crearon un coctel de sensibilidad que hasta hoy, me harán recordar siempre esas cinco horas en Amsterdam, como algo difícil de superar para una primera vez. Feliz aniversario Amsterdam… ya nos reencontraremos.