Muchacho pelando fruta, cuadro de Caravaggio.
En las salas se exhiben cincuenta y tres cuadros, doce de ellos del maestro lombardo, procedentes de colecciones privadas, museos e instituciones como el Metropolitan Museum de Nueva York, la Galleria degli Uffizi de Florencia, el Museo del Ermitage de San Petersburgo, el Rijksmuseum de Ámsterdam o la iglesia de San Pietro in Montorio en Roma.
La selección de la obra responde al criterio, siempre bien argumentado, de Gert Jan van der Sman, que ha sabido dar con la clave de intriga que mejor se ajusta a la vida de Caravaggio.
El montaje de la muestra me parece discutible. Acentúa, en exceso e innecesariamente, la relación del artista con múltiples pintores. Ocho cuadros de Caravaggio son pocos, para una gran exposición, y los resultados son dudosos. Mucha escenografía y cosmética publicitaria.
La fortuna artística de Caravaggio (Milán, 1571 - Porto Ercole, 1610) se fraguó en Roma, donde alcanzó fama temprana por sus cuadros religiosos y escenas mitológicas realizadas con una técnica naturalista de efectismo sorprendente y revolucionaria luminosidad.
La pintura de Caravaggio convierte las viejas escenografías de repertorio, la “parafernalia renacentista”, en dramáticas representaciones personalizadas, dotadas de una gestualidad propia que enriquece y profundiza los motivos figurativos tradicionales.
El recorrido de la muestra abarca el curso de la carrera de Caravaggio, desde el periodo romano hasta las emotivas pinturas oscuras de sus últimos años, junto a una selección de obras de sus más destacados seguidores en Holanda -Dirk van Baburen, Gerrit van Honthorst o Hendrick Ter Brugghen-, Flandes -Nicolas Régnier o Louis Finson- y Francia -Simon Vouet, Claude Vignon o Valentin de Boulogne.
Con apenas ocho cuadros, la exposición de Madrid intenta desarrollar la proposición que hace de Caravaggio el primer pintor moderno. Según sus responsables, los años finales de Caravaggio dan vida a un arte introspectivo y humano que alcanza cotas de intensidad difíciles de superar y demuestran al mundo del arte la madurez estética del artista.
La crítica, sin embargo, no parece compartir este punto de vista y son notables las voces discrepantes. De entrada, es imposible establecer una comparación rigurosa entre obras extremas de la compleja producción de Caravaggio haciendo abstracción de las pinturas de la capilla Contarelli, por ejemplo, en la iglesia de San Luis de los Franceses de Roma, dedicada a narrar la vida y milagros de san Mateo, patrón del patricio francés que asumió el cargo. Son pintores de altar, de grandes formatos y en consecuencia inamovibles.
David vencedor de Goliat, una de las piezas de Caravaggio.
Muchacho pelando fruta, Los músicos, David vencedor de Goliat y Santa Catalina de Alejandría, son algunos de los cuadros que se exhiben, y donde encontramos el juego de luz que transforma el color en tonalidades suaves y crea atmósferas deslumbrantes.
El crítico Roberto Longhi, el estudioso más importante del artista, afirma que el descubrimiento de Nápoles, capital mediterránea entonces, tuvo un impacto clave en Caravaggio. Significó para el artista la inmersión en la realidad cotidiana violenta y gestual, nítidamente popular. Un viaje doble: primero en 1616, y después en 1609, la época de retorno a Roma.
Un primer testimonio de su estancia en Nápoles es Flagelación (1607). Se trata de un breve ejemplo de la original composición de Caravaggio y representa el momento previo al suplicio: convierte a Cristo en un doliente torso de héroe que se resigna a la brutalidad de los esbirros. La Crucificción de san Andrés (1607), de Cleveland de un naturalismo lumínico magistral, engrandece las figuras al pie de la cruz en contrapunto realista con la efigie del crucificado y el gesto forzado del campesino que intenta desatarlo. Caballero de malta (1608) es otro ejemplo de mayor contención expresiva.
Los últimos años debieron ser terribles para el artista, según visualiza su obra, por ejemplo, El martirio de santa Úsula, 1610, tal vez su último cuadro.
Un narrador excelente en imágenes que atrapa la desnuda caracterización psicológica de sus personajes, concentrado en sus gestos y expresiones, sin apenas espacio para la piedad, pese a la espantosa tragedia humana que representan.
Salomé con la cabeza del Bautista (1607), donde los parecidos se duplican: el rostro del verdugo coincide con uno de los soldados de la flagelación, mientras que el Bautista remeda la mortal sorpresa de Holofernes en Judith y Helofernes. La mirada inescrutable de Salomé nos desconcierta, son gestos enigmáticos, que como observó Longhi tienen “un aire de gravedad y fatalismo que inunda la escena”.
Caravaggio insistió en repetidas ocasiones en el tema de las decapitaciones -La decapitación de San Juan Bautista, 1608; El sacrificio de Isaac, 1603 o David vencedor de Goliat, 1598-1599-, transgrediendo sin disimulo el decoro clásico: la horrorizada Cabeza de Medusa de los Uffizi, Holofernes, Goliat… Quizá una proyección consciente del terror a la pena capital que acompañó la desesperada huida del artista que precipitó su muerte.
Un genio, un delincuente, en malignidad del vidrioso Cavaliere D’Arpino, que gozó de la protección del cardenal Del Monte y contó con el entusiasmo de los grandes coleccionistas –los Giustiniani, los Borromeo, el virrey marqués del Vasco-.
Demasiado pronto arrastrado a una deriva imparable por el destino aciago, una figura en la que Longhi entrevió piadosamente la tristeza y la desesperación en mayor medida que la audacia.
Se dice que era de color oscuro y tenía oscuros los ojos, “negras las cejas – una evocación de 1672- y los cabellos, y así aparece en sus pinturas”, vale la pena detenerse el retrato que le dedica Ottavio Leon titulado Retrato del pintor Caravaggio fechado hacia 1614. Lo cierto, es que al volver a ver sus pinturas he quedado petrificado de asombro, de ese asombro de admiración permanente.