Tomé un taxi, mismo que se detuvo posteriormente frente a un modernísimo edificio de cristal y acero cuya perspectiva parecía perderse en el limpio cielo azul. Subí unas escalinatas y caminé por un inmenso lobby hasta la zona de elevadores. El piso cincuenta y dos me esperaba.
Varias personas entramos en el ascensor, que en realidad era una plataforma dentro de un tubo de cristal. El artefacto inició su vertiginosa ascensión hasta el piso veinticinco, lugar donde casi se desalojó. Siguió su avance segundos después.
Algunas paradas más adelante, en el ascensor quedamos solamente dos mortales: yo y esa bellísima mujer de figura espigada, tez morena clara, cabello lacio y negro, ojos de jade y sonrisa arrobadora, que vestía una falda corta, hasta medio muslo, misma que no dejaba que mi imaginación se escapara del entorno.
El elevador siguió moviéndose. De pronto, frenó su carrera súbitamente. Aquella plataforma quedó en tinieblas al igual que todo el espacio que nos circundaba. La voz de mi acompañante sonó tras un suspiro corto:
– ¡Esto no me puede pasar a mí! –le oí decir entre molesta y decepcionada.
– Tranquilícese, esto no tardará más que unos segundos –indiqué, tratando de serenarla.
Las luces de emergencia del elevador se prendieron y la voltee a ver. Estaba recargada sobre la pared de cristal y temblaba visiblemente, de pies a cabeza.
– No soporto estar encerrada de esta manera –me contestó.
– ¿Claustrofobia? –comenté.
– Algo como eso –dijo entre dientes.
Me di cuenta que su estado de nerviosismo iba en aumento: su cara palidecía y, poco a poco, como si fuera a sufrir un desmayo, fue deslizándose por la pared de vidrio hasta quedar sentada, con las piernas dobladas sobre el piso del habitáculo.
-¿Qué le pasa? -le pregunté, esperando su respuesta.
No contestó, por lo que me cuestioné qué debería hacer, no había posibilidad, hasta donde me percaté, de que nos fueran a ayudar, y ya habían pasado algunos minutos.
Saqué, entonces, el pañuelo del bolsillo de mi saco, deseando que la loción que puse en él reanimara de alguna manera aquella mujer. Coloqué el lienzo cerca de su nariz y tomé una de sus muñecas para sentir su pulso. Estaba fría, como si fuera hecha de hielo. Sin embargo, sudaba copiosamente. Al fin, después de unos instantes, pareció que la aplicación del pañuelo surtió efecto. Ella abrió los ojos, volviendo a la realidad; los mismos se llenaron de lágrimas.
– ¿Qué le pasa? –le dije afligido.
– Solamente le confieso que no me siento bien en este tipo de circunstancias.
Me quité el saco, lo doblé y se lo coloqué tras la nuca; luego me senté y le ofrecí mi hombro. Acomodó su cabeza sobre él, pero no dijo nada. Pasó un lapso largo en el que solamente oí su respiración. Sabía que estaba despierta porque nos veía reflejados en el bruñido metal que formaba la parte baja de la plataforma. Tiempo después, se oyeron voces dentro del ducto del elevador. Por fin, algunas personas venían por nosotros.
– ¿Hay alguien ahí? –gritó un hombre.
– Sí –contesté aliviado-, somos dos personas: mi acompañante no se siente bien.
– En un momento los sacaremos –me contestaron.
Se oyó el ruido de un mecanismo no automático y el artefacto comenzó ascender con un movimiento pausado pero continuo. La mujer a mi lado no tuvo ninguna reacción. Estaba prácticamente bloqueada.
Después de hacer llegar la plataforma al nivel de piso, los socorristas abrieron las puertas de la cabina. Uno de ellos me ayudó a levantar a mi acompañante, y juntos la sentamos en la silla más próxima colocándole una frazada en la espalda. Uno de aquellos hombres comenzó a tomarle los signos vitales.
– Necesita atención rápida –dijo alarmado-. ¡Icémosla inmediatamente! Un helicóptero la espera.
Subiendo nuevamente el ascensor metro y medio para que sirviera de plataforma, los socorristas colocaron sobre los rieles que guiaban el elevador una camilla, misma donde colocaron el cuerpo inerte de mi compañera de aventura. Al dar una señal por un radiotransmisor, la camilla subió velozmente hasta el punto donde otros socorristas la condujeron a la aeronave que la esperaba. Instantes después, descendió otra camilla, permitiéndoseme subir a ella, para acompañar a la mujer durante su viaje al hospital. El helicóptero despegó inmediatamente. En el nosocomio un grupo de médicos y enfermeras recibió a la recién llegada.
– Espere usted en la sala de urgencias –me indicó un paramédico del aparato.
El artefacto despegó perdiéndose entre los edificios que nos rodeaban; yo descendí a la sala indicada. Más tarde, un galeno me invitó a pasar a su consultorio para informarme del estado que guardaba la mujer.
