Cuando la idea comenzó a rondar mi cabeza hice lo que todo suicida del 2018 haría: buscar tutoriales en internet. Mi objetivo era desaparecer, dejar atrás todos los errores. Borrar mi huella y tener un borrón pero sin cuenta nueva.
En el momento en el que el pánico comenzó a extenderse a través de las redes la idea se instaló en mi cabeza. ¿Qué tan cierta era la vida que había llevado hasta ahora? Y peor aún… ¿Qué tan realmente mía era? ¿Qué de todo lo vivido y compartido me pertenecía? Como muchos, tenía dudas y no sabía si había sido una de las afectadas del escándalo que estaba en todas las bocas y los teclados del mundo: Facebook había puesto en manos de otros los secretos, fotografías, conversaciones y vida entera de muchas personas.
Pero mi decisión no tuvo que ver sólo con esa duda que a muchos nos asaltaba sobre el destino de la información que voluntariamente habíamos entregado a Marck Zukerberg. No. Mi decisión fue porque el escándalo sirvió para darme cuenta de lo desesperada que había estado durante los últimos años por construirme un estilo de vida para ser mostrado, exhibido, vociferado.
Traté de recordar hace cuánto que no recibía una llamada telefónica de ese amigo a quien siempre he querido en secreto o una tarjeta postal o una invitación personal para una fiesta. No, ahora todo se organizaba por “eventos del feis”.
Tenía más de 1500 “amigos” pero… ¿a cuántos de ellos realmente les parecía relevante mi vida cotidiana? Y mejor aún, ¿cuántas de esas notificaciones sobre lo que comieron, viajaron, lloraron, leyeron o se relacionaron me importaban a mí un comino?
Así fue que, harta de leer las notificaciones de un montón de personas que no significaban nada en mi vida, exhausta de recibir invitaciones a eventos que no me interesaban o a los que no podía asistir, cansada de que me felicitaran por mi cumpleaños aquellos que ni siquiera me conocían, avergonzada de mi eterna necesidad de espiar el muro de ese famoso hombre mayor que me quitaba el sueño y revolverme en bilis tras leer los comentarios que siempre le hacía su séquito de fans, tomé una decisión: terminaría con esa vida que durante la última década había construido sobre cimientos digitales. No daría marcha atrás. Me suicidaría como lo haría una digna representante del siglo XXI: eliminando mi cuenta de Facebook.
APRETAR EL BOTÓN
El primer paso era rescatar toda esa información que había compartido tanto en Facebook como en Messenger. Descargué ese archivo que comprimido pesaba 2.9 gigas. Así es, lo que yo consideraba toda mi vida social, amorosa, laboral y hasta sexual estaba comprimido en una carpeta de menos de tres gigas. Allí estaban mis transmisiones en vivo, mis historias —sí, esas que ‘desaparecen’ luego de 24 horas pero que en realidad sólo dejan de estar disponibles pero siguen allí—, las fotografías de mis hijos, las de mis fiestas, los lugares a donde había hecho check in, y lo peor… todas mis conversaciones ‘privadas’.
Como si hubiera encontrado una vieja caja de tesoros, igual que Amélie Poulin en la película, dediqué una tarde y casi una noche entera a revisar cada carpeta. Pocos días antes había recuperado contacto con mi mejor amigo al que, por cierto, conocí, quise, perdí y luego recuperé gracias a la misma herramienta: Facebook. Esa noche leí todas las conversaciones que sostuvimos durante tres años en los que no sólo teníamos una amistad cercana que nos hacía vernos casi cada semana, sino que hablábamos todo el tiempo, lo mismo por Facebook que por Whatsapp.
Al día siguiente le escribí y le dije: nuestra historia tiene que ser mucho más que los 800 k que pesa el archivo de nuestros chats en Messenger. Y claro, es que no era posible que todos los sentimientos, encuentros y desencuentros con una de las personas esenciales en mi vida real cupieran en un archivo apachurrado de ese tamaño. Interesante fue ver que la carpeta de más de dos años de sexting con otro guapo sinaloense que ocupaba el privilegiado lugar de sexfriend estuviera intacta con todas las fotos y videos no aptos para menores de edad compartidos por ambos y que ese archivo pesara casi lo mismo que mi historia con mi mejor amigo. No, las cosas no podían de ninguna manera ser iguales. En el mundo digital no se entienden ni los matices ni las emociones. Y eso tenía que acabar.
Tomé la decisión y comencé a buscar el botón mágico para apagar esa vida ficticia que había construido en Facebook y no me la ponían fácil. Varias veces la red social me preguntaba si estaba segura de eliminar mi cuenta y, sin importar lo que dijera, seguía tratando de ponerme trampas o hacerme dar demasiados pasos antes de encontrar la solución definitiva. Finalmente lo hice, no sin antes nombrar un administrador de confianza para todas las páginas que tenía por motivos laborales. Apreté el botón y grité eufórica. La alegría duró poco porque apareció una ventana de notificación que me decía que mi deseo de eliminar para siempre mi cuenta se concretaría hasta después de dos semanas que el sistema me daba para “pensarlo bien”. ¡Maldita sea! Era más difícil que la eutanasia. Obvio durante los siguientes 14 días estuve recibiendo friendly reminders que trataban de convencerme para volver.
RESPIRAR LA LIBERTAD
Los primeros días fueron raros. Descubrí que sí, tenía un problema de adicción pero que lo estaba librando bien usando como paleativos otras redes sociales que siempre he considerado menos invasivas o en las que yo tuve una mejor estrategia para elegir mis contactos. Así, para leer noticias y mantenerme informada de tendencias usaba Twitter y, para información más seria y networking, reactivé mi LinkedIn; para saciar mi sed vouyerista amplié más mi círculo en Instagram, algo de lo que me arrepentí más tarde cuando descubrí que mi ex romance se había ido de vacaciones al desierto con alguien más y se me explotaban las vísceras de rabia viendo esas fotografías. Volví al modo privado y discreto en Instagram. Lección aprendida. Seguí con mi vida.
Fueron días buenos. Había elegido a 20 personas realmente importantes para avisarles que haría este experimento, que me suicidaría digitalmente en Facebook porque ya no me hacía feliz ser esa persona ni tener ese círculo social que había creado artificialmente con un algoritmo. Les dije que ellos y ellas estaban recibiendo ese mensaje porque eran importantes en mi mundo real. De 20, menos de la mitad me buscaron para tomar un café, compartir una comida o al menos tener una larga charla telefónica, sí, como antes, donde se escucharan las voces y las risas en tiempo real. Sin emoticonos. Con carcajadas de verdad.
LA PAZ
El día del debate de los candidatos a la presidencia me ahorré muchos disgustos porque no tuve que leer estériles debates pseudo intelectuales de mis pseudo amigos. ¡La paz había llegado a mi vida! Claro que me perdi también de muchas cosas pero lo mejor fue que comencé a valorar y a darme cuenta de quienes realmente quieren ser parte de mi vida. En lo personal, algunos de mis contactos, que se habían acostumbrado a mi exceso de publicaciones en Facebook me buscaron preocupadas. Querían saber si estaba bien. Otras enfocaron su preocupación en si yo estaba enojada o si les había bloqueado, ya saben, el asesinato social de nuestra era.
En lo laboral tampoco tuve problemas. Whatsapp es más que suficiente para resolver trabajo remoto, igual que la Google Suite para trabajo en línea y para el networking, mi regreso a LinkedIn dio tan buen resultado que en las tres semanas que duró este experimento me buscaron tres headhunters para hacerme ofertas atractivas de trabajo o negocios.
SIN CUENTA NUEVA
Cuando empecé este afán de enterrar esas horas conversando con mis amores platónicos, mis amores fallidos, mis amores consumados y con mis amores finiquitados, tenía claro que cuando el experimento terminara yo regresaría a Facebook pero con una nueva estrategia o, mejor dicho, esta vez sí con una estrategia. No quería volver a revolver a mi familia con amigos de la infancia, con amores, amantes, colegas y demás categorías. Sin embargo, hoy que estoy en el día 23 del experimento sigo sin estar segura si deseo un “borrón y cuenta nueva” o un “borrón definitivo”.
A Facebook le debo mucho y la red social también me debe mucho a mí. Fui una early adopter, me enganché antes de que nos invadiera la publicidad, cuando no era más que el chismógrafo del milenio pero todo ciclo tiene un final y para nosotros, ese momento llegó y, sólo por hoy, digo que no hay vuelta atrás. Ya veremos qué digo mañana. De momento sigo sin cuenta nueva.