Yo soy como soy y él también. Ambos somos tercos como mulas y orgullosos. Narcisos en flor. Ninguno va a cambiar y es triste pero, aunque seguramente nos toparemos nuevamente para solucionar nuestros pendientes en alguna otra vida o dimensión, lo cierto es que en este plano yo tiré la toalla y me bajé del ring.
Me habría gustado hacer muchas cosas con mi padre, y uso este tiempo verbal porque aunque muchas personas me digan que si él está vivo siempre existe la posibilidad de realizar lo que sea, lo cierto es que yo se que no es así. Porque esperar que mi padre un día toque a mi puerta y me diga que viene para llevar a mis hijos a jugar al parque, o que me acompañará a tomar un helado mientras paseamos al perro, o que quiere que hagamos un viaje juntos, sería una espera más triste y larga que la de Penélope en la estación del tren.
Es por eso quizá que hablo en pasado, pero no en pasado simple, sino en pasado complejo porque eso es lo que fue mi relación filial. Parte de un pasado complejo difícil de afrontar.
Me hubiera gustado viajar con mi padre, o bueno no se si con él tal como es porque su neurosis al manejar o su intolerancia con el servicio en un restaurante o sus constantes críticas a todo y a todos que son parte de su incapacidad para disfrutar de los pequeños detalles de la vida, me taladran la cabeza tan sólo de pensarlo.
Quiero decir más bien, que me habría gustado viajar más con un padre que conocí y tuve por momentos, que recuerdo como flashazos de luz en la memoria distante. Con un padre capaz de asombrarse al momento de compartir un atardecer, un padre que mentara menos madres y cantara más canciones en la carretera, un padre que bebiera menos cervezas y construyera más castillos en la arena.
Pero aún así, y por contradictorio que parezca, algunos de los mejores recuerdos que tengo de mi infancia, son viajando en carretera con mi padre.
En ese afán de complacerlo siempre, de ser la niña perfecta que él quería, desde muy pequeña me sedujo el mar. Mi padre nació en Guerrero, en Tierra Caliente, pero se crió en la Costa Grande. Aprendió a nadar en un río caudaloso, a aventarse de clavado en una poza profunda y a nadar en el mar abierto. Le gustaba que yo fuera intrépida como él en el agua y eso sí lo compartíamos.
Cuando aprendí a nadar tenía poco más de seis años y creo que en mucho lo hice porque algunas de las pocas veces que mi padre participaba en mis actividades escolares era cuando se trataba de las competencias de natación. Y yo ganaba medallas y desde siempre supe que a él le gustaban las medallas, mientras más brillantes fueran, mucho mejor.
En la playa yo sabía que mi padre estaba orgulloso de que yo no tuviera miedo al agua y me enseñó a enfrentar las olas más altas. Creo que gracias a eso también aprendí a enfrentarlas en el resto de la vida, capté pronto la metáfora.
Yo no fui una niña que haya viajado a Disneylandia, nuestras vacaciones siempre fueron bastante ordinarias. Visitar a la familia en Acapulco, cuando mucho una vez viajamos a Puerto Vallarta en avión. Pero en realidad, pocas veces nos aventuramos más allá de lo que para mi padre era familiar, seguro y conocido. Sin embargo, gracias a eso yo aprendí a amar a su tierra. Recuerdo, y al hacerlo se me dibuja una sonrisa automática en el rostro, que su tono de voz cambiaba en cuanto llegábamos al primer comedor de carretera, entrada la madrugada, en Iguala. Mi padre pedía una Yoli, que en esos tiempos y antes de que Coca Cola hiciera de las suyas, era una bebida que sólo se podía conseguir en Guerrero. Por ello es que probar una Yoli era el ritual de inicio de las vacaciones. Mi padre la pedía ya con acento guerrerense, mismo que a veces exageraba porque por sus ojos verdes y su piel castaña, pocas personas le creían que era oriundo de Tierra Caliente.
Recuerdo también que mi padre amaba viajar de noche. Creo que le gustaba la tranquilidad cuando las hijas dormían en el asiento trasero y podía conversar con mi madre, con quien pocas veces tenía momentos de paz, lamentablemente.
Yo nunca dormía demasiado. Despertaba y miraba por la ventana del auto. Me preguntaba que había más allá de la inmensidad de la carretera oscura. Que animales vivían allí y cómo se comunicaban. A veces compartía esas dudas existenciales con mis padres y el ambiente relajado de la carretera provocaba que mi padre tuviera la paciencia de hablarme de los zorrillos o los coyotes, y que contara las anécdotas de su infancia en Guerrero.
Otras veces me quedaba con mis preguntas en la mente porque prefería escuchar a mis padres cantar. Siempre nos acompañaron como pasajeros extras en el coche familiar, las voces de José Alfredo Jiménez, Javier Solís o Vicente Fernández.
No, yo no tuve un padre que escuchara a Mozart o a Bach en el auto, tampoco uno que leyera las piezas literarias de los grandes autores. Yo provengo de una familia sencilla, de un padre de origen campesino que cantaba rancheras y se abría la garganta con tequila.
Mi padre me enseñó a no tenerle miedo al mar, a ser la mejor en lo que hiciera, y a demostrarlo constantemente. Aunque seguramente mi padre no había leído a Gabriel García Márquez, yo se que él coincide con él que decía que no basta ser el mejor, sino que se sepa.
Sin embargo, no es igual de cómodo ser la mejor cuando tienes seis años y vences una ola, que cuando tienes 30 y tomas tu propio camino, no sólo sorteando olas, sino derrumbando murallas.
Tal vez la forma en la que ganas las batallas, en la que decides enfrentar los retos, los caminos que optas tomar para el viaje más importante, el de tu tránsito por la vida, no siempre serán considerados por tu padre la mejor opción. Y creo que eso es al final lo que nos pasó a nosotros.
La vida nos enseñó que hace falta mucho más que saber nadar para enfrentar las olas. Hace falta humildad, tolerancia y ganas de construir felicidad para poder compartir viajes entre padres e hijos. La biología no puede hacerlo todo.
Yo se que mi padre y yo, a la distancia, estamos orgullosos uno de la otra y viceversa. Ojalá pronto dejemos de ser cobardes y podamos simplemente aceptarnos tal como somos y tal vez, si el camino aún lo permite, compartir algunos viajes más dentro del trayecto más importante: el de la vida cotidiana.