Está antes de Dwight Morrow, frente a lo que fue la sede del Congreso del Estado.
Si se columbra a lo lejos, el árbol parece una bailarina de ballet clásico, en un pie, con su tutú de color hoja.
Desde el follaje que se levanta un metro desde la azotea del edificio como una corona de vencedor, él desciende sin tronco; tira sus raíces como una atarraya lanzada al río o al océano o como tentáculos ciegos que buscan minerales que lo alimenten.
Y así, todos los días, el árbol cae como una flecha viva lanzada por la gravedad al centro de la Tierra.
Desde alturas suaves de seda, algún pájaro arrojó a su suerte la semilla y ésta despertó de un sueño de aire o subterráneo y abrió su posibilidad a la vida cuando encontró tierra y un rayo de luz.
¿Qué tan raro es este laurel en el mundo? No tanto. En casa había uno de dos años de edad que no crecía; según madre parecía "canilla de viejito". Una vez, desde la ventana de mi cuarto vi cómo amarraba un listón rojo al árbol autista, mientras se dirigía a él en tono imperativo:
-¿Iday vos, qué que tenés, pué? Te fui a comprá tierra negra con harta hoja podrida, te echo tu agua todos los días, hasta te canto cuando me pongo a lavá ropa y vos no crecés. Esas milpa bonito que crecieron y dieron unos elototes, miralo; y vos nada. ¿No te da pena? Te voy dejá tres meses, si no crecés o por lo menos verdeás, te voy a hacé abono, viste. ¡Guevón!
A la ciudad, que es una entidad viva, no le extraña que dentro de ella viva un vegetal que vuela y desciende.
No, porque nadie en Matamoros levanta la vista para observar en la pared de un edificio un árbol pegado como un arácnido inmanente, a punto de inminencia.