Traigo esto a colación hoy pues justamente ayer fueron clausuradas formalmente las Jornadas Alarconianas que este 2014 cumplieron 27 años de poner a la ciudad de Taxco en el mapa cultural de México, faltando lo que hasta el año pasado había sido un evento tradicional y esperado por muchos como broche de oro.
Recuerdo bien la primera vez que asistí a este evento, hace ya 11 años. Estaba extasiada. La belleza colonial de la ciudad, sus casitas blancas con teja roja sobre las callejuelas empedradas y empinadas que se adueñaron de una montaña agreste en el siglo XVI se mezclaban con el encanto de un festival vivo, que en cada pequeña plazuela, en cada rincón, tenía algo que ofrecer a los visitantes, pero sobre todo, a los propios taxqueños.
Y es que a diferencia de otros festivales culturales mucho más famosos, como el Cervantino, por ejemplo, las Jornadas Alarconianas se sentían del pueblo. Al hablar con la gente, uno podía percibir el orgullo arraigado por su festival.
Lamentablemente, con el paso de los años la calidad del festival ha venido en decadencia y, aunque uno de sus principales atractivos sigue siendo la gratuidad de la mayoría de sus eventos y la presencia constante de la Orquesta Filarmónica de Acapulco, este año la gente no tendrá oportunidad de disfrutar uno de los espectáculos más emotivos que he presenciado: el concierto que anualmente solía cerrar este festival, al interior de las Grutas de Cacahuamilpa.
Ubicado a unos 25 minutos de Taxco, este parque nacional es uno de los más visitados por los amantes de las cuevas, pero también resultó ser un escenario ideal por su acústica natural para los amantes de la música. Estas majestuosas grutas se ubican en la Sierra Madre del Sur y abarcan parte de los estados de Guerrero y Morelos. Fueron descubiertas en 1834 y en 1936 declaradas reserva natural protegida.
Para llegar al lugar donde se ha adaptado un escenario que abrace las notas emitidas por más de 80 músicos más los coros hay que caminar más de 90 minutos, pero bien valía la pena. Tal vez por ello, la ocurrencia de hacer conciertos en su interior no sea nueva pues se dice que Juventino Rosas dirigió allí mismo un concierto para el General Porfirio Díaz.
En el siglo XXI quien se aventuró a redescubrir la magia musical de este escenario natural fue Eduardo Álvarez, director y fundador de la Orquesta Filarmónica de Acapulco, que se ha distinguido por recorrer los puntos más alejados del estado de Guerrero para llevar la música hasta las comunidades marginadas y así, llevar un mensaje democratizador de la cultura y alejarla de las etiquetas elitistas que le han marcado por siglos.
La Orquesta Filarmónica de Acapulco está cumpliendo 16 años de haber sido creada. Durante este tiempo ha recorrido más de 370 mil kilómetros tras visitar las siete regiones del estado y realizar más de 1200 conciertos. Con ello, ha llevado tanto la música de los compositores clásicos como la de la tradición guerrerense a más de un millón y medio de personas que, como yo en aquella primavera de 2003, han podido constatar que la música puede, y debe, estar al alcance de todos.
El mismo Eduardo Álvarez me lo constató en aquel 2003, cuando tuve la oportunidad de conocerlo y charlar con él durante largo rato. Me habló de lo que yo había percibido una tarde antes de nuestro encuentro. La gente de Guerrero sabe que la orquesta es suya.
Nunca antes de ver a Eduardo Álvarez en un escenario me sentí tan cerca de un director de orquesta. Él le habla a las personas, interactúa, explica, bromea. Eduardo le quitó la solemnidad ante mis ojos a la música clásica.
La primera vez que escuché a la orquesta el programa estaba integrado por música tradicional guerrerense y la presentación era en una de las muchas plazuelas que hay en la ciudad de Taxco. Al voltear a mi alrededor, no veía a la misma gente que solía ver en Bellas Artes o en los conciertos de la Orquesta Sinfónica Nacional. Veía a las familias con sus niños pequeños, a las señoras mayores con las compras del pan y la leche para la merienda, que hicieron una pequeña parada para detenerse a escuchar esa música que les recordaba a sus padres, a sus abuelos, a su tierra. Al día siguiente, cuando conocí al director, supe el porqué. Él sabía conectarse con el pueblo.
Así que dos días más tarde, cuando pude escuchar Carmina Burana en este escenario que la madre naturaleza se tardó más de 170 millones de años en crear, supe que jamás olvidaría ese concierto. Fue el día en el que Eduardo Álvarez y sus 82 músicos me transportaron de tal modo que me hicieron incluso, olvidar que yo no entraba a ninguna caverna por tener claustrofobia.