Cuando llegó a la edad propicia, Amador, sin esperar más, se apersonó en uno de aquellos cuarteles que tantas veces visitó, y pidió hablar con el General en Jefe, mientras esbozaba una bella sonrisa a quien lo atendía.
Duro de expresión, el militar que lo recibió le dijo con voz enérgica:
– Tu sonrisa no le será grata al general. Pronto se abocará a borrarla de tu rostro.
Amador sólo se encogió de hombros y esperó hasta que el superior lo llamó a su oficina.
– Con que quieres ser soldado –dijo enfático el general cuando vio entrar al mozalbete.
– Sí, señor –contestó Amador, con su clásica sonrisa en los labios.
– Dime sólo una cosa –interrogó el oficial–: ¿tú eres el muchacho que he visto merodeando por aquí varias veces desde que me asignaron a este batallón?
– Sí, señor...
– ¿Qué no tienes otra cosa que hacer? –volvió a interrogar el general.
– Ayudo a mi papá en las tareas del campo.
– ¿Y la escuela? ¿Qué grado cursas?
– Ninguno, señor. Sólo quiero ser soldado.
El militar se quedó serio y pensativo observando al muchacho:
– Quizá llegarás a ser un buen soldado, pero tendrá que desaparecer esa sonrisa perenne de tus labios. La vida castrense lo logrará.
El joven fue enlistado como soldado raso en aquel batallón. Además del entrenamiento diario, se le impusieron las tareas más duras, se le doblaron turnos, los superiores lo maltrataron hasta el cansancio, pero, cosa difícil de creer: Amador nunca replicó. Todo lo contrario, siempre contestó con un sonriente: ¡sí, señor!
Algunos de los soldados más tozudos y malévolos le jugaban bromas tratando de malhumorarlo, pero nunca lo lograron. Entonces, toda aquella mala intención de los compañeros comenzó a cambiar. Algunos de ellos le tomaron afecto y se encargaron de que al joven se le respetara. El propio general lo veía diferente que a sus demás subalternos.
Una tarde, él mismo mandó llamar a Amador.
– Soldado, le ordeno que el día de mañana, al amanecer, se vista de gala. Lo espero en la explanada después del toque.
Al día siguiente, Amador, nervioso, se formó junto con sus compañeros en la plaza. Se izó la bandera y se llevaron a cabo los honores correspondientes. Luego, el general espetó:
– Cabo Amador Ángeles, dé un paso al frente.
Aturdido, el soldado obedeció la orden. El superior se acercó a él y le entregó unas cintas de mando al muchacho.
– Le aconsejo que se las ponga inmediatamente. Es todo... E hizo el saludo militar.
Amador contestó de la misma manera. El clarín sonó y todos en el cuartel siguieron con sus actividades diarias.
Los años pasaron. Amador, siempre solícito y sonriente, ascendió a capitán segundo. Sin embargo, las malas noticias llegaron con su último ascenso. La guerra con un país vecino era inminente.
– Los conflictos no son como la paz de los cuarteles –se dijo con seriedad Amador–. Ahora probaré de qué estoy hecho en verdad.
Las hostilidades se iniciaron y la sombra del dolor cubrió a su pueblo: bombardeos y destrucción, muerte y orfandad. Pero dentro de todo aquel caos estaba siempre la sonrisa de Amador: ayudando a los heridos, estimulando a sus hombres, dando un consejo a los lastimados por el trance. No se sabía cómo, sin embargo siempre estaba donde se le necesitaba, sin que nunca su sonrisa desapareciera de los labios. Lo anterior daba a su tropa el aliciente para avanzar y avanzar. A pesar de todo, Amador sufría sobremanera tal estupidez.
Una noche, el enemigo llegó hasta las inmediaciones del campamento que comandaba el capitán. Aunque había guardias por doquier, el ejército contrario incursionó e incursionó hasta sorprenderlos.
Estaban Amador y un subalterno estudiando la estrategia a seguir, cuando irrumpieron varios soldados enemigos en la tienda de mando. Sorprendidos los dos militares levantaron las manos. Amador, como era su costumbre, sonrió a los recién llegados mientras estos los amagaban con sus armas. Uno de los invasores ordenó algo a sus compañeros en un dialecto que el capitán entendió inmediatamente. Entonces, seguro, éste habló con sus captores.