– He de comentarle que la “enfermita”, aunque se encuentra bajo la influencia del sedante que se le aplicó, se encuentra bien. Dentro de una hora aproximadamente se le dará de alta y podrá llevársela. Por otro lado, quisiera que me contestara algunas preguntas que requiero para llenar el expediente respectivo.
Después de contestar a sus preguntas, el médico me indicó:
– Espere la salida de su amiga en la sala de urgencias.
Dos horas más tarde vi salir, por una puerta, la figura delgada de esa hermosa mujer que, aún con el rostro demacrado, me regaló una hermosa sonrisa.
– Gracias –me dijo–, has sido muy gentil en acompañarme en estos momentos.
Sin decir nada, dejé que ella se asiera de mi brazo y la conduje al área de elevadores del edificio en donde nos encontrábamos; sin embargo, ella prefirió bajar por las escaleras. Aún tomada de mi brazo, salimos a la calle. En tal situación, solamente se me ocurrió preguntarle:
– ¿Quieres comer algo?
– Me siento un poco mareada; pero esto no inhibe mi apetito –me contestó mientras seguía afianzada de mi brazo.
– ¿Conoces algún lugar por aquí que te recuerde algo apetitoso?
– Claro que sí. Vamos –me dijo, quizá queriendo salir de su modorra–. Por aquí –me condujo.
Como un niño me dejé guiar por aquella mujer que me robaba el aliento. Su paso se hacía a cada instante más seguro y grácil, mientras sus formas sinuosas se reflejaban sobre las inmensas cristaleras de los aparadores. Los hombres me veían con envidia; yo crecí de súbito ante tal halago.
Nos sentamos poco después en el restaurante prefijado. Éste, de aspecto sencillo, se encontraba abarrotado de personas que parecían satisfechas con lo degustado. Terminando de ordenar, ella clavó sus codos sobre la mesa colocando la barbilla entre sus manos y, mirándome fijamente con sus irresistibles ojos verdes, me dijo:
– ¡Soy muy afortunada! Mira que toparme en mi camino con un ángel.
– Pues concluyo entonces que estamos en el cielo… Eso mismo te me imaginas tú: un ángel.
Su risa franca sonó como una cascada en mi desértica vida.
– Yo, ¿un ángel…? Te equivocas –me dijo-, soy un demonio vestido de mujer.
La comida fue deliciosa. Durante ella, hablamos de muchas cosas.
– Trabajo para la industria del vestido –me informó.
– ¿Eres diseñadora?
– No. Digamos que luzco el trabajo de los demás.
– ¡Eres modelo! –aseveré emocionado.
– Algo como eso… –contestó parcamente, y dio un sesgo a la plática con una pregunta.
– Y tú. ¿A qué te dedicas?
– Hoy tenía una cita con una empresa que es líder en la manufactura de componentes para la industria telefónica. Soy ingeniero en electrónica.
– ¡Oh!, un sabio…– exclamó ella.
– Pero sin trabajo –contesté.
Cambió el rictus de su rostro y me preguntó entre apenada y afligida:
– ¿Qué piensas hacer?
– Volveré a hacer la cita…, creo.
La charla siguió un tiempo más, hasta que ella me propuso:
– Dicen que para hacer una buena digestión es excelente caminar. El parque de Las Acacias está cerca de aquí. Te invito un helado y seguimos platicando. No creo, por otro lado, que hagas hoy mismo algo para lograr tu próxima cita. Anda, vamos…
Pagué la cuenta y acepté la invitación. Me sentí halagado y a la vez emocionado cuando ella me tomó de la mano. En verdad, no lo esperaba.
La luz de la tarde fue sucedida, poco a poco, por la de una inmensa y romántica luna en creciente. Nuestros pasos sin destino por aquel parque nos llevaron a unas cuantas cuadras del edificio donde la conocí.
– Vamos a mi departamento –me invitó.
En realidad me encontraba desconcertado. No me explicaba si lo que la llevaba a tal invitación era un profundo agradecimiento por mi actitud anterior, o una incipiente atracción hacia mí. Quizá parezca mojigato, pero, aunque ella me atraía, la primera opción no me gustaba, y la segunda me parecía tempranera. No obstante, pudo más mi libido y acepté.
La sorpresa fue inmensa cuando me di cuenta que el departamento de aquella muñeca se encontraba en el mismo edificio donde el destino nos juntó por la mañana, pero no subimos por el ascensor, sino por las escaleras. Ella llegó al quinceavo piso tan fresca como una lechuga; yo, hecho un hilacho.
– Sólo eres ejercitante de la mente… –apuntó.
– Te aprovechas porque en este momento no me puedo defender –le dije entre jadeos.
– Pasa –indicó sonriente.
– ¡Eres millonaria! –exclamé en forma automática al ver el lujo de aquel inmenso espacio de dos pisos.
