Pongan atención y permítanme recalcar que digo lo necesario. Cuando les recomiendo a mis amigos esto, y hago este especial énfasis, me miran con cara de ¿tú crees que yo no se qué es lo que voy a necesitar y qué no? Pues queridos lectores, déjenme decirles algo: muy pocas personas entienden el verdadero significado de “lo necesario” hasta que… lo necesitan. Como muchas cosas de la vida, yo aprendí esa lección a golpes (en sentido figurado, claro está, pero también dolieron). ¿Cómo lo aprendí? Muy simple, la primera vez que una aerolínea extravió mi equipaje.
Era una mañana de mayo de 2011. Mi primer viaje de trabajo en un importante corporativo de medios al que acababa de ingresar como editora. Me mandaban a un congreso a Río de Janeiro, en uno de los hoteles más exclusivos y lujosos de la ciudad. Llegué al Aeropuerto sólo con dos maletas. La primera, que fue documentada, llevaba toda la ropa elegante que me pude comprar la semana anterior. Un par de zapatillas para cada día, un vestido diferente y elegante para cada conferencia, mascadas, accesorios, joyería, lentes obscuros y hasta un par de sombreros que me harían tener el look chic perfecto con el que ya me había previsualizado caminando por las decoradas banquetas de Ipanema.
En el carry-on, esa maletita a la que no siempre le ponemos mucha atención a menos que se trate de verificar que su color combine con nuestro bolso de mano y el resto de nuestro atuendo, llevaba lo que hasta entonces creía que necesitaría durante el vuelo.
La lista iba más o menos así: dos libros, mi ipad, mi computadora portátil, cargadores y adaptadores, dos revistas, mis cremas, perfume, desodorante, maquillaje, audífonos gigantes tipo hipster, una almohada de esas redondillas que parecen media luna y te envuelven el cuello, aspirinas y un cepillo para el cabello.
Llegué al aeropuerto a las seis de la mañana. Mi vuelo rumbo a Bogotá salía de la Ciudad de México a las 8, así que el tiempo era perfecto. Documenté mi maleta que pesaba justo los 25 kilos permitidos por la aerolínea colombiana Avianca. El plan era perfecto. Llegaría por la tarde a Bogotá, donde tendría una escala de dos horas para luego hacer conexión a Sao Paulo. Allí había reservado una de esas cabinas que se rentan por hora para descansar un poco durante la noche y poder asearme. A las 7 am debería estar lista para abordar el vuelo que me llevaría a Río de Janeiro, donde la primera conferencia a la que ya debía asistir perfectamente vestida para la ocasión, comenzaba a las 9 de la mañana.
El equipaje no viajaría directo. Debía recogerlo en Sao Paulo y volver a documentar para el vuelo doméstico ya en territorio brasileño. Por ello podría tomar el tiempo y lo necesario para quedar más lista que una modelo para la pasarela.
Así que yo llegué al aeropuerto de la Ciudad de México vestida de la forma más relajada posible. Bermudas de mezclilla, una blusa holgada y cómoda, un saco informal de algodón, y un coqueto sombrerito que no empaqué por no querer maltratarlo. Para colmo, unos cómodos zapatos crocs.
Cuando ya estábamos en la sala de abordar, esperando a que nos llamaran, alguien nos notificó que el vuelo tendría un retraso que finalmente fue de ocho horas.
Despegamos a las cuatro de la tarde. Llegamos a Bogotá muy avanzada la noche y tuvimos que correr desesperados por todo el aeropuerto de El Dorado para alcanzar la conexión de vuelo a Sao Paulo, a donde llegué poco después de las 5.30 de la madrugada. Por supuesto perdí la noche que ya había pagado en las cabinas coquetas del aeropuerto, pero no fue lo único. Tras pasar casi una hora en la fila de la aduana y dar explicaciones adicionales por llevar una visa de periodista, corrí a la banda para recoger mi equipaje. La sorpresa fue ¡que no llegó!