– Bienvenidos –dijo mientras seguía sonriendo.
Los mismos se le quedaron viendo dubitativos. No esperaban tal recibimiento y además nunca imaginaron que el propio enemigo conociera la lengua que ellos hablaban.
Armando, aprovechando el desconcierto, se sentó e invitó a los contrarios a que hicieran lo mismo. Entre ellos se quedaron viendo sin saber qué hacer. El capitán insistió y el superior de los recién llegados se sentó, bajando su arma. El “anfitrión” siguió sonriendo y hablando de forma exacta el idioma de sus interlocutores.
– Señores, solamente les pido que antes de cumplir las órdenes de sus superiores, hablemos como gente civilizada e inteligente. Esta situación por la que luchamos no es cosa nuestra; realmente no me explico dónde comenzó o quién la inició, pero quiero aclararles que estoy aquí para salvaguardar la integridad de la gente que me sigue, y les voy a suplicar que solamente actúen sobre los que traemos uniforme; la gente civil es la gente civil y sufre por nuestros errores. Para ellos, los civiles, les solicito les permitan seguir su camino. Solamente son un grupo de errantes que buscan su salvación.
El jefe de los contrarios miró a Amador inquisitivamente.
– ¿Cómo sabes nuestra lengua?
– Realmente somos hermanos –dijo Amador–. Mi padre nació en Chámbaro, y fue quien me enseñó la tupa, vuestro dialecto.
– La aprendiste bien; eres hermano.
– ¡Claro! Papá hablaba tanto del río Pinzón, de sus juegos, de sus amigos del otro lado. No había rencillas como ahora. La tierra era de todos y todos eran de la tierra –finalizó Amador.
– Voy a concederte lo que me pides –dijo sereno el comandante del otro grupo-. Que siga la gente civil, tú te quedas junto con tus milicianos.
– ¿Este es un pacto de amigos? –sonrió Amaro.
– Este es un pacto de enemigos –sonrió su interlocutor.
Al siguiente día, la gente civil siguió su camino, no así los uniformados, quienes quedaron como prisioneros de guerra.
– ¿Tú sabes lo que va a pasar con ustedes? –inquirió el comandante a Amador.
– Lo sé. Qué importa ya.
– Morirás como un héroe, hermano. No haré ya nada más por ti.
– Que sea como Dios lo decida –contestó tranquilo Amador.
Al matizarse el crepúsculo, los soldados enemigos se preparaban para la ejecución de sus homólogos cuando una turba de civiles y soldados tomó el control del lugar. No hubo disparos: se fue la muerte que rondaba por ahí.
Amador no lo creía, los civiles volvieron para salvarle la vida a él y a sus compañeros. Amagados, los contrarios, bajaron sus armas, entregándose a los recién llegados.
El teniente que venía al mando de los civiles abrazó efusivamente a Amador y se puso a sus órdenes.
– Capitán, es un honor volverlo a ver.
– Y para mí es un gusto. Ya me hacía en el estómago de los buitres.
– Sin embargo sé –le dijo el teniente a su superior–, que encontraría su esqueleto desnudo y en su calavera la gran sonrisa que le caracteriza, señor.
Amador Ángeles volvió su rostro al comandante enemigo y le dijo:
– ¿Tú sabes lo que va a pasar con ustedes?
El comandante contestó lacónicamente un sí, lo sé.
– Pues no lo sabes –contestó el capitán–. Quizá vaya a cometer un error, pero mi decisión no la conoces. Tú y los tuyos se van; dejen sus armas y retírense antes de que vuelva la cordura en mí.
El comandante sonrió a Amador, le estrechó la mano y dijo solamente: gracias... La guerra terminó dos años después.
Cuenta la historia que Amador fue condecorado y nombrado General. Él estuvo en la mesa de negociaciones para el fin de las hostilidades. Su sonrisa e inteligencia lograron los mejores términos de rendición para sus enemigos.