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Bajo el Volcán

“Hoy el mundo ha perdido su identidad local”

Entrevista con Raymond Carr

Miguel Ángel Muñoz Miguel Ángel Muñoz
Martes, 5 Agosto
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Madrid. España. El nombre del historiador Raymond Carr (Bath, Gran Bretaña, 1919) es fundamental en la historiografía contemporánea. Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 1999 y profesor emérito de Historia Latinoamericana en la Universidad de Oxford, es autor de los libros  España 1808-1939; Estudio sobre la República y la guerra civil española; España de la dictadura a la democracia;  Historia de España – libro en el cual recorre en 300 páginas  2000 años de historia, desde la prehistoria hasta el triunfo del Partido Popular-   y editor del volumen  Visiones de fin de siglo.

La lectura de su libro Historia de España, según Carr, es que “no hay una esencia permanente, un alma específicamente española que designa al país. La historia de España no se puede explicar como si fuera un ente autónomo, como si estuviera marcada  por un alma o una esencia que recorre infalible el tiempo y el espacio. Lo que enseñó mi maestro, Vicens Vives, es que la Historia de España, por muy  excepcional que a veces nos parezca, se puede estudiar con los mismos métodos que un historiador emplea para analizar cualquier país moderno”.

-¿No es complicado resumir dos mil años de historia en un volumen?

-Es una tarea muy difícil, sobre todo por la reciente explosión de los estudios de investigadores especialistas, por ejemplo, los de los economistas de la Historia del siglo XIX, las nuevas visiones sobre la historia política de la Restauración o la gran avalancha de monografías sobre las historias regionales. Quizá, por ello, un libro como el mío  sea muy ambicioso, pero he escogido a las mejores especialistas para hablar de cada época de la historia de España.

-Entonces, ¿considera que España supera con esta nueva investigación su vacío historiográfico?

-Sí. Hay  dos cambios importantes en la historiografía española de los últimos 20 años. El primero, que los historiadores españoles rechazan la visión de España como país excepcional, fuera del marco europeo. Tratan la historia de España, como la de Alemania o Francia.  Y también hay otra cosa: la adopción  por Vicens Vives en los sesenta de los métodos importados. En la presentación  del libro he  intentado explicar la deuda que he contraído con los historiadores de España.  De mi generación hay autores como Jover y, sobre todo el XIX, Gonzalo Anes. Y Vines.

-¿Supone, entonces que hay, ya una nueva visión histórica de España?

-Creo que la historia de España ha experimentado un proceso de revisión por obra de una generación de estudiosos, sobre todo españoles, libres  ahora de las limitaciones intelectuales impuestas por el franquismo. Este proceso se puede considerar como un rechazo de cualquier intento de trazar a España como un caso excepcional. Su historia  debe continuamente estudiarse. Como se estudia la de cualquier otro país importante de Europa.

-¿Qué tendría de excepcional España a diferencia de  Italia, Francia o Alemania?

-En primer lugar, odio el calificativo hispanista, como si un historiador de España tuviera  que tener dones psicológicos para entrar en el estudio de este país. El término viene quizás porque España fue la única nación de Europa occidental, con zonas extensas de su territorio, ocupadas desde el siglo VII por gobernadores islámicos, que no eran ni europeos ni cristianos. La Reconquista fue un largo proceso que no concluyó hasta 1492, con la caída del último reino: el de Granada. Para Richard Ford, que publicó  en 1844 su libro  Manual para viajeros por España, la ocupación árabe había dejado una herencia perdurable. Sin embargo, por importante que sea la  Reconquista como mito fundacional del nacionalismo conservador, el tejado  árabe no puede ya servir para explicar el problema que comenzó a obsesionar tanto a los españoles como a los observadores extranjeros desde el siglo XVII en adelante. ¿Cómo es que una nación en otros tiempos grande, con un extenso imperio ultramarino y una vida cultural floreciente, pudo llegar a ser considerada por los diplomáticos como  une cour secondaire,  una nación de segunda fila. Y en esto es en lo que no estoy de acuerdo; es más, siempre lo he criticado.

-Pero de alguna manera el nuevo “revisionismo” de los historiadores no niega  las grandes influencias que tuvo España, ¿cómo lo podemos explicar?

-El revisionismo no significa que se nieguen la influencia social e intelectual de la Iglesia Católica o de otras. Tampoco significa vaciar de carácter polémico la historia de España. Las consecuencias sociales y culturales de la presencia de una numerosa población árabe y una minoría de judíos siguen siendo asuntos controvertidos.

Lo que se rechaza por completo es la visión romántica de una España excepcional que volvió  deliberadamente la espalda al progreso como el fin de preservar los valores humanos y, según Rilke, espirituales perdis por las sociedades burguesas en su carrera hacia la prosperidad material para los románticos de la década de 1830 y para muchos de sus sucesores, el  héroe emblemático era don Quijote; la historia de España  no se había de explicar, según ellos, en función de factores objetivos, sino por alguna intención especial del alma española. Los historiadores actuales aprobarían el veredicto de Pío Baroja, para quien la mitad de las necedades dichas sobre el alma española habrían sido inventadas por extranjeros, y la otra mitad por los propios españoles.

