El único momento en el que yo no aconsejo leer es durante los vuelos trasatlánticos, al menos no si leer te ayuda a dormir. Y eso es porque siempre que me preguntan cómo es que puedo hacer viajes cortos a Europa sin que el cambio de horario me esté matando. Mi clave es viajar siempre de noche pero no dormir durante los vuelos y así, obligar a mi cuerpo a adaptarse rápidamente a los horarios nuevos. Pero ese será tema de otra entrega.
Hoy de lo que quiero hablar no es de los libros como compañeros de viaje, sino de los libros y sus espacios como destino para un viajero.
Y es que, en muchos países, visitar librerías es casi equivalente a visitar museos. Además de ser lugares donde uno puede encontrar regalos verdaderamente interesantes para los amigos que siempre te van a pedir algún recuerdito de tu viaje.
Yo no suelo gastar cinco o diez euros en los puestos de objetos chinos mal impresos que venden en los alrededores de los monumentos, prefiero buscar tesoros en las librerías perdidas en las calles de cada ciudad.
La primera vez que estuve en París me perdí después de hacer una entrevista. Estaba en el distrito 15 y buscaba un supermercado para comprar chocolates, pan y algunas nueces para aguantar las largas caminatas. Pedía indicaciones y me iban llevando por una y otra, y otra callecita. Así fue como de pronto miré a mi derecha y vi una mesa llena de tesoros impresos que se venían por uno, tres y cinco euros.
Libros de cuentos, antologías poéticas, algunas novelas viejas me llamaron y entré. Pasé horas hojeando los libros, todos estaban en francés, y aunque no podía comprenderlos todos, sabía que valía la pena elegir algunos para llevarme un pedacito de Francia a mi casa, cuando volviera.
Un problema si se es amante de los libros, es que cuando uno está de viaje el peso del equipaje puede impactar tu bolsillo. Así que, aunque había unas verdaderas joyas en aquella librería, opté sólo por comprar un pequeño libro de poemas y uno para niños que hasta hoy, mi hijo sigue disfrutando.
También me topé con un enorme local de Virgin, algo como lo que es Gandhi en México, en la estación del metro La Défense. Pasé casi cuatro horas eligiendo libros para niños, calendarios y postales para regalar. Se acercaba navidad y la tienda era una locura de ofertas y objetos fascinantes.
En Milán, fue en una pequeña librería, a la vuelta de la vía Tortona, una de las más concurridas durante la semana del diseño cada año, que conocí a Martí Guixé, uno de los diseñadores más iconoclastas de Europa. Acudí a un pequeño local, con un diseño minimalista en sus exhibidores, para la presentación de su más reciente libro. Allí encontré no sólo libros, también postales, afiches, stickers y otros objetos creados por diseñadores de toda Europa, a precios accesibles. Por supuesto, la mayoría de los regalos que traje al volver de Italia fueron adquiridos en ese pequeño lugar.
Ni que decir de las librerías de la ciudad de México, lugares como El Péndulo —sobre todo en su sucursal Polanco—, la librería Rosario Castellanos o las insuperables librería de viejo de la calle Donceles, en el Centro Histórico, pueden ser en sí mismas un destino de viaje.
En Oaxaca, por ejemplo, encontré los libros de cine y fotografía más bellos que jamás haya visto. Y que tal las ferias de libros, Guadalajara, por supuesto, la más famosa y donde todo escritor que se digne de serlo “tiene que estar” presentando novedades.
Es tal el deleite que en mis viajes me provoca visitar librerías, puestos callejeros de libros viejos, bibliotecas y ferias, que en mi último viaje a París decidí llevar de regalo dos ejemplares de productos cien por ciento morelenses.
En realidad, los llevaba para regalarlos al escritor y cineasta francés que por aquellos meses me andaba robando el sueño. Sin embargo, cuando las cosas con mi romance parisino no salieron como esperaba, los libros seguían en mi poder.
Fue así que me llevé los libros y comencé a caminar por las callecitas del barrio de Montmartre buscando un buen hogar para esos tesoros. Se trataba de dos ejemplares editados por La Cartonera Cuernavca, con portadas pintadas a mano. Eran dos libros de poesía que había adquirido en la Feria del Libro Independiente, en la ciudad de México y la mitad de uno de ellos, estaba escrito en Francés. Llegué a una pequeña librería. Era una mañana muy fría y nublada de febrero. Las nubes tenían el cielo completamente bloqueado, ni un rayo de sol podía pasar. Eso hacía aún más oscuro el interior de la librería, cuyas paredes estaban forradas de piso a techo por cientos de libros viejos. En un par de mesas, dos hombres mayores tomaban el café y discutían sus lecturas. Parecía un túnel en el tiempo, a la época donde los intelectuales se trasladaban a París para escribir. Ahí dejé mis dos tesoros, buscando que fueran un pequeño puente de palabras para los amantes de las letras que, como yo, tal vez siempre que vean un local repleto de libro entren para saber qué mensaje les tiene guardado la ciudad que visitan.