Pero no. Hoy es una mañana de sábado en la que miro al mundo desde mi ventana y sigo sin saber qué va a pasar con el dinero que invertí en los dos pasajes de avión que evidentemente no podré usar: mi viaje a Bogotá definitivamente no podrá convertirse en realidad.
Hace ya varios días que la aerolínea por la que supuestamente volaría anunció que haría cambios sin cargos pero advirtiendo que sí estaríamos obligados a pagar un cambio de tarifa, en caso de que aplique. ¡Pero por supuesto que aplica! Y es que yo compré una mega oferta en el outlet de vuelos de enero. Un precio irrisorio por el vuelo que ahora, ya no existe más. Los cargos por cambio de tarifa que me han calculado si cambio las fechas del vuelo son casi la mitad del costo original de los boletos.
Decidí esperar porque Colombia no había cerrado del todo las operaciones del aeropuerto El Dorado y por ello, la aerolínea sólo había cambiado la hora del vuelo, pero no lo había cancelado. Lo cierto es que cancelarlo los obligaría a indemnizarme o a no cobrarme por la reasignación del vuelo, pero no lo están haciendo, están esperando hasta el último momento para obtener al menos los pagos por cambio de tarifas.
Yo sigo esperando, tengo hasta 24 horas antes de la supuesta hora de salida de mi vuelo para hacer el cambio de fecha.
Mientras eso ocurre, y con lo mucho que necesitaba ese viaje por los altos niveles de estrés que mi trabajo me ha generado, ahora estoy encerrada en mi casa viendo la vida pasar.
Por fortuna, mi trabajo puede realizarse a distancia pero es curioso cómo una circunstancia como esta nos hace darnos cuenta de la cantidad de veces que desperdiciamos nuestro bien más preciado: la libertad.
Cuando podemos usarla, movernos, visitar y abrazar, no lo hacemos. Nos encerramos 8,10 o 12 horas en una oficina. Tardamos meses en visitar a nuestros amigos, siempre estamos ocupados, ni siquiera nos esforzamos en llamarles, cuando mucho enviamos memes y stickers por whatsapp, la nueva forma de estar presentes en medio de una ausencia que nos ha convertido en autómatas individualistas.
Pero ahora que nos prohíben socializar, lo extrañamos. Ahora que no podemos ver a nuestros padres y madres ancianos, quisiéramos estar ahí, recostados en su regazo. Ahora que no debemos sacar a nuestros perros al parque, nos molesta no poder jugar con ellos y lanzarles una pelota bien lejos.
¿Es que acaso necesitábamos una pandemia para darnos cuenta de que las cosas que hemos comprado, y de las que nos hemos rodeado, nunca serán suficientes para hacernos felices?
Estos días estoy aprovechando para mirar las fotos de todos los lugares increíbles a los que he podido viajar. He compartido anécdotas con mis hijos, mientras vemos las fotos. Acomodé mis libros y me di cuenta de que esas bellas fotos de Robert Doisneau en las calles de París hacen latir mi corazón que se alimentó de tantas experiencias ricas en esa ciudad.
Hojear el libro en el que alguna vez participé sobre las experiencias maravillosas que México ofrece, en la comida, los paisajes, la arquitectura, me provocó revalorar el bello país en el que vivo.
Mirar las fotos que tomé alguna vez en la semana del diseño, en Milán, una ciudad que ahora está tan triste, sin gente en las calles, me hace recordar porqué tanta gente sueña con viajar a Italia. Mis fotos en Roma, las de mi hijo corriendo detrás de sus palomas cuando era apenas un bebé. Todo eso me ha hecho entender cosas valiosas.
Son las personas, los momentos compartidos, los abrazos, las experiencias, las risas, la naturaleza lo que nos mantiene vivos. No los fines de semana haciendo fila en un super mercado, ni los meses de aislamiento por ese proyecto nuevo que nos dará un ascenso. Solo el amor nos mantiene con vida.
Así que ahora, aguantemos, reflexionemos, valoremos y cuando esto termine, cuando salgamos todos, dediquémonos a lo único que realmente importa: vivir la vida.