– Bueno –aclaró-, el departamento no es precisamente mío... Sírvete del refrigerador lo que desees, mientras me pongo cómoda. El control de la pantalla está junto a ella, en uno de los nichos.
Diciendo lo anterior, subió la escultórica escalera de granito y desapareció. Encendí la pantalla y me senté en uno de los confortables sillones.
– ¡Dios mío…! –exclamé al verla bajar momentos después: vestía blusa entallada de encaje negro y unos jeans puestos con calzador… Ella era toda sonrisa y seducción.
La noche fue indescriptible. El despertar, la más grande desilusión de mi vida.
Abrí los ojos dentro de la suntuosa habitación, pero ella no estaba a mi lado. Me puse una toalla a la cintura y busqué mi ropa. Junto a ésta se encontraba una nota de mi amiga:
Me gustas demasiado, pero…, siempre hay un pero, las circunstancias que rodean mi vida no me permitirían hacerte feliz. Hombres como tú existen pocos: eres un caballero, sin embargo, no soy la “princesa” que te conviene. Te amaré siempre.
En ese momento me di cuenta que ni siquiera su nombre conocí. Me vestí y salí del departamento con la nota en la mano. Llegué a casa. Me sentía deprimido. Con todo, recordé la cita del día anterior. Marqué el número de la empresa.
– Arcus –me contestó una voz femenina.
– Señorita, el día de ayer tenía una cita con ustedes, para una entrevista de trabajo, pero…
La mujer estalló en júbilo:
– ¿Es usted Roberto Palmer? – me preguntó emocionada.
– Así es –le dije extrañado por la contestación.
– ¿Ya vio su nombre en el matutino de hoy?
– ¿En el matutino de hoy? No, señorita.
– Pues ahí está. Es usted un héroe…
Casi me desmayo por el comentario. Me pregunté: ¿quién supo del evento?
La voz de la mujer, al otro lado de la línea, me volvió en mí.
– La compañía sabe de la situación que vivió ayer, y tiene una nueva cita para usted, el día de mañana a las 11:00 hrs… ¡Ah!, y me promete su autógrafo ¿verdad?
– Sí, claro… Gracias señorita. ¡Ah!, sólo quiero hacerle otra pregunta –le dije atontado-. ¿En qué matutino está mi nombre?
– En La Gaceta…, señor.
– Nuevamente, gracias –le contesté apresuradamente.
Colgué el auricular y salí de la casa para conseguir un ejemplar.
Me senté en el primer lugar que encontré y abrí el matutino hasta encontrar la noticia: Atrapados en la oscuridad –decía el encabezado–. Narraba el apagón que sufrió el edificio donde me encontraba el día anterior. Casi al final del texto se hablaba de mi aventura con aquella hermosa dama. El único nombre que encontré: el mío. ¿Quién lo informó? –me pregunté–. ¿Quizá los paramédicos o el hospital? No había nada que hacer. Enrollé el periódico y me dirigí, pensativo, a casa.
Las cosas casi volvieron a la normalidad después de la entrevista. Obtuve el puesto, no obstante, antes de ocuparlo, ya era yo el hombre más popular de la compañía.
El tiempo pasó, mas la incógnita del paradero de esa dama no desapareció de mi mente. No me encontraba precisamente enamorado de ella; sin embargo, desde el día que la conocí, su imagen y su voz me despertaron muchas veces por la noche. Tontamente, en una ocasión, regresé al departamento donde pasé la noche junto con ella. La mujer de la limpieza me comentó: “Entran tantas mujeres aquí”.
El ritmo de la vida me fue comiendo. Un día, ante la insistencia de un compañero de la oficina, asistí a una gran tienda ubicada en uno de los pisos superiores del mismo edificio donde laboramos. La tienda me sorprendió; nunca pensé que ahí mismo, en aquel edificio, existiera algo parecido. Aquella estructura de acero y cristal era un mundo aparte.
Caminábamos indagando sobre el artículo que mi compañero buscaba, cuando, de pronto, la vi a lo lejos. De inmediato aceleré el tranco hasta casi correr.
Conforme mis pasos me acercaban al lugar donde la vi, me percaté de que se encontraba tras una cristalera… ¡sin movimiento! Paré, de súbito, poniendo las palmas de mis manos sobre la fría superficie. ¿Era ella… una maniquí? Un estremecimiento indescriptible recorrió todo mi cuerpo y los ojos se me rasaron de lágrimas. Recordé, de inmediato, lo que me comentó ella el día que la conocí:
¿Eres diseñadora? –interrogué.
No –me dijo-. Digamos que luzco el trabajo de los demás.
Golpeé con mi frente el cristal que nos separaba; sin embargo, una tibia mano tocó mi hombro con ternura.
La voz inconfundible de ella dijo:
– Toda creación se parece a su autor…, y me abrazó, mientras me decía: Te he extrañado.