Te percibo. Bajas o vas, no lo sé. Envuelves mi respiración. Miro hacia arriba, hacia la luz y me inundas con tu caricia enorme, larguísima y tan sedosa como la sombra del aliento.
Ya entendí que no se trata de comprenderte. Entiendo que no hay nada que entender acerca de ti. Solamente estás, envuelves, me envuelves y embadurnas con la fresca y sencilla noción de poder aspirar a tener paz.
Es lo que me obsequias, viento, una sed de escanciar horizontes, y formar sombras dulcísimas con el perfil de la voz. Eres la forma de la profundidad, ausencia presente que huele a los murmullos inmarcesibles de la lejanía.
Suavidad y castigo, bendición y apocalipsis, tranquilidad y desasosiego. Eres el movimiento amplio de la luz, lo que siempre tiene calma, viajero eterno que todos los rumbos ha llenado. Cuántos caminos has pulido, cuantas huellas de errantes incurables y de soñadores tránsfugas desvaneces sobre la infinita maraña de senderos que tejen el rostro de la vida y la mirada del destino.
Dejas una sed suave y melancólica, llena de húmedas evanescencias que han llegado a borrar mi desesperanza y la áspera acritud del miedo. Oigo tu presencia aspirando tu caricia.
Me encanta que llegues, pues hasta en mis sueños has concurrido en forma de brisa luminosa, que he traducido con cada poro de la piel –ya sembrada de derrotas- como ambarina y vespertina esperanza. Viento, me das fuerza.
Me has hecho sentir que no estoy solo. Eres el código que solidifica la raíz gruesa de mi voluntad, mi sangre en ascendente remolino. El vivo retrato –indescifrable- de estas ansias que el desengaño ha tamizado.
Te llevas la voz sembrada de inquina, marchitas y destierras los diálogos falsos, la mentira florida, la palabra maquillada con odio dulce. Te has llevado la sonrisa hipócrita y el saludo punzante, el que desgarra con cada abrazo.
Viento, lavas y limpias las almas que lo merecen, las mantienes libres de envidia y encono. Eres unción, ruta de sueños. La voz de la mirada de luz. Ya lo acepté así.