Casi a la medianoche del jueves 24, la quietud del autobús Futura procedente de Querétaro se vio interrumpida por cuatro sujetos embozados. Los más de 20 pasajeros —entre adultos, ancianos y niños— despertaron sobresaltados cuando se prendieron las luces y escucharon a un hombre decir: bájense todos porque nos vamos a llevar el camión.
Afuera lloviznaba y estaba oscuro, sólo se divisaban las luces de la ciudad a lo lejos. “No se espanten, no traemos armas, sólo queremos el camión para llevarlo a Ayotzinapa”, dijo otro de los sujetos que parecían muy grandes para ser estudiantes.
Las palabras del sujeto descartando la posibilidad de que fueran asaltantes, no tranquilizó mucho a los pasajeros, algunos de los cuales comenzaron a recoger sus cosas resignados a que tendrían que salir a la intemperie. No sabían qué pasaría con sus maletas que venían en el compartimento de abajo.
De pronto, una mujer se levantó de su asiento y dijo con voz fuerte: “No, nadie se baje. Chofer, llévenos a la terminal porque nosotros pagamos un boleto de terminal a terminal, no para que nos deje a media autopista lloviendo”.
Los hombres embozados no atinaban qué hacer. Uno de ellos trató de justificar su proceder diciendo que su lucha es por la justicia y la igualdad social.
“¿Y de verdad creen que con este tipo de acciones van a conseguir el apoyo de la gente? —contestó la dama desde el asiento número 20— aquí viene gente con niños pequeños, personas de la tercera edad. No sean inconscientes”.
Ya para ese momento algunos de los pasajeros se habían contagiado de la valentía de la mujer y la apoyaban. “¡No nos vamos a bajar!”, decían.
Como los supuestos normalistas insistían en llevarse el autobús, la mujer tomó su celular y marcó a un número que parecía ser de la Policía y comenzó a narrar lo que estaba ocurriendo. “Por favor mándenos una patrulla y que las cámaras del C5 traten de monitorear. Estamos a bordo del autobús Futura número 9618 que viene de Querétaro con destino a Cuernavaca. Sí, sobre la autopista a la altura de Chamilpa”.
Finalmente los sujetos desistieron de su intención y bajaron del autobús. No sabemos si se regresaron a Guerrero o esperaron otro autobús en el que no opusieran resistencia.
“Gracias señorita. Yo no podía hacer nada porque la empresa nos ordena no resistirnos para no poner en peligro a los pasajeros”, dijo el chofer como tratando de justificar por qué detuvo su marcha sin saber si se trataba de “activistas” o delincuentes.
La anécdota es real y ocurrió a la hora y en el lugar aquí mencionado, en el autobús 9618 de la empresa Futura. Afortunadamente no pasó a mayores, pero nos deja varios aspectos dignos de análisis.
Primero, que a seis años de la matanza de estudiantes de la Normal “Isidro Burgos”, existe el riesgo de que este crimen se quede en forma permanente como justificación para cometer delitos, tales como el secuestro de autobuses (robo de vehículo, jurídicamente hablando) y ataques a las vías de comunicación.
El segundo, que un día la gente se puede cansar, y que así como en este intento una valiente mujer se atrevió a desobedecer sus órdenes, en otra ocasión puede surgir un ciudadano armado y entonces sí quién sabe qué ocurra.
Desde nuestro particular punto de vista, lo que pasó en Guerrero el 26 de septiembre del 2014 tenía que pasar tarde o temprano. Es como si se tuviera un tanque con gasolina y un costal con juegos pirotécnicos: sólo faltaba un chispazo.
Todos o casi todos conocemos la historia de la Normal de Ayotzinapa. Forma parte del sistema de escuelas normales rurales concebidas como parte de un ambicioso plan de masificación educativa implementado por el estado mexicano a partir de la década de 1920, cuando Moisés Sáenz (1888-1941) era secretario de Educación Pública. El proyecto de las normales rurales tuvo un fuerte componente de transformación social, por lo que han sido semillero de movimientos sociales.
