Es cierto, en algunas partes de estos recorridos hubo riesgos, tuvimos miedo, pero jamás fue algo que nos impidiera movernos pues las bellezas y maravillas que el país nos iba mostrando a su paso, nos hacían olvidar las poquísimas malas experiencias que nos llegaron a sorprender.
Sin embargo, las cosas han cambiado mucho en los últimos años y México no es el mismo que yo recorrí por carretera en mis tempranos veintes.
Ya les he contado aquí que en 2009 me compré una camioneta vieja, una Jeep Cherokee Sport de doble tracción que siempre había sido mi sueño de viajera, donde cabían las dos transportadoras de mis perras, las maletas y la familia entera. Nuestro sueño era improvisar más, agarrar camino sin un destino fijo, sólo por el placer de escapar. Ese año, mi primer destino favorito por ser donde pasé 10 años de mi vida, el estado de Morelos, se volvió intransitable libremente. Había restricciones para circular de noche por carreteras, sobre todo en la zona sur del estado. Había retenes militares, y sobre todo, mucho riesgo de toparse con “los malos” (acabo de leer el término en el anuncio de un nuevo libro de Leila Guerrero y aunque no estoy de acuerdo, creo que se porque mucha gente usa esta etiqueta).
Por eso aquel año optamos por vacacionar en Veracruz. Meses más tarde, el mundo entero fue testigo de la descomposición de aquel estado también gracias a los enfrentamientos y ejecuciones del crimen organizado. El siguiente destino que me dolió dejar de recorrer fue Guerrero. Recuerdo bien que uno de mis primeros reportajes publicado a dos planas en un famoso periódico de circulación nacional hablaba de la titánica labor que hace la Filarmónica de Acapulco para llevar música hasta los rincones más pobres y apartados del estado de Guerrero. El director me contaba como en autobuses, los músicos se trasladaban a los pueblos y comunidades para ofrecer conciertos gratuitos en una labor social que pocas orquestas mexicanas realizan.
10 años más tarde, en la ciudad de México, conocí a un músico que había dejado esa orquesta. ¿El motivo? Esos viajes. Cada vez era más arriesgado recorrer esos caminos dominados por el narcotráfico, la guerrilla y las autodefensas. Guerrero se volvió tierra de nadie donde el derecho al libre tránsito dejó de existir.
El siguiente destino fue Michoacán. Aún recuerdo bien que cuando visité el santuario de la Mariposa Monarca, en los límites con el Estado de México, había mafias de talamontes y saqueadores de maderas preciosas, lo cual implicaba un riesgo pero jamás comparado con lo que hoy significa siquiera intentar transitar por los caminos de tierra caliente.
Morelia es una de las ciudades más bellas del país, con un festival de cine invaluable y una arquitectura colonial digna de apreciarse, sin contar con su deliciosa gastronomía, y es al menos para mí, la única ciudad a la que aún se puede llegar tranquilamente por carretera en esa entidad. El resto, conlleva un alto riesgo.
Por supuesto que mucha gente sigue viajando y recorriendo el país, negándose a que “los malos” les arrebaten la libertad y el derecho al libre tránsito, pero sobre todo, porque vivir en un país tan increíblemente hermoso y no recorrerlo es un crimen cultural.
Sin embargo, al menos yo no puedo evitar entristrecerme cada vez que debo marcar en rojo un punto más en el mapa para alertar del riesgo que implicaría pensar en un viaje allí por carretera.
En diciembre, a dos de mis mejores amigos, que viajaban con sus padres y su hijo, los atacaron con armas largas en una carretera de Tabasco. Cuando relataron su experiencia parecía salida de una película de terror. Les dispararon y por fortuna, ninguna bala les alcanzó.
Mi madre viajó el mes pasado por primera vez a Chiapas y volvió fascinada, rejuvenecida, con la energía que cambiar de aires y moverte libremente te inyecta en el cuerpo y el alma. Aunque los hijos estábamos preocupados de que viajara en autobús con su grupo de amigos de la tercera edad tantas horas, por sus condiciones de salud, finalmente ella decidió hacer ese recorrido y vivir la aventura porque nunca es tarde para ir a buscar las experiencias que te harán feliz. Su cara se iluminó de nuevo y sus ojos volvieron a brillar, hasta su cuerpo responde mejor y su lento caminar causado por los años volvió a apretar el paso. Fue como si se hubiera quitado de encima mínimo 10 años. Que mi estado favorito de la república tuviera ese efecto sanador en mi madre, que durante toda su vida hizo muy pocos viajes y hasta ahora ninguno había sido con sus amigos, me hizo realmente feliz.
Sin embargo esta mañana leí en el muro de Facebook de un amigo, una historia que me hizo temblar. Una joven narra en un publicación en esa red social cómo el que para ella y sus amigos sería el viaje de sus cortas vidas, todos eran veinteañeros, se convirtió en una pesadilla.
Esta joven viajó a Chiapas para festejar su cumpleaños número 29 y, como muchos turistas, llegó con su grupo de amigos a la capital para ahí, rentar un auto y recorrer el estado por carretera.
Narra también muchas gratas experiencias, los colores hermosos de las lagunas de Montebello, la arquitectura colonial de San Cristóbal de las Casas, la majestuosidad de la naturaleza chiapaneca, pero lo que nubló su camino y la llevó a vivir la peor experiencia de su vida, fue la gente y sus acciones.
En uno de esos caminos de Chiapas, cerca de Ocosingo, el coche en el que viajaban, un pequeño Chevrolet Matiz color azul derrapó y chocó con otro auto, un tsuru, que tras girar, terminó en el fondo de un barranco. Sin señal de teléfono, lastimados y asustados, los jóvenes bajaron del auto para ver si los del tsuru estaban bien. De pronto aparecieron muchas personas locales que los rodearon y una mujer que salió del auto en el barranco comenzó a decir que los iban a matar porque ellos habían tenido la culpa.
Cuentan que llegó una ambulancia, como si fuera un milagro, que ayudó a salir a las mujeres, dejando a los hombres atrapados en medio de la comunidad enfurecida. Ellas tragaron de que el seguro del auto se responsabilizara y se negaron, argumentando que en esa tierra “por usos y costumbres” era mejor negociar con un líder político pues las comunidades tenían sus propias autoridades y leyes, y que nadie podía entrar.
En el ministerio público, les dijeron que esas personas viven de eso, que echan aceite a la carretera para que los autos derrapen y luego extorsionan a los turistas. Parecían estar acostumbrados y las chicas que en ese momento habían acudido para denunciar y pedir apoyo para rescatar a sus amigos estaban anonadadas ante esta realidad.
En efecto, al final lograron negociar y el asunto se solucionó entregando dinero, prácticamente pagando un rescate ante un secuestro colectivo en una tierra de nadie. Pero sí, en medio de toda su belleza, esto también es México.
¿Qué se hace entonces? ¿Se encierra uno en su casa a mirar fotos bonitas en internet y soñar con el día en el que sea seguro viajar por la tierra que te vio nacer? No, de ninguna manera. Sin embargo, sí es importante conocer y medir los riesgos potenciales en cada recorrido, para poder pensar en posibles soluciones ante circunstancias extraordinarias, casi surrealistas, como la que estos jóvenes tuvieron que vivir.
Viajar es vivir y el miedo no puede paralizarnos pero, ¿hasta cuándo “los malos” tendrán secuestrada la belleza incalculable de México? Son tiempos de promesas políticas… dejo la pregunta por si alguien la quiere responder.