No hablo de mayo de 2009 cuando la epidemia y la paranoia invadieron el Distrito Federal y yo huí despavorida a refugiarme con mis amigos a Cuernavaca ante la amenaza de la H1N1. Resulta que por si ustedes no lo sabían influenza significa gripe en italiano así que, ¿por qué no?, para mi primer encuentro con la terrible influenza, que no es nada parecido con la simple gripe que conocía en México, tuve que ser lo suficientemente osada como para irla a buscar hasta el país que inventó la palabrita.
Y no, realmente no la estaba buscando, o al menos no conscientemente. Como cualquier viajera, en mi primera odisea por Europa, lo último que quería era enfermarme. Y yo creía que las estadísticas y mi edad estaban de mi lado. ¿Qué probabilidades había de que una chica de 23 años en perfecto estado de salud y que pocas veces cae en cama fuera a pescar algún virus en una tierra extraña? No… yo creía que era amiga de Murphy y que su ley no me tocaría.
Pero resulta que el vuelo que me llevó del otro lado del Atlántico no fue un vuelo fácil en aquel otoño de 1998. Yo viajaba, como ya les he contado antes, con mi hijo Jaime de apenas un año de edad. Al comprar los boletos de avión, la agencia de viajes me había garantizado que en mi asiento me proporcionarían una cuna para que el bebé viajara cómodamente, así que yo les creí.
Y en la agencia —que por cierto es una que se ubicaba en cierta plaza de Cuernavaca muy famosa por ser la única existente en los noventa— no mintieron. Al abordar el vuelo que me cruzaría el Atlántico, de México a Madrid, una azafata con tono de voz de chica Almodovar pero con el aspecto de alguna tía solterona del cineasta descaradamente se burló de mi y me dijo: “¿pero nadie te dijo que las cunas son para críos menores de seis meses?, ese gigante ya no cabe”.
No dijo más y se fue. Ahí estaba yo, con un bebé de 12 meses que pesaba igual número de kilos, o tal vez un poco más, siendo apresurada para tomar asiento y sin una cuna para dormirlo en un vuelo que duraría 11 horas.
Eso me llevó por supuesto a no dormir en todo el viaje pues la única solución que encontré fue tender mi abrigo en el piso y echar a dormir al pequeño al pasillo. El avión despegó a las 11 de la noche, tiempo de México y llegaría al día siguiente, a las 2 de la tarde, tiempo de Madrid. En todo ese tiempo yo no pude siquiera cerrar los ojos para descansar, por miedo a que alguien somnoliento lo pisara.
De la comida ni hablar, en aquel entonces los niños de esa edad no pagaban boleto en clase económica en aquella aerolínea (ignoro si hoy ha cambiado, hace más de una década que prefiero volar con azafatas que me hablen en francés), pero tampoco recibían alimentos. Así que el pequeño hambriento poco a poco se fue comiendo lo más que pudo de mis platos.
Desvelada y sin comer, al llegar al aeropuerto de Barajas recordé lo que una amiga italiana me había escrito antes de mi viaje: “ten cuidado, en Madrid se roban a los niños”. Así que a mi de por sí mala travesía le sumaba ahora el estrés de pensar que cualquier persona que fuera amable conmigo iba a tratar de secuestrar al pequeño Jaime.
Con menos de una hora para abordar el vuelo de conexión que me llevaría a Roma, donde finalmente me encontraría con el padre del pequeño y tendría un poco de ayuda, yo crucé el aeropuerto de Barajas corriendo, cargando a un bebé de más de 12 kilos, con tres maletas y una pañalera pues no aceptaba ayuda de nadie, por miedo a los robachicos.
Abordé un avión pequeño lleno de italianos, una española que se sentó a mi lado aseguraba que eran de Nápoles, pues se gritaban desde la primera hasta la última fila como si fueran una gran familia. Al llegar a Roma me esperaban sonrientes, mis amigos italianos y el padre de Jaime pero yo les entregué al pequeño y me solté a llorar.
El estrés del viaje lo calmé con una cena casera italiana de pasta y vino barato pero delicioso y todo parecía indicar que me auguraba un gran aventura romántica a la italiana. Nada más falso. Un poco antes de amanecer, el pequeño Jaime comenzó a sudar y me di cuenta que tenía fiebre… ambos la teníamos en realidad.
Y así, Roma me dio la bienvenida con el virus de la influeza. Mis amigos italianos me habían aconsejado vacunarme antes del viaje, pues justamente iniciaba la época con mayor riesgo de contagio en Italia, sin embargo en México ese virus no existía en 1998, por lo que no supe dónde conseguir la vacuna.
Un segundo error: no compré un seguro de gastos médicos. No recuerdo cuánto costó que el médico fuera a la casa de mis amigos para recetarnos al bebé y a mi… sólo se que a partir de ese momento tuvimos que comer las pizzas más baratas de toda Roma durante las siguientes dos semanas, viajar en metro y ahorrar en todo lo posible.
Hoy se que algunos países europeos piden que lleves un seguro para ingresar como turista y créanme, será la mejor inversión que puedan hacer si piensan viajar, solos o en familia.
Los viajes provocan un estrés irregular, al que nuestro cuerpo no se acostumbra fácilmente las primeras veces. Cambios de horarios y de alimentos que, si se suman como en mi experiencia, al estrés de una viajera inexperta, que entonces también era madre amateur, el resultado puede ser catastrófico.
¿Qué puedo decirles de mi viaje a Roma? Que aunque durante 10 días de los 15 que estuve allí tuve fiebres superiores a los 39 grados, no me quedé encerrada, conocí todo lo que pude, pero para que les miento… no lo disfruté igual que si hubiera estado sana.
Sin duda el Coliseo es impactante, el gelato es el mejor del mundo y además aprendí a beber un verdadero espresso pero Roma y yo tenemos una deuda pendiente: una nueva visita, esta vez, respaldada por un buen seguro médico y mucha vitamina C.