Un amable brasileño que había compartido toda la odisea conmigo desde México, y que también tenía una conexión, se ofreció a ayudarme a reclamar la compensación que la aerolínea da en estos casos. ¿Qué fue? 80 miserables dólares para comprar al menos una muda de ropa, o eso pensé.
Así, corrí por el aeropuerto de Sao Paulo para no perder mi vuelo rumbo a Río de Janeiro, a donde llegué dos horas después hecha un desastre total.
No había usado nada de lo que llevaba cargando en mi carry-on que, además, pesaba más de lo normal por esos dos libros que nunca leí, el maquillaje que nunca utilicé y el desodorante que no me había puesto y ya comenzaba a hacer falta después de todo el estrés.
Llegué a Río de Janeiro en crocs, bermudas y un incipiente saquito de algodón. Despeinada y sin maquillaje, con el tiempo justo para registrarme en el hotel y correr a ese congreso al que no podía ir vestida así.
Decidí no asistir a la inauguración para salir corriendo a buscar una boutique y poder gastar mis 80 dolarotes en comprar un atuendo adecuado. ¡Ja!… eso no pasó. A pesar de que mi hotel estaba en Copacabana, en plena avenida Atlántica, no había una sola tienda de ropa formal a mi alrededor. Así, me tuve que conformar con unos zapatos flats de Dr. Shcolls y un vestido blanco tan corto que parecía que habían olvidado coser la falda. Lo arreglé un poco planchando el saquito casual. Por supuesto tuve que comprar ropa interior y, no se si ustedes sepan, pero Brasil es famoso por su lencería. Así que no encontraba más que tangas y bikinis sexy. Aquello no habría sido tan malo si el vestido no hubiera sido tan corto. Opté por comprar unas pantaletas de abuelita que inevitablemente me remitieron a Bridget Jones y sus fajas matapasiones. Incluso la encargada de la tienda soltó una risita burlona mientras me cobraba la horrenda prenda que estaba comprando.
Dos días después, cuando mi madre ya casi había hecho una manifestación en las oficinas de Avianca en México, mi equipaje llegó a Río de Janeiro. La maleta rota, mejor dicho abierta con una navaja, ante el inminente paso accidentado por Colombia. Todo venía completo. Mis zapatos, joyería, accesorios, vestidos. Ya sólo pude usar tres de esos atuendos.
Desde entonces, en mi carry-on ya no viajan libros, que nunca leo porque me dan sueño y nunca duermo en los aviones. Una muda de ropa, un par de zapatos y mi ropa interior favorita es lo que llevo allí. Me compré una maleta de 18 kilos, nunca he necesitado los 25. Al salir de México, apenas la lleno con 13 kilos, para dejar espacio para las compras. ¿El resto? Lo resuelvo con unos buenos jeans (de esos cuyos diseñadores dicen que no se tienen que lavar más que una vez por año), muchas camisetas, un par de chaquetas ligeras y un sólo abrigo o impermeable de color neutro. Las mascadas pueden dar un toque diferente a cada día, por ello trato de llevar cinco o siete distintas. Los zapatos más grandes y estorbosos los llevo puestos, el resto, procuro hacerlos caber en la valija. Y sobre todo, a partir de esa experiencia, siempre viajo como si fuera a una reunión de trabajo. Cómoda pero elegante y presentable porque caras vemos, pero equipajes y sus destinos, no sabemos.
Andanzas en Femenino
El arte de hacer las maletas
Como muchos de mis amigos y conocidos saben que me encanta viajar, frecuentemente me piden consejos. Cuándo comprar un boleto, dónde hospedarse, qué aplicaciones deben cargar en sus teléfonos inteligentes. Sin embargo pocas veces me preguntan algo que para mí es esencial para un viajero, que se precie de serlo. El arte de empacar lo necesario.
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