Así que este texto va dedicado a los dos países que hoy, en mi corazón, son los grandes ausentes de la cancha en la final del fútbol mundial.
El primero de ellos es Francia que, no obstante haber sido eliminado por el equipo alemán que demostró poderío total en la cancha, jugó un gran campeonato y al llegar fue aplaudido por sus fanáticos compatriotas. ¿Qué tengo yo que decir de Francia hoy? Quizá no haya estado allí lo suficiente como para emitir opiniones muy profundas, apenas dos veces, apenas con mis curiosos ojos de viajera, de mujer trotamundos ávida de nuevas experiencias. Sin embargo, como todo buen viajero, yo trato de ir con una actitud abierta y de aprendizaje a cada destino. Francia, por supuesto no fue la excepción.
¿Qué he aprendido de Francia hasta ahora?, aprendí que los clichés no tienen mucho que ver con la realidad. Al menos no con la realidad que yo viví. Antes de ir por primera vez me habían advertido dos cosas que en particular me sorprenden porque se escuchan mucho: la primera, los malos tratos de los meseros. La segunda: el disgusto que provoca a los franceses escucharte hablarles en inglés.
No se si a los demás les haya pasado, pero yo no viví ninguna de esas dos cosas la primera vez que estuve en París. La segunda ni se diga, había estudiado y leído tanto de la ciudad que ya me movía como pez en el agua y algunos incluso me preguntaban cuánto tiempo llevaba viviendo allí, lo cual no sólo me causaba gracia, sino también una ilusión pequeñita que me da esperanza de poderme adaptar rápidamente el día que la vida me lleve para allá por más tiempo.
No sólo siempre tuve un trato respetuoso y cordial en cada lugar donde comí, incluso podría hablar de un trato amistoso. Lo mismo me pasó en la calle. El tema del idioma sí fue algo aparte, yo no hablé inglés en Francia pero no por ese miedo a ser rechazada, sino porque me encanta el francés y quería practicar lo poco que se. Lo que pude notar es que la gente valora ese esfuerzo. Una de las muchas veces que me perdí pude comprobar que el idioma no es una barrera. Estaba en La Défense, el distrito de negocios de París. Tenía una cita importante pero no conocía a la persona con la que debía encontrarme. Llevaba casi una hora tratando de activar mi teléfono móvil, después buscando una tarjeta para usar uno público, y seguía perdida. Hacía tanto frío en aquella tarde de noviembre que de pronto no pude hacer más que gritar en el más puro y llano español-mexicano… “¡Puta madre, estoy perdida!”.
No pretendía que aquello funcionara para algo, no era un grito de auxilio, era un grito a la nada, al cielo —al que por cierto, jamás le pido nada por mi naturaleza atea— sin esperar que nadie me escuchara. Pero alguien lo hizo. Un hombre atento, atractivo, cuyo aspecto revelaba que iba saliendo de su trabajo en alguna de las lujosas oficinas que me rodeaban de pronto dio la vuelta, se acercó y me preguntó en un incipiente español con marcadísimo acento francés: ¿te puedo ayudar en algo?
Me brillaron los ojos. Nos comunicamos en un imperfecto frangnol y me ayudó a hacer la llamada telefónica que me salvó el día, la entrevista y el trabajo. Diez minutos de su tiempo que para mi se tradujeron en la salvación ante un desastre total. Al terminar la llamada y cerciorarse de que yo estaría bien, simplemente se despidió, como todo un caballero francés y una sonrisa amable, apenas silueteada.
Algo similar me pasó en Brasil, el segundo gran ausente del partido del día de hoy. Ya había hablado en otra columna de mi grata experiencia con la gente en Río de Janeiro, incluido mi fugaz romance de viaje. Pero hubo alguien que me enseñó algo de Brasil que no esperaba. No fue ni el sexy chico de Ipanema ni el dulce niño de mirada profunda de los aviones de papel. La mejor lección me la enseñó el último brasileño con el que tuve contacto, justo unos minutos antes de tomar el vuelo de regreso.
Mi avión salía a las 6:30 am, por lo que tuve que estar lista en la recepción de mi hotel para pedir un taxi aproximadamente a las 3:30. Siempre he tenido una paranoia vinculada a la pérdida de vuelos, documentos, pasaportes o cualquier cosa que convierta mis viajes en pesadillas. Incluso algunas veces prefiero ir de fiesta la noche anterior para irme “en vivo”, como decimos en México, con tal de no correr el mínimo riesgo de quedarme dormida y perder el vuelo.
El taxi llegó rápidamente. Charlamos todo el camino, él en portugués, yo en portuñol. Un hombre corpulento, de aspecto duro en la primera impresión, pero sus dientes blanquísimos brillaban y contrastaban con su piel oscura intensa cada vez que se carcajeaba con energía. Le conté en minutos todo mi viaje. La pérdida de equipaje, mi visita a la favela, mi impresión al descubrir que el bar que estaba debajo de mi hotel era un prostíbulo. Lo que omití decirle a tiempo fue que una noche antes había llegado muy tarde y, por seguridad, no había querido retirar dinero en efectivo del cajero automático.
Yo pensé que se solucionaría pidiendo un taxi que pudiera cobrarme con la tarjeta de crédito, como en cualquier otra ciudad del mundo. Pero no, eso no ocurría en Río de Janeiro. El recepcionista de mi hotel me dijo que no me preocupara, que al llegar al aeropuerto podría retirar dinero.
Al llegar al aeropuerto le comenté la situación al taxista, quien paciente y confiado me permitió correr al cajero. Uno, otro y otro, todos fuera de servicio. Allí me enteré que los cajeros en Río de Janeiro no tenían servicio las 24 horas —al menos no lo tenían en 2011, si ya lo tienen sería bueno que me lo avisaran—. Jamás había estado tan apenada. Tenía apenas unos cuantos reales y un par de dólares perdidos en mi cartera.
En aquel tiempo, la violencia en Río de Janeiro seguía siendo todo un tema y yo prefería no cargar grandes cantidades de dinero, lo cual en ese momento lamenté pues jamás tuve ningún incidente ni acercamiento de la delincuencia.
Le expliqué al taxista. Los cajeros comenzaban a funcionar hasta las 6 am, pero a esa hora yo ya debía haber ingresado a la sala de abordaje. El hombre sólo sonrío de nuevo, me tomó de los hombros y me plantó un pequeño beso en los labios. Con los ojos de plato y aún congelada por la sorpresa, le escuché decir en portuñol: me los pagarás cuando vuelvas, algún día.
Así que, en resumen, las lecciones que ambos países me dejaron se resumen a una sola: si algo puede cortar tus alas al viajar, y al vivir, son los prejuicios. Las expectativas —buenas y malas— conllevan decepción o satisfacción si no se cumplen, depende si vemos el vaso medio lleno o medio vacío.
Hoy todo el mundo esperaba ver a Brasil jugarse la copa. Yo en lo personal, y muchos franceses por supuesto, querían ver a Francia librar esa batalla. Pero lo cierto es que nada está escrito. Es sólo un juego, como la vida, como los viajes.
Andanzas en Femenino
Francia, Brasil y sus sorpresas
Tenía todo planeado, hoy quería escribir sobre alguno de los dos equipos que me habría gustado ver en la Final de la Copa Mundial de Futbol de la FIFA. Lamentablemente, para mis deseos y planes personales, ambos equipos fueron llevados a la guillotina por el mismo verdugo.
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