Tal vez algunos lo recordarán: LePont des Arts, aquel puente que surge referido entre las líneas iniciales de Rayuela, la famosa novela de Cortázar. Allí donde aparece La Maga.
Pero en ese puente inició una tradición que, por fortuna, duró muy poco aunque causó bastante daño. Desde 2008, este puente que atraviesa el centro de París ha sido elegido por las parejas de enamorados para dejar huella de su amor y eternizarlo colocando un candado son sus nombres. El ritual terminaba lanzando la llave al Río Sena.
La “tradición” se convirtió en epidemia y muy pronto no sólo se saturaron las rejillas de este puente sino de otros en París. En junio pasado, finalmente una de las rejas del Pont des Arts cayó vencida por el peso de tan absurdas muestras de amor.
Pero la primera vez que visité París yo no sabía nada de esta tradición. Cuando recorrí por primera vez otro famoso puente, el Alexandre III, noté algunos candados y algo mucho peor: algunas iniciales y palabras de amor escritas en varios idiomas en las estatuas que dan fama a este puente parisino.
Era mi primera noche en la capital francesa y me hospedaba en el Hotel Chateaux St James, en Porta Dauphine, muy cerca de la Plaza Victor Hugo, a unas cuantas calles del Arco del Triunfo. Aunque llegué al hotel pasadas las seis de la tarde, para evitar el jet lag decidí aguantar unas horas más despierta, así que me di una ducha y aproximadamente a las 8:30 salí a buscar un lugar para cenar.
Después de probar mi primer Ratatouille realmente parisino en el Café Victor Hugo. Por supuesto hablo del platillo de verduras horneadas tan tradicional en Francia, no del protagonista de ninguna película animada. Continué las indicaciones del mapa en mi iPhone y llegué hasta el Arco del Triunfo. Continué caminando a lo largo de Champs Élysées y no me detuve hasta llegar, después de mucho andar, hasta el Sena.
El primer puente que crucé fue justamente el Puente Alexandre III y ahí vi por vez primera los candados, que entonces no sabía que se relacionaban con el amor eterno de las parejas de turistas. En aquel primer viaje, el detalle se me olvidó. Nunca pregunté a nadie y fue hasta que volví a México que un día me dio curiosidad y comencé a buscar en Google información de estos candados.
Ahí supe que en realidad era una ocurrencia, convertida en tradición, sin una raíz realmente fuerte. Lo que no sabía era que los parisinos detestaban esta práctica de los turistas. Meses después, yo me enamoré de un francés y mientras planeaba mi segundo viaje para ir a su encuentro, confieso que sí llegué a fantasear con colocar un candado con nuestros nombres. Incluso antes de viajar pensé en conseguir un candado. No tenía idea de la tontería que quería hacer.
Por fortuna, el destino arruinó mi historia de amor a la francesa y no tuve ningún enamorado con el cual cometer semejante atrocidad. En junio pasado, cuando leí que el puente finalmente había sucumbido ante el peso de “tanto amor” manifestado en candados, caí en la cuenta.
Comencé a investigar y a preguntar a algunos parisinos. La respuesta fue clara, ellos detestan esta absurda práctica. Así como muchos mexicanos reprobamos a los necios que se empeñan en seguir subiendo a nuestros vestigios prehispánicos como si fueran cerros o como algunos llegamos a detestar a los japoneses que toman fotografías hasta del retrete cuando van de turistas por el mundo. Aunque si lo pensamos bien, los japoneses no hacen daño a nadie, salvo cuando no le quitan el flash a su cámara al hacerse sus selfies frente a La Monalisa, en el museo de Louvre.
El asunto es que los candados se salieron de control y el amor se desbordó en la ciudad más romántica del mundo. Si nos ponemos a pensar que París recibe aproximadamente 27 millones de turistas al año, y que muchos de estos van de luna de miel… el panorama era preocupante.
Tras la caída de la rejilla del puente, la recién estrenada alcaldesa de París, Anne Hidalgo, estaba obligada a solucionar el problema. Primero comenzó con una acción radical y en un sólo día, todos los candados del puente habían sido retirados por la policía. Luego, en una campaña que quiso apelar a las buenas conciencias, la alcaldesa invitó a los enamorados a cambiar candados por selfies.
El punto es que parece que los turistas se pusieron necios… y los policías se pusieron vivos. Por lo que pude leer hace un par de días, empezó una cadena que no tenía que ver con las de los amorosos: la cadena de la corrupción. Entonces, las medidas definitivas comenzaron.
Así fue que el viernes pasado, Le Pont des Arts amaneció con unos vidrios que sustituyen a las antiguos enrejados donde los enamorados colgaban los candados. Leí en blogs, redes sociales y foros, opiniones a favor y en contra pero, ahora que ya se mucho más del daño que esta práctica puede hacer con el patrimonio arquitectónico de la ciudad que más amo en el mundo, definitivamente mi postura es en contra.
Pero además, mi frustrada intención de poner allí un candado que simbolizara una unión eterna que ni siquiera era real todavía, era totalmente contradictoria a mi concepto del amor. ¿Candados? ¿Cadenas? ¿Eso es el símbolo del amor?, no para mí. Hoy que realmente amo París, lo tengo más que claro.