Dicho en otras palabras, las normales rurales son las escuelas del comunismo. De ahí salieron Lucio Cabañas y Genaro Vázquez, considerados por el gobierno mexicano como líderes de la guerrilla en los años setentas.
En la ideología maoísta que muchos de ellos profesan (algunos sin conocerla a fondo), hacerse de los instrumentos para la lucha (vehículos, armas, dinero, comida) no se considera delito, y en la Normal lo practicaban de manera consuetudinaria.
De hecho, hubo un antecedente que pasó desapercibido para muchos, pero que avisaba claramente que algo peor podía pasar. El 12 de diciembre de 2011, los estudiantes normalistas bloquearon la Autopista del Sol a la altura de Chilpancingo, capital de Guerrero. El gobierno del estado, entonces en manos del perredista Ángel Aguirre, implementó un operativo para disolver el bloqueo que tenía como objetivo exigir la reanudación de clases en Ayotzinapa, pero durante el enfrentamiento murieron dos estudiantes.
En el otro extremo, el narcotráfico se iba asentando en el estado de Guerrero poco a poco hasta que se convirtió en el amo y señor, ante la incapacidad de los gobiernos. Así, los narcotraficantes pusieron a alcaldes y jefes de policía para controlar absolutamente todo.
En el caso del municipio de Iguala, se fueron a los extremos: la esposa del alcalde era parte de la familia que controlaba el trasiego de droga en esa zona. Su poder creció tanto que la pareja se llegó a creer omnipotente.
Y en esa región de Guerrero realmente lo eran. Tenían a su servicio a la policía municipal y estatal. La Policía Federal y el Ejército, si bien no estaban a su servicio, sabían de sus actividades y las consentían.
Con esas condiciones, era “natural” que cuando el alcalde de Iguala, José Luis Abarca, escuchó que un grupo de “estudiantes revoltosos” se dirigían a Iguala y le podían echar a perder el evento de su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, ordenó a su policía que no los dejaran llegar “a como diera lugar”.
En esos lugares donde el narco ha sentado sus reales, es de lo más común que la Policía entregue a las personas detenidas a los sicarios, y que estos se encarguen de desaparecerlos como les pegue en gana.
Y en un país donde tradicionalmente el narco ha convivido con la autoridad, también es entendible que el gobierno de Enrique Peña Nieto haya ordenado a la PGR que encontrara unos culpables sin importar los métodos ni lo que costara.
Por eso es que Tomás Zerón (entonces director de la Agencia Federal de Investigación) se gastó cientos de miles de pesos y torturó a decenas de sicarios y policías para después encarcelarlos.
A seis años de distancia y con un gobierno de izquierda, la gran pregunta es ¿qué hacemos con el tema de los 43 de Ayotzinapa?
Suena cruel, pero ya nada hará que los 43 (hay dudas de que realmente sea esa cifra pero para efectos publicitarios así quedará) regresen con vida. Entonces el Estado tendrá que buscar la forma de reparar el daño y dar sosiego a sus deudos. Y eso, a final de cuentas, sólo se resuelve con dinero.
En el tema de la justicia ya sabemos lo que pasará: los que perseguían ahora serán perseguidos (y si regresa el PRI no descarte que se persiga a los hoy perseguidores, pero al final todos irán saliendo poco a poco. Pasará lo mismo que con la matanza del 68, con el asesinato de Colosio, con la desaparición de Rosendo Radilla, etc. Se irá diluyendo con los años hasta que ya sólo quede como un mito.
Lo que no debe pasar es que, en unos cuantos años, haya gente que siga lucrando con el tema de “los 43” y que ni siquiera sepa qué fue lo que realmente sucedió, como ocurre con la icónica foto de Ernesto “El Ché” Guevara, que a 53 años de su muerte, millones de personas la siguen usando.
HASTA MAÑANA.