-¿Cree que esa diversidad española sea clave para entender su historia?

-Desde luego. Por ejemplo, en el siglo XVIII, la diversidad del régimen y técnicas agrícolas impresionó a todos los observadores  ingleses, llegados de un país donde las condiciones climáticas y los modelos de propiedad de la tierra eran más uniformes. Pero no sólo ahí se demuestra su  diversidad, sino también el paisaje, en la arquitectura de la España rural, en las comarcas de monocultivo olivarero de Jaén y en las extensas fincas de Extremadura, etcétera.

-Otro de los grandes temas es la España del siglo XIX y la formación de un Estado liberal, que muchos historiadores españoles no han tocado, ¿por qué?

-Franco quería  borrar el siglo XIX de la historia de España, y creo que muchos de los historiadores de la época tenían miedo por lo mismo. Al descubrir ese vacío, Franco intentó recuperarlo y proponerlo como uno de sus grandes períodos. Creo que lo que Franco no aceptaba  era entender que el siglo XIX tuvo una tradición liberal muy importante y rica, e incluso hay algunos historiadores españoles que afirman que el Estado liberal español era débil, aunque en un sentido administrativo y político fue fuerte e inversionista, pero como Estado pobre no podía ser eficaz su actuación. Desde mi punto de vista, toda esa pobreza explica el gran fracaso del liberalismo del siglo XIX. Hay que ver detenidamente el ejemplo de la educación: España tenía  un sistema de educación primaria más avanzado e inteligente que Inglaterra, pero faltaban muchos recursos para llevarlo a cabo.

-En su contraposición, en pleno siglo XIX España es de alguna forma potencia europea (en lo artístico, por ejemplo), pero su gran “localismo” o sentido de la patria chica se pierde poco a paco, ¿cree que es un producto del capitalismo, de la globalización…?

-En gran parte de España ha habido siempre elementos  ajenos que han minado el localismo: monjes franceses en la Edad Media o trabajadores inmigrantes en los siglos XVI, XVII y desde luego hoy día. Todas las localidades tienen reclutas que han cumplido el servicio militar  fuera del pueblo; un relato picaresco del  siglo  XVIII es la autobiografía ficticia de un pícaro que había servido en ejércitos de toda Europa, menos en España. Hay que entender que, a pesar de la gran fuerza que tuvo en el pasado la patria chica como centro de interés, el español motorizado ya no está atado a ella. El rápido crecimiento económico de la década de los sesenta, que a partir  de un nivel bajo, llegó a superar el de otras naciones industriales, a excepción de Japón, ha  transformado la sociedad española asimilándola cada vez más a las sociedades consumistas que la rodean.

-¿Se  está perdiendo la identidad española?

-Sería muy difícil decir que ya se perdió, pero ahora  los españoles  que emigraron a las ciudades y las zonas industriales, vuelven, quizás, a sus pueblos nativos para participar en las fiestas locales, pero no se muestran inclinados a abandonar los servicios de la vida urbana a cambio de los consuelos sentimentales del ruralismo. De ello  dan testimonio los pueblos abandonados, descritos con elocuencia por Miguel Delibes.

-¿Qué se perdió en la transformación de España?

-La tertulia, la reunión en torno a una mesa de café de amigos que compartían una misma forma de pensar, ha sido  sustituida por interminables charlas de radio, que son muy escuchadas. Aunque en Cataluña, Galicia y Euskadi han fomentado el patriotismo local, no se han logrado  recuperar las grandes tradiciones locales, pues ya muchas de ellas se han perdido.

-¿Percibe algún paralelismo con lo que ocurre en otras partes del mundo?

-Creo que, en general, el mundo cruza una gran pérdida de identidad local. No sòlo el problema es español, sino que la mal llamada globalización afectó todo el entorno mundial. Hay muchas comunidades en Inglaterra que han cambiado desde que apareció la  televisión, ahora sólo queda el recuerdo u algunas páginas escritas de sus tradiciones.

-¿Queda algo por estudiar en España?

-La Guerra Civil. Aunque yo me he interesado más por los problemas económicos de la zona republicana, y por la deserción en los Ejércitos. La intervención de Italia y Alemania y la falta de apoyo  de las democracias fueron muy importantes. Para mí el problema de la Guerra Civil es el de la disciplina. El ejército de Franco era regular y el republicano tenía las dificultades de las milicias. Eso todavía no se estudia a fondo.

 

*Esta entrevista forma parte del libro Crónicas de la memoria de Miguel Ángel Muñoz, de próxima aparición. Originalmente Hoy, el mundo ha perdido su identidad local” Entrevista con Raymond Carr, se publico en la Sección Cultural del Periódico El Financiero, miércoles 11 de julio de 2001.

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