A Juan Ignacio Suárez Huape e Inés Montaño Delgadillo
In memoriam
Su sonrisa no era cualquiera. Puede ser necesaria media vida para encontrarse con una igual a la de este hombre. En ella había, hay y habrá la suficiente desazón hacia el mundo para desear cambiarlo y la enorme bondad que se requiere para atreverse. Y el verbo en él se convirtió en pasos gigantes y luego en camino y siempre en comunidad.
Entrar en su casa ese día de diciembre que su esposa Inés eligió para reunirse con amigos y allegados, ella un ruiseñor y un circunspecto pinzón él, fue tocar una especie de misterio que solo se desveló con los primeros tequilas alrededor de una fogata. Inés entraba y salía, abrazaba y sus carcajadas eran luces de pirotecnia; Nacho extendía su bigote sobre su sonrisa para decirte bienvenido y luego volvía a meterse dentro de sí mismo. Y es que dentro de él estaba el mundo, al que volvía a cada instante para seguir urdiendo cómo ejercer la defensa de los derechos individuales y colectivos, procurar paz y justicia, recuperar el Casino de la Selva y la tierra robada por las empresas mineras, o defender el medio ambiente.
La reunión se aderezó con canciones. Una de Silvio, pidió alguno. Entonces un cantor arrojó al aire los sueños de tantos y el aire se llenó de esperanzas vaporosas. La canción y el tequila improvisaron una revolución de ensueño en noche decembrina. Nacho los miraba, extendía su noble bigote y su silencio cruzaba la alegría de los ahí reunidos, la barda de su casa, la colonia, la noche espesa y sólo él sabía el destino final de su extravío.
En la siguiente canción el timbre del móvil lo levantó de su asiento, y mientras una de Joaquín Sabina imbuía a los presentes en otro tipo de furores libertarios, él dio vueltas por el jardín arreglando algo concreto del mundo.
“Este hombre no es capaz de decirle a alguien que no”, dijo Inés a alguien inquieto porque Nacho no volvía a su lugar en la reunión. Todos ahí sabían que ganaban bastante con que de pronto no se retirara ante un llamado de urgencia para desfacer entuertos. Y es que Nacho sabía, como el Che, que la revolución no es manzana que cae al pudrirse, si no que había que hacerla caer, aunque fuera diciembre y en su casa se llevara a cabo una posada sin peregrinos, pero con ponche y bienaventuranzas un tanto etílicas.
Llegada la hora de los chistes, Nacho fue hacia más adentro suyo. Desde ahí miraba a todos como a niños inocentes que precisaban de la risa para aliviarse del oprobio del mundo. Cuando no se es gallego es bueno contar chistes de gallegos, pero por qué molestar a los hermanos de Galicia si la patria da de sobra en cuanto a palurdos; y Nacho lo sabía, por eso su risa era medida.
Cuando llegaron las chirigotas de políticos, se levantó y fue con su ponche hasta la fogata. Ahí, su hijo Mauricio intentaba descubrir en el fuego el misterio de su futuro. Abrazándolo, su padre le ofreció respuestas calladas, amorosas, precisas; entonces el muchacho se sintió seguro y sus tribulaciones de adulto pequeño se volvieron olas mansas en el hombro de su padre.
Hasta ahí llegó Alondra, el albor de la casa, a recibir de su padre una verdad cariñosa para su adolescencia asombrada. Nacho cerró los ojos y en esos gloriosos minutos su lucha, su obligación, su hueste, estaba siendo abarcada por sus brazos. El cuadro era hermoso, de esos que se estampan para siempre en el retablo de los recuerdos: un gran hombre, con los ojos cerrados, comparte una certeza de amor y futuro a sus dos hijos, por si repentinamente faltara, por si la vida diera sus reveses; por si alguna vez el día se volviera noche y fuera necesario buscar la luz en la memoria.
Inés, ruiseñor eterno o hermoso jilguero, se hacía cargo de hacer que reventara la alegría, de que los amigos llegados de Cuernavaca, Jiutepec, Yautepec y otros destinos, tuvieran la sensación de que la suya era la casa del pueblo. Vamos, amigas y amigos, hoy tenemos permiso para ser incorrectos y simplemente felices. Entre copas, canciones, antojitos mexicanos y parabienes, se fue tejiendo una noche que sería eterna.
En algún momento comenzaron las despedidas, los adioses que nunca fueron, porque esa casa sigue hoy con las puertas abiertas y es fácil ver a Inés con su risa y su luz trajinando por la casa, asegurándose de que siempre entre un pedazo de cielo por las ventanas y estén vivas las flores en la terraza; y es fácil ver a Nacho pensativo en el jardín y salir de su casa para encontrarse con “treinta o pocos más desaforados gigantes”, con quