(Málaga, 1881-Mougins, Francia, 1973) es, sin duda, uno de los escasos puntos estables que han marcado el arte del siglo XX y XXI. Idolatrado, discutido y desde luego, mal “disimuladamente” envidiado, el arte de Picasso ha roto toda innovación estética de su tiempo. Incluso movimientos alejados de las creencias figurativas y formalizadoras del artista, como lo fueron el surrealismo o la abstracción temprana, se nutrieron del despliegue imaginativo de Picasso.
En los últimos años se ha publicado una cantidad increíble de estudios sobre Picasso, algunos son sorprendentes como los de Sabartés(1946), Penrose (1958), Pierre Cabonne (1961) –sus cuatro tomos El siglo de Picasso-, Pierre Daix (1966), Palau i Fabre (1980), la biografía Vida de Picasso de John Richard, hasta el extraordinario libro de John Berger The Success and Failure of Picasso (1993).
Recuerdo todos estos estudios, pues este año se celebra el 134 aniversario del nacimiento de Picasso, los más de 70 años del nombramiento del artista como director del Prado y los casi 30 años de la llegada a España del Guernica, el cuadro encargado por la República para el pabellón español de la Exposición Internacional de París de 1937,que tardó 44 años en llegar a España, y que se ha convertido en un “símbolo universal”, con elementos plásticos de la tragedia griega y el mundo mediterráneo.
En ese marco, la obra de Picasso siempre confirma la curiosidad por épocas específicas en su evolución, que demuestran la severa recapitulación de la visión occidental del arte. Una presencia apabullante que la disolución del arte por vericuetos “gestuales –dice el crítico Francisco Calvo Serraller– y performativos, en el umbral de un nuevo siglo, no hace sino acentuar como una manera contundente de ser artista moderno”.
La apabullante recuperación de Picasso como escultor, que se exhibe actualmente en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, bajo el título Picasso Esculturas, recorre 62 años en la carrera escultórica del genio español, entre 1902 y 1964, dividida en nueve etapas.
En el primero de estos capítulos de la muestra, que abarca de 1902 a 1909, está la primera escultura que Picasso hizo con 20 años en Barcelona, Mujer sentada. También Cabeza de mujer y El bufón. Su primer contacto con la técnica, la traslación del cubismo a las tres dimensiones que poco a poco fue transformando. Influenciado por su famosa visita al Museo Etnográfico de Trocadero y su amigo Paul Gauguin, Picasso se fue alejando cada vez más de la noción de escultura clásica que existe aún a principios del XX y llegó hasta su segundo episodio, de 1912 a 1915, uno de los más breves, pero más productivos en el que hizo decenas de variantes de Guitarra y de Naturaleza muerta.
Picasso es sin duda el pintor del siglo XX, y desde ahora, es ya el gran escultor del siglo XXI. La primera exposición en la que el artista expuso sus esculturas, solo seis, fue en París en 1932 con el galerista Georges Petit. En 1966, París le hizo una gran retrospectiva y homenaje en la que por vez primera se descubrió su faceta escultórica. En 1967, el MoMA exhibió La escultura de Picasso, que fue considerada como el “gran secreto guardado del siglo XX”.
Si en 1932 la escultura era todavía una actividad semiclandestina —sólo siete obras se expusieron en París, de las cuales tres estaban hechas en colaboración con Julio González-—, la evidencia fotográfica de sus estudios y la incesante referencia a la tridimensionalidad en los comentarios del artista hablan de la seriedad de sus preocupaciones.
El papel y los pigmentos mostraban una ductilidad que sólo con el tiempo Picasso alcanzó en las construcciones volumétricas de carácter expresivo o sencillamente objetual. Si lo que se pretende, por el contrario, es decir que Picasso es un mago que fantaseaba con cuanto pasaba por sus manos, basta con admirar sus variaciones sobre cartón Guitarre (1912), auténtico desafío efímero de la energía dimensional del plano, o el sillín y el manillar de bicicleta con los que inventa Cabeza de toro. No en balde las vanguardias habían hecho trizas los géneros tradicionales.
En efecto, Picasso, impaciente e intuitivo como nadie, era incapaz de detenerse en la compleja realización de proyectos, que abandonaba en croquis y bocetos como rotundamente ha demostrado la publicación de Carnets, a partir de ahora referencia fundamental para el constructivismo volumétrico picassiano. La improvisación se imponía a la reflexión en sus esculturas, y sin embargo, terminó solo 700 piezas -150, muchas originales, se ven en la muestra del MOMA- frente a los más de cuatro mil cuadros que pintó en su vida. Pero los testimonios son viejos. Primero González y después Zervos hablan de la escasez de tiempo para desarrollar prometedoras ideas visualizadas por el artista en cuatro trazos. A iniciativa de Kahnweiler, Brassáí fotografía el taller de Picasso y nos abre esa civilización desconocida, en palabras de Picasso a Spies en 1969, que permite entender con visión nueva el orden de la evolución radical de la escultura moderna.
Las construcciones de metal y madera hacen la escultura cubista, y el hierro y los modelados de los veinte apuntan el brillante despeje de la soldadura en los treinta, y de los ensamblajes de objetos de los cuarenta. A partir de 1948, la cerámica adquiere protagonismo esencial en las estrategias tridimensionales del artista.
La muestra de Nueva York subraya una vez más la capacidad manual de Picasso, su destreza y habilidad para dar vida artística a la más irrelevante asociación formal y su inventiva para rastrear en el detalle individual el núcleo de todo nuevo hallazgo plástico.
Boccioni, Duchamp-Villon, Brancusi, Archipenko, Laurens, Lipchitz, Chillida, Oteiza, Serra, Tatlin han inventado la escultura moderna, sin duda, pero todos han visto marcadas sus vidas por la impertinente presencia de Picasso.
Que era una esponja para absorber soluciones apenas solidificadas en el aire es un hecho sabido. Pero, Picasso abarcó, devoró y cambió al siglo XX.