Había leído muchas veces historias de mexicanos que en medio de un viaje se vieron obligados a vivir una experiencia de solidaridad y empatía en una tierra lejana ante un desastre natural. Historias así en Nepal, Chile, Japón o Tailandia.
Esta vez les tocó a ellos, los “otros”, los “de fuera” olvidar que la nacionalidad importa y vivir en carne propia la experiencia de querer ayudar a la tierra que te ha abrazado.
Xan tenía menos de dos semanas viviendo en la Ciudad de México cuando escuchó por primera vez la alarma sísmica. No entendía qué pasaba pero ese 7 de septiembre las consecuencias no las vio de cerca.
Sin embargo, el martes 19 de septiembre las cosas fueron diferentes. Estaba en el piso 14 de la Torre Omega cuando comenzó a temblar. Esta vez sin alerta sísmica que le permitiera tomar ninguna precaución. Aunque este joven nacido en el sur de Francia nunca había vivido una experiencia así en su país, cuenta sentirse sorprendido más que por la propia sensación de movimiento telúrico, por la reacción de sus colegas en la oficina.
Habían pasado apenas dos horas desde que un simulacro le había permitido entender un poco los protocolos y después, ya nada fue ficción.
“Mi reacción no fue muy inteligente pues yo quería ver hacia afuera para entender qué estaba pasando. Mis colegas en cambio, reaccionaron muy bien. Hemos seguido a alguien que manejó muy bien la situación. Pero no todos reaccionaron igual. Al salir al corredor, las personas gritaban, otras corrían aunque el administrador trataba de calmar a todo el mundo”.
Todos ellos se reunieron en el parque cercano, designado como el punto más seguro. Hasta entonces, a Xan le pasó lo que nos pasó a muchos, no tenía idea de las dimensiones del sismo ni de las consecuencias que éste tendría en la ciudad a la que se acababa de mudar. Aún no sabía que la ciudad había sido gravemente afectada. Todos estaban preocupados por sus familias.
Tengo muchos amigos extranjeros y, particularmente por mi francofilia, muchos son franceses. No puedo pensar lo que sus familias vivieron al enterarse. Mi familia en París vivió angustia y por ello, de inmediato yo misma quise ir a buscar a Bruno, un amigo especial al que quiero mucho más que a otros y que fue quien me presentó a Xan. Intercambié un par de mensajes con él me devolvió la vida. No quería pensar en que sus padres podían tener el dolor y la angustia de no saber de él.
Xan, al igual que Bruno y otros amigos extranjeros, nunca habían vivido algo así pero mucho menos lo que vivieron después.
“En la tarde empecé a comprender el apoyo que se requería para encontrar a los desaparecidos y rescatar a los heridos. Mi jefe y yo decidimos ir a un supermercado para que los motociclistas y automovilistas voluntarios llevaran víveres a los centros de acopio Para mí el terremoto fue impresionante, pensé que las escaleras serían infinitas. Mi corazón latía tan rápido que me alegré de no estar solo en esto. Al día siguiente ayudé a quitar las piedras de un edificio había derrumbado en Amsterdam. En cinco horas, la avalancha de piedras y pedazos de concreto era removida pasando de mano en mano por cinco líneas formadas por un centenar de personas que las acarreaban. Vi a los mexicanos organizarse muy bien con turnos, códigos de comunicación y sobre todo con algo que no conocía: una solidaridad muy grande. Descubrí el verdadero rostro del mexicano, un pueblo solidario, orgulloso (en el buen sentido) y ¡fuerte!”.
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Cuando conocí a Aurélien el click que hicimos fue inmediato. En el momento que le hablé de mi amor por Francia me dijo: “lo mismo que a ti te pasa con París, me pasa a mí con la Ciudad de México”. Por fin conocía a alguien a quien no le parecía ridículo que yo tuviera un tatuaje de la torre Eiffel y que confesaba que él sí se haría un tatuaje de un símbolo mexicano pues era esta su patria de corazón.
