Sabores exóticos, aromas que atraen, colores diferentes, ingredientes nuevos. La comida es para mi el verdadero inicio de cada viaje. La de los aviones por supuesto no cuenta… ya habrá tiempo para hablar de lo mala que es y los motivos de ello. Esta vez, queridos lectores, me gustaría hablarles de la cultura gastronómica como un buen pretexto para viajar.
Sí, es cierto, también puede haber experiencias desastrosas al momento de experimentar todo. ¿Quién no ha escuchado sobre la venganza de Moctezuma?, según la vox populi es esa certera mala suerte que tienen muchos extranjeros de enfermarse al probar nuestra deliciosa comida mexicana, Patrimonio Cultural de la Humanidad, por cierto.
Pero ¿qué creen?, nosotros no tenemos karmas conquistadores que pagar y aún así, a veces podemos sufrir los estragos de aventurar nuestro sentido del gusto. Sin embargo, yo siempre he dicho que a la tierra que fueres haz lo que vieres… o come lo que hueles, es lo mismo.
Si les asustan un poquito los riesgos y quieren probar comida extranjera en un lugar donde al menos sí tengan acceso a su médico de cabecera, están de suerte pues en la Ciudad de México, todavía durante toda esta semana podrán deleitarse, indigestarse y consentirse con los sabores del mundo.
Y es que desde el pasado 17 de mayo, y hasta el próximo domingo 1 de junio, 82 países se encuentran representados en pequeños pabellones montados en plena plancha del Zócalo. El evento se llama Feria de las culturas amigas, sin embargo, yo podría aventurarme a sugerir que le cambien el nombre a Encuentro gastronómico de las culturas amigas pues la oferta cultural en 80 por ciento de los pabellones se reduce a las delicias culinarias.
Esta es la sexta ocasión que esta feria se organiza en la capital mexicana, sin embargo, es la primera vez que tiene como sede el Zócalo. Hay opiniones encontradas sobre este cambio. A mí, en lo personal, me parecía mucho más disfrutable cuando era sobre los anchos camellones de Paseo de la Reforma. Era mucho menos ruidosa y se podía apreciar más lo que se ofrecía en cada lugar. Había manifestaciones culturales. En esta ocasión, en general, la feria se reduce a cuatro cosas. La primera es la venta de productos originarios de los países donde se ofertan, aunque la mayoría de las empresas son simplemente distribuidores locales de productos importados. La segunda es una limitada oferta de conferencias en una sede alterna, el Museo Nacional de las Culturas, que ha tenido poca afluencia debido a la falta de información clara para los visitantes. La tercera es la oferta musical en el escenario principal que se ha montado, que sólo está funcionando de forma continua en fin de semana pues entre semana la programación es más escueta.
La cuarta es el motivo de este texto y lo mejor de la feria: la comida. Si usted es un curioso de las costumbres y sabores de otros lugares, antes de tomar una mochila y comprar boletos de avión, regálese la oportunidad de tener una vuelta al mundo en 80 platos, en el Zócalo de la Ciudad de México.
Para escribir este texto tuve que sacrificarme y acudir al llamado culinario durante cuatro días, en diferentes momentos. No sabía qué elegir. Probé comida de los cinco continentes. Aguas frescas de cuanta fruta, semilla o yerba podía y hasta me di el lujo de beberme una botella de auténtico vino espumoso de Champagne, cuyo maridaje perfecto fue un pequeño bocadillo de queso brie, para después deleitar mi paladar con un brownie recién horneado bañado con chocolate caliente directo de Bélgica, lo cual fue el pecado de gula más delicioso en mucho tiempo.
Sin embargo, si me preguntan, lo mejor de la oferta culinaria se encuentra justamente donde me topé con menos visitantes. En el área donde se concentraron los países centroamericanos y del Caribe. ¡Qué delicias probé!
Si usted es de los que piensa que la comida centroamericana es aburrida porque se parece a la mexicana, permítame decirle que no es así. En efecto, mucha comida también se basa en el maíz, el frijol, el arroz, el queso o la papa, como la nuestra. Sin embargo, en los pabellones de Honduras, El Salvador y República Dominicana, pude encontrar los que fueron mis platillos favoritos de este recorrido gastronómico.
Los pasteles de chucho fueron el principio. No crean que me puse a robar el postre de algún Jesús, ¡no!, así se llaman unas deliciosas empanadas fritas hechas de maíz, papa, arroz y carne, cubiertas de una ensalada hecha de repollo (col blanca), betabel (remolacha), tomate y limón, bañadas con una salsa de tomate que le daba el toque perfecto. ¡Una verdadera delicia hondureña!, servida además con el toque extra de la amabilidad de la señora que muy orgullosa me explicó los ingredientes mientras me servía mi plato.
Otro platillo digno del paladar más exigente son las pupusas salvadoreñas. Ya sea de chicharrón con frijol y queso, o sólo de queso, son parecidas a nuestras gorditas, aunque con una consistencia más suave en la masa de maíz. Se sirven bañadas de una salsa de tomate ácida y más picosita. Se acompañan también de una ensalada de col y zanahoria con limón.
Y si de manjares se trata, en el pabellón de República Dominicana descubrí uno del que hasta la receta pedí: pastel de plátano macho maduro con carne y queso, acompañado de un agua de naranja con leche que sabía a gloria.
Tengo la esperanza de volver en los días siguientes para probar las empanadas de tiburón de Belice, las Canoas de plátano macho de El Salvador, las arepas colombianas, las bolitas de queso brasileñas y tomarme un refresco de guaraná, para recordar los que me bebí en las calles de Río de Janeiro. Por lo pronto, lo que puedo asegurarle, querido lector, es que después de lo que he comido en estos últimos cuatro días… ¡ya me urge planear un recorrido gastronómico por América Latina!