Pero hoy les voy a hablar de cómo la belleza brasileña me impactó al conocer Río de Janeiro, pero no hablo de la hermosura de su ciudad, sino de la de su gente.
En primer lugar debo decirles que no es ningún mito. Yo soy testigo de que en Brasil, la belleza es real y palpable pues pude ver en sus calles a la gente más guapa que haya visto hasta ahora.
Hombres y mujeres por igual no sólo dejan un rastro de belleza física a su paso, también parecen dejar una huella de sensualidad que pareciera ser transpirada por cada poro de su piel.
El culto al cuerpo en Brasil no es un mito y, por supuesto, el resultado son esas anatomías que les han dado fama internacional y que han llenado las pasarelas del alto mundo de la moda. No en vano Brasil es toda una potencia en el mundo de la cirugía plástica también.
Pero la belleza carioca, o sea la de Río de Janeiro, traspasa las fronteras de los músculos y la piel. Mi viaje a Río no fue sencillo. De entrada elegí volar por Avianca pues no quería volar en alguna aerolínea norteamericana pues nunca he tramitado la visa para visitar ese país, de los motivos ya hablaremos algún día. Así que mi lógica me dijo que si iba al sur, pues había que volar por una aerolínea del sur ¿no?
Pues Avianca fue el principio de una pesadilla que como viajero es un riesgo latente: el destino de mi equipaje no fue el mismo que el de mi cuerpo ajuareado en cómodas bermudas, zapatos deportivos y camiseta informal.
Originalmente debía tomar un vuelo con rumbo a Bogotá a las 8 am, para llegar 8 horas después a Bogotá, volar a Sao Paulo donde dormiría y al día siguiente, bañada, guapa y arreglada, tomar el vuelo de una hora que me llevaría hasta las hermosas playas de Copacabana.
Tras un retraso de ocho horas en la salida de mi vuelo desde la Ciudad de México, todos mis planes cambiaron. Perdí la noche de hotel en Sao Paulo, no dormí nada y llegué corriendo a la línea de equipaje sólo para darme cuenta de que el mío no estaba allí. Ahí fue mi primer contacto con la belleza brasileña. Un hombre mayor pero singularmente atractivo, que había padecido junto conmigo y el resto de los pasarejos la odisea, se ofreció a acompañarme a reclamar el pago por la pérdida de mi equipaje y servir de intérprete pues tenía apenas 15 minutos o perdería mi vuelo a Río de Janeiro.
Cuando finalmente pude abordar el último avión, lo hice sin nada más que lo puesto y un carry-on lleno de cosas bobas que no sirven para nada en el avión. Ahí conocí a otro hombre amable, atento, elegante y seductor. Un empresario brasileño que viajaba de Sao Paulo a Río por negocios que me hizo olvidar el incidente con sus atenciones.
Así, al llegar a Río de Janeiro creía que iba a padecer de tortícolis pues volteaba para un lado, y para otro, pero siempre había alguien lindo sonriendo en algún punto. Hombres y mujeres, de todas las edades.
Después me di cuenta que si hay algo que abunda por las calles de Río son los gimnasios, públicos y privados. Los que más me gustaron fueron los que estaban en la playa de Copacabana donde más de una vez me quedé a admirar la belleza masculina de quienes los usaban, que por supuesto lejos de incomodarse por mi mirada curiosa, parecían estar mucho más motivados a ejercitarse.
Por supuesto que en la tierra de la seducción, finalmente fui seducida y tuve el que hasta ahora, puedo afirmarlo sin dudar, ha sido el mejor affaire de viaje de mis múltiples andanzas por el mundo.
Lo conocí en la fila para la comida y me invitó a salir. Me llevó a conocer las playas de Ipanema y el bohemio barrio de Lapa, que por momentos llevó a mi mente de regreso a las bellas calles de Lisboa, que había conocido años atrás. Bebimos caipirinhas y escuchamos bossa-nova. No era un cliché de seducción para turistas, o tal vez sí, pero ¿eso importaba?.
Pude constatar en carne propia que los brasileños están en la lista de la gente más guapa del mundo mucho más que por su físico y su ya conocido culto al cuerpo. Son además personas radiantes, sonrientes, con una energía sexual que se transmite desde las miradas.
Con belleza física, amabilidad, espontaneidad, hospitalidad y calidez, aquella ciudad carioca, representada en el contacto de una sola piel, me dejó impregnada su esencia.
No digo que no me haya pasado en otros países, en cada ciudad las conquistas de ocasión tienen su encanto, pero en Brasil fue inevitable pues la sensualidad parecía flotar en el aire. Así que, con la certeza de que no romperé ningún corazón porque aquel guapo carioca seguro ya lo sabe, hoy puedo decir… no fuiste tú… ¡Fue Brasil!