Me gustan los libros, me gusta leer, y esto no tiene más relevancia que el mero gusto de hacerlo. Y así como hay quienes al ir manejando ven una tiendita y se paran para comprar unos cigarros o un refresco de lata, cuando voy manejando y veo un local o un puestito donde venden libros, pues, también me orillo para ver qué hay que me pueda gustar.
Desde hace un tiempo había descubierto un changarrito con libros “de viejo”, pero por no poder estacionarme en ese momento, había postergado la visita. Hoy volví a pasar por el lugar mencionado y como pude acomodé mi carrito en una esquina.
Llegué al local y me recibió el propietario de manera amable, “bienvenido, lo que guste, escójale con calmita, estoy a sus órdenes”.
Hasta ahí la amabilidad hubiera estado bien, sin embargo, el enjuto señor resultó un tipo de lo más castroso.
De inmediato agarró una revista y me dijo “se la recomiendo, mire qué bonitas fotografías, qué hermosas flores, qué jardines tan preciosos. Si recorta una de estas fotos, la enmarca y la cuelga en sus sala, todo el mundo le va a preguntar que de dónde la sacó”. Nada me importaba la revista en cuestión, así que le dije que iba a ver los libros que tenía exhibidos en unas tablas, a la entrada del lóbrego local. “Adelante, por supuesto, adelante”.
Sin darle más importancia me enfoqué en revisar los diversos títulos. “Debería llevarse este libro de políticos de China, es muy interesante”, volvió el ruco. Inhalé profundamente y con amabilidad le externé que no son de mi interés los políticos de la lejana China.
“Ah, entonces aquí tengo este otro libro de historia de los chinos, le va a gustar”, dijo, extendiéndome un tabicote. No gracias, dije con sonrisa fingidísima. ¿Puedo pasar?, le pregunté señalando al sombrío y reducido interior, con la intención de encontrar algo que me llamara la atención, y de que me dejara de chingar. Pero por un solo momento no le paró el hocico.
Entre más yo lo ignoraba, más saliva él le invertía, y terminó hablando de que la biblia dice que el séptimo día no se debe trabajar.
De plano lo ignoré mandándolo en mis adentros bien a la chingada. Pero le siguió. Había muchos libros amontonados que la verdad no me dieron ganas de revisar ni de mover, una, por tener al merolico encima (y que ya me estaban dando ganas de meterle un cabronazo) y, dos, porque descubrí en los estantes a varios gatos acurrucados entre los textos, o sobre ellos.
Vi un gato amarillo que se relamía, sarnoso a más no poder. Me dio asco ver cómo se chupaba su carne infecta y lampiña. Tenía la cabeza llena como de tamo, por la misma enfermedad. Ya ni me acerqué.
En ese momento, no olviden que a la tarabilla esa de dueño no le paró un momento el hocico, me percaté del fuertísimo olor a meados de gato que invadía el lugar. Penetrante, cabrón. Y al volverme para salir, justo enfrentito y abajito, en otra tabla y sobre una enciclopedia, un gato negro más sarnoso y jediondo que el amarillo. No manchen, se le caían los cachos por la sarna, una de sus orejas ya era sólo un pedacito.
A mi izquierda había una escalera angosta llena en sus muros también de publicaciones, y de ahí empezó un ladradero del demonio. Reitero que el tipo seguía en su perorata.
“También tengo unos perritos, nada más sienten a un extraño y se ponen como locos, ahorita les voy a dar de comer, porque sienten los animalitos, son como la gente, verdad”. Me salí. Pensé que si los gatos estaban cayéndose a pedazos, cómo estarían los pinches perros.
Un sabor grueso, asqueroso y profundo se me quedó incrustado en la boca. Muchas gracias y adiós, le dije. Mientras me largaba me dijo que viera la enciclopedia, llevaba dos libros en las manos. Le hice un ademán para darle a entender que ya me dejara de chingar y que nunca volvería, pero él entendió lo que se le acomodó, porque me dijo “aquí lo espero, yo creo que la próxima semana llegan”. Sepa qué madres interpretaría.
Comento que mientras salía y me iba lleno de náusea, lo miré momentánea y profundamente. Ya había visto desde el inicio que era un sujeto enjuto y mugrosón. Pero al verlo tan de frente y de repente, tan de lleno en ese instante, me pareció una especie de caricatura de sus gatos asquerosos. Muy a la semejanza de ellos, como si lo hubieran bocetado para tenerlo ahí, hablando hasta el hartazgo de los demás. Me pareció un antropomorfo remedo de esos felinos nauseabundos.
Nada más de recordar esos libros que agarré, vuelvo a sentir el pésimo olor que en ese lugar repta y se unta espeso, oscuro.