Cuando estaba en medio del caos tras el sismo del pasado 19 de septiembre pensé en él también. ¿Qué estará haciendo? Me dije. Pero fue sencillo saberlo pues le vi muy activo pronto en redes. Un día después, le pedí que me contara su experiencia y esto fue lo que me dijo:
“Una fuerte vibración desde el piso me hizo levantar del escritorio y alertar que estaba temblando a los demás colegas de la oficina donde me encontraba, como tres segundos antes de que sonara la alarma. Mientras estábamos saliendo al pasillo del tercer piso del Antiguo Palacio de Ayuntamiento los movimientos se hacían cada vez más intensos. Aunque en ese momento lo único que me venía a la mente era salirme de ese edificio, la recomendación correcta era resguardarse en grupo en la parte del pasillo identificada como segura. Paralizado y pegado contra la pared, me retorcía cada vez más. Todo mi cuerpo temblaba. Los muros, el techo, el piso: todo se movía al ritmo de unos gritos y del crujido de la estructura. Una persona intentaba tranquilizarme mientras presionaba la mano de una compañera viendo el candelabro oscilando a más de 180 grados arriba de nuestras cabezas. En ese instante, creí realmente que ya nos íbamos a caer todos juntos y, pensando en mi familia a miles de kilómetros, suplicaba que ese triángulo de vida que me habían enseñado pudiera funcionar en donde nos encontrábamos. El tiempo se me hacía eterno hasta poder salir finalmente del edificio. Nunca había sentido estar tan cerca del final en medio de una catástrofe natural destructora.
Mientras seguía pasmado después del acontecimiento, nos íbamos enterando poco a poco de los daños reales terribles y peores en otras partes de la ciudad y de la región. En los lugares donde generalmente acostumbro vivir y estar. Por ello, decido agarrar una ecobici hacía mi casa para corroborar la situación. Las calles, que olían a gas en algunas partes, se habían transformado en un hormiguero de personas caminando con energía al sonido de las sirenas de las ambulancias. Pedaleando a toda velocidad, a pesar de la multitud, me sentía solo, angustiado, desamparado e inútil frente a la situación. En el camino y cerca de mi departamento, edificios tumbados. Otro al lado destruido por partes y en situación de evacuación por riesgo de derrumbe total. Afortunadamente, no le había pasado nada físicamente a nuestro edificio cuando decidí salir a ayudar. O más bien a ver cómo ayudar. Los fragmentos narrados por algunos de amigos líderes del desastre del 1985 cruzaban mi mente al mismo tiempo de que me iba enterando de la buena salud de mis cercanos.
Después de apoyar a quitar escombros de un edificio caído cerca con la gente presente conformada en cadena humana, las autoridades locales y federales instalaron cordones de seguridad y nos pidieron alejarnos del lugar para poder organizar brigadas de rescatistas con expertos y con el material adecuado. Poco después, me llamaron desde París solicitándonos para apoyar a una conocida entrampada en su edificio medio caído, en el cual no podían entrar las autoridades y las personas por cuestiones de protección civil. Por lo que me dirigí a la zona para ver cómo podíamos colaborar.
Volví a encontrarme con quien vivo y fue cuando – como se acostumbra decir aquí- se me cayó el veinte de lo que estábamos viviendo. O más bien sobreviviendo. No nos había pasado nada y era momento de transformar el pánico en ayuda concreta hacia los damnificados, cercanos o no, que han perdido su vivienda.
En medio de esta tremenda etapa, pienso que no se trata de hacer el recuento de “selfies” de lo que uno haya hecho para solidarizarse o apoyar sino de seguir integrándose a iniciativas existentes o emprender con humildad y generosidad sus propias acciones.
Más allá del espanto y de la ignorancia que me atravesaron, me conmueve vivir la colaboración, las cualidades humanas de toda una población sin importar su edad, su nivel socioeconómico o su nacionalidad uniendo fuerza para sobrepasar un nuevo reto. Resiliencia, fraternidad, optimismo, energía y solidaridad se respiran en cada cruce de la Ciudad de México. Centros de acopio, brigadas de apoyo, donación en bancos de sangre. Un movimiento civil juvenil impresionante está llenando las calles de una esperanza potente. Todas y todos ya estamos pensando en la reconstrucción. En el presente para el futuro. Dar lo que podemos. Donar de lo nuestro. Con este tipo de experiencias nos damos cuenta quienes somos y de lo que estamos hechos”.
Aurélien nació en Francia, estudió en París, en la universidad que yo hubiera soñado estudiar y hoy somos amigos. Hoy somos casi familia porque no cuenta la sangre, sino el corazón y por ello quiero ceder el cierre de esta columna a él, a sus palabras:
“El día que yo decidí quedarme en México, lo hice por la calidad humana de su gente y por su enseñanza de vida cotidiana. En Francia no nos enseñan a enfrentar este tipo de desastres y mi país está viviendo una crisis social de fraternidad. En México uno nunca está solo. Hoy, con respeto, humildad y admiración me sumo al compromiso y al apoyo resiliente. Hoy estoy seguro que los residentes extranjeros nos sentimos también mexicanos y gritamos. ¡Fuerza México!”