Confieso que sentí un poco de rabia por no estar allí, en el momento preciso de la apertura del que está siendo llamado “el edificio cultural más impresionante y moderno sobre suelo parisino”, pues eso significaría que me estaba perdiendo la apertura de un edificio que estaría superando la magnitud del Centro Georges Pompidou, diseñado en 1977 por los arquitectos Renzo Piano y Richard Rogers.
Pero también me alegré de haberme tomado un día en mi último viaje, en febrero pasado, para adentrarme en el Bosque de Boulogne, hacer un pequeño picnic como hacen muchas familias parisinas en el Jardín de la Aclimatación y luego, darme valor para colarme a la obra en construcción de este majestuoso edificio.
Hoy, cuando leía la crónica de Patricia Zohn, editora de los contenidos culturales de The Huffington Post, me reía mucho pues nos pasaron cosas similares. Igual que ella, cuando yo bajé de la estación del metro Les Sablons, la más cercana al lugar donde se construía la obra, creía que cualquier persona podría informarme de la ubicación del famoso edificio. Pero no fue así. Tuve que preguntar varias veces y optar mejor por pedir indicaciones para ingresar al Jardín de la Aclimatación, pues ese sí lo conocían todos.
Al llegar a la puerta del parque, a los guardias les importó muy poco que fuera periodista y hubiera cruzado el océano Atlántico para ver de cerca el proceso de construcción de la obra de Ghery. Para ellos no había nada que ver pues aún no estaba listo y además, no había nadie que pudiera atenderme.
Me di media vuelta y caminé de nuevo hacia el metro, pero no porque me hubiera rendido, eso no. Fui a una pequeña panadería que había visto en el camino. Compré un Croque Monsieur y un jugo de plátano (sí, por extraño que se lea eso es lo que desayunan los niños por allá) y emprendí el regreso.
Esta vez ya no dije nada, sólo pagué mi boleto como cualquier persona que deseaba pasar el domingo en el bosque con un improvisado picnic.
Me lo tomé con calma, caminé por el parque, me senté a comer mi emparedado en unas mesas de madera que fueron rodeadas por pavo reales que me acompañaron mientras desayunaba y veía a lo lejos mi objetivo.
Aunque el edificio no estaba terminado aún, la estructura gigantesca ya destacaba a lo lejos. Sin pausas, pero sin prisa, me acerqué al lugar. Por supuesto había letreros que indicaban que el paso estaba prohibido y no había nadie, ni una sola persona, cuidando la obra. Así que el espíritu mexicano salió a flote y ahí voy… a aventarme como El Borras o a la Viva México, como le suene a usted mejor.
Me colé por un espacio muy delgado que había entre el enrejado y la puerta. Igual que le pasó a Patricia Zohn, no llevaba precisamente un atuendo deportivo, pues no estaba entre mis planes colarme, pero al menos llevaba unas botas cómodas, aunque de color claro que pagaron cara factura al hundirse en el lodo de la obra en construcción.
Cuando crucé, miré hacia atrás para cerciorarme de que nadie me hubiera descubierto, y seguí mi travesura. Estar frente a semejante creación arquitectónica me tenía extasiada. Es un edificio monumental que deslumbra por su fluidez y transparencia. Podría parecer un barco que despliega gigantescas velas de cristal al viento.
Ghery concibió una estructura armoniosa con su entorno, el Bosque de Boulogne. Tal como lo hacen las hojas de los árboles, el edificio y su estructura cambian todo el tiempo, acorde con la luz. Estaba allí, de pie siendo testigo de un histórico diálogo entre el cristal y la naturaleza del entorno… y estaba allí de manera ilegal.
Los 35 euros que mi sobrina había pagado de multa sólo porque a su perro se le ocurrió defecar en la vía pública parisina justo cuando a ella se le habían acabado las bolsitas para recoger los desechos me taladraban la cabeza. También los 60 euros que me advirtieron que cuesta la multa por saltarte los torniquetes del metro. No quería ni pensar cuánto tenía que pagar por invasión de propiedad privada, aunque eso sonara rudo, era justo lo que estaba haciendo.
No puedo negar que me dio miedo y al mismo tiempo la adrenalina me motivaba a adentrarme más. No quería tener que explicar a un policía mi pasión por la arquitectura, no creo que hubiera servido de mucho, para ser sincera. Pero tampoco quería perderme la oportunidad de ser testigo de la historia al conocer las entrañas de este, que seguramente será uno de los edificios emblemáticos de la arquitectura del siglo XXI. Por fortuna, nada pasó y hoy puedo contarlo sin haber pisado ninguna cárcel francesa.
Dos años de estudios técnicos fueron necesarios antes de arrancar la construcción del edificio, rodeado por una docena de velas de cristal. Cada una tiene una forma curva distinta, que nade desde el corazón del edificio. Más de 30 patentes fueron generadas en el proceso creativo que convierte a la Fundación Louis Vuitton en una verdadera proeza arquitectónica. Desde sus terrazas, la gente podrá admirar tanto el bosque que la rodea como los modernos rascacielos de La Défense o la emblemática Torre Eiffel.
Esta nueva construcción, que mañana 27 de octubre será abierta a todo el público, dispone 3,500 m² repartidos en 11 galerías –cuatro de ellas de gran tamaño y una a cielo abierto- sobre casi 11,700 m² de superficie, y puede acoger a unas 1,600 personas de forma simultánea. Más de 100 millones de euros fueron invertidos en esta pieza monumental que hoy aparece para mantener viva, vigente y siempre cambiante, a la hermosa y clásica capital francesa.
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Confesiones de una amante de la arquitectura suelta en París
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