Cuando eres viajero y puedes elegir tu asiento en un avión puede que seas de uno de estos dos tipos: el práctico que siempre quiere estar junto al pasillo para levantarse al baño o por bocadillos libremente o el contemplativo, que a pesar de saber que no será una tarea fácil pasar encima de sus compañeros de viaje, prefiere el asiento de la ventana para admirar justamente los secretos que el cielo esconde más allá de las nubes. De los pasajeros que tienen el asiento de en medio ni hablemos, o fueron los últimos en comprar sus boletos o simplemente tienen muy mala suerte porque no hay peor asiento que ese en un vuelo de muchas horas.
Pero volvamos al cielo. Yo me considero una pasajera contemplativa, es decir, que siempre que puedo elijo el asiento de la ventana.
Afortunadamente, incluso cuando no puedo elegir (por comprar boletos muy baratos en aerolíneas que consideran esto un privilegio por el que se debe cobrar extra), he tenido la suerte de que el asiento de la ventana esté reservado para mí.
Esa minúscula ventana hacia el exterior no sólo me representa un respiro de mundo exterior en medio del ambiente claustrofóbico de la cabina, también me representa la oportunidad de mirar hermosas montañas nevadas, o incluso ciudades enteras, colores que jamás podría admirar en los atardeceres a ras de suelo y formas indescriptibles de esas nubes de algodón donde todos hemos soñado recostarnos alguna vez.
Últimamente no sólo me dedico a contemplar, también a entender lo que estoy mirando por esa ventanita. Esto después de que por azares del destino abrí los ojos justo cuando estábamos sobrevolando muy al norte, más allá de Canadá y pude contemplar el cielo color magenta más bello de mi vida que después se tornó violeta y luego turquesa. Había un momento en el que yo no sabía si estaba volando o buceando en el fondo de un mar perfecto. Aquello, después supe, era una Aurora Boreal. Claro, era enero, y yo nunca había hecho un vuelo trasatlántico en invierno.
Por eso, ahora cada vez que el cielo me regala una imagen espectacular a través de esa ventanita, pongo en la pantalla, el mapa que indica en tiempo real la ubicación geográfica del avión.
Así supe que cuando debajo de nosotros había un enorme manto blanco no eran nubes, sino Chicago totalmente nevado. Que cuando volé de España hacia Suiza, las primeras montañas que vi eran los Pirineos, y después por supuesto, llegué a la majestuosidad de los Alpes.
Pero cosas más estupendas aún pueden pasar si miras el mapa y al mismo tiempo la ventana de tu avión. ¿Han visto que en el mapa de la pantalla les indican con sombras y luz los lugares en los que es de día y es de noche en el mundo? Bueno pues en este último viaje yo pude ver exactamente como se cruza esta línea y hacerlo es como ver un amanecer en alta velocidad.
Primero se alcanza a ver como un horizonte iluminado, tenue y lejano. Como una luz al final de túnel. Ésta se va haciendo cada vez más ancha, hasta que se torna en una franja multicromática que asemeja a un arcoíris horizontal y recto. Pero el avión se acerca a gran velocidad, así que la luz va apareciendo cual si se levantara un telón oscuro para dar paso al rey sol. Algo realmente espectacular.
Otro regalo del cielo en este viaje fue poder ver un atardecer por encima de las nubes. Entonces no era el lienzo azul el que se pintaba de colores naranjas, eran las nubes que variaban su color cual si fueran enormes algodones de azúcar. Violetas, magentas y naranjas, combinados con el tono azul del cielo, las nubes realmente lucían espectaculares.
Por otro lado, en estas recientes andanzas, pude por primera vez llegar a París unos días antes de la primavera. Llegué de noche, con un cielo despejado, así que por primera vez pude deslumbrarme realmente y entender el significado de “La Ciudad Luz”. No en vano dicen que París y sus luces se distinguen desde el espacio exterior, créanme, es verdaderamente impresionante. Por supuesto se ve la Torre Eiffel pero creo que a mi me maravillaba más cómo las luces delineaban perfectamente el diseño circular de Ile de France, es decir, de París y las regiones a su alrededor. Los barrios construidos en torno al Sena, los cuadrantes delimitados a partir de la isla. Simplemente espectacular para una amante de París como yo.
Así que sólo me resta decirles queridos lectores viajeros, cuando puedan, elijan un asiento con ventana en sus vuelos. Y cuando estén en tierra firme, en cualquier punto del planeta, no olviden levantar su mirada para recibir el regalo que seguramente a diario, el cielo les tiene preparado.