Dos meses antes de mi cumpleaños número 39 me comenzó a pasar eso. En esos flashbacks era inevitable preguntarse si al cumplir 40 años yo ya podría escribir que había conocido el amor verdadero, lo que no es fácil si se toma en cuenta que el corazón de un viajero se vuelve flexible y muy poroso.
Pero a ella la recordé de una manera diferente. Como muchas personas, tenía fantasías alrededor de su brillo, de su porte, de su impactante presencia simbólica. Tomarse una foto con ella, es sinónimo de éxito, de haber alcanzado una meta. Ella ha estado en los pensamientos de muchas personas. siete millones, en número aproximado, que cada año llegan desde todos los puntos del planeta para rendirse a sus pies, y yo no era la excepción.
Desde que llegué a la ciudad que la vio nacer la busqué con la mirada, pero no me corrió prisa por acercarme. Sabía que debía tomarlo con calma. El primer día ni siquiera se asomó en mi panorama, aunque allí estaba, sigilosa, acechando.
El segundo día, mientras corría para atravesar la ciudad y llegar puntual a mi primera cita de trabajo, alcancé a mirarla de lejos, desde la ventanilla del metro. Traté de ubicar el lugar, porque sabía que poco me iba a durar mi resistencia ante su belleza, tarde o temprano caería a sus pies.
Pero estaba en la ciudad más hermosa del mundo, y ella comenzó a perder esa importancia aislada que la han convertido en el mito que es. Yo estaba allí pero tenía una agenda de trabajo que apenas me dejaba tiempo para caminar unas cuantas calles alrededor de los puntos donde sostenía reuniones y escuchaba conferencias.
Durante mi segunda noche en esa, su ciudad natal, volví a verla de lejos. De noche es más difícil resistirse a sus encantos. Su atuendo de lentejuelas brillantes se distingue a la distancia y esta vez decidí acercarme un poco más, pero en el fondo sabía que no quería llegar a ella aún. Así, caminé mucho, recorrí Champs Elysées desde el Arco del Triunfo hasta el puente Alexander III. Saludé al Grand Palais y a su fiel compañero, Le Petit Palais. Cene el que para muchos es un desayuno y para mí se convirtió en mi comida favorita, el croquet madame, una bomba de proteína y grasa animal que mi cuerpo pedía a gritos. Necesitaba energía para seguir caminando en una noche fría en la que sus cinco grados centígrados resecaban mis ojos mientras yo seguía mirándola a lo lejos.
Dos horas más tarde, acepté que no la iba a alcanzar. Al menos esa noche no nos reuniríamos. No era nuestro momento aún.
No fue sino hasta la tercera noche que tomé el metro con la única intención de ir a conocerla, acompañada por mis queridos sobrinos, que tras más de un año viviendo en aquel lugar de ensueño, se habían acostumbrado a que todas las personas que los visitan, tarde o temprano, quiere irle a rendir tributo a aquella dama.
Y contrario a lo que muchos podrían pensar, el nuestro no fue un amor a primera vista. Pude mirarla completa, en todo su esplendor, vestida de noche, pero no me impresionó, así que el frío hizo su labor y me impidió acercarme demasiado, apenas lo suficiente para tomarle una foto de cuerpo completo y decir, “vuelvo mañana”.
Un día más y yo dejé de pensar en ella, o eso intentaba, porque todo mundo me preguntaba si ya la había conocido. Yo evadía el tema, ¿estaba violando alguna ley por resistirme a sus encantos acaso?
Pero ese día las cosas comenzaron a salir mal, las conferencias no eran tan interesantes como yo creía y comencé a pensar que la historia que había ido a buscar como reportera, había nacido muerta. Había trabajado mucho, pero no tenía nada interesante para escribir.
Apenas había cumplido la mitad de mis objetivos periodísticos en aquel viaje e hice algo poco común en mi. Decidí rendirme, y comencé a disfrutar. Tomé un tren y me dirigí a ella. Bajé la guardia y dije: es momento de rendir tributo a la reina.
Cuando llegué a la Plaza de Trocadero la vi en toda su magnitud y me convertí en una aliendada, seducida por su figura estilizada. Comencé a dispararle flechazos fotográficos. Uno tras otro y así llegó un amable español que se ofreció a tomarme mi primera buena foto con ella, la típica prueba moderna que equivale a llegar y colocar tu bandera a un territorio que anhelabas conquistar.
Conforme más me acercaba, más me iba dejando seducir hasta que al llegar, vi una fila inmensa de turistas esperando para hacerla suya. Ahí decidí que apropiarme de ella en esa forma no era para mi, y decidí alejarme. Fue entonces que descubrí algo que cambió el giro de mi viaje de trabajo y de mi relación con París.
Ella estaba siendo transformada y eso, para los ojos de la editora de una revista de arquitectura era sinónimo de felicidad. Amé a Francia y sus leyes de transparencia porque allí, a la vista del público y los miles de turistas que llegán cada día, estaban los nombres y números telefónicos de aquellos arquitectos que confeccionaban el nuevo vestido de la reina de París.
Mañana, 31 de marzo de 2014, la Torre Eiffel cumple 125 años de ser el símbolo de la ciudad más hermosa del mundo y para el próximo verano, un primer piso totalmente renovado le abrirá los brazos a sus visitantes. Y yo, aunque aquella mañana de noviembre de 2012 ya me había rendido, hoy puedo decir que fuí la primera periodista que habló de la renovación de la Dama de Hierro en la portada de una revista de América Latina. Así, arrancó una historia de amor verdadero que poco a poco les iré contando, con esa ciudad, mágica, seductora, envolvente que, por lo pronto, dejó su huella más profunda plasmada en mi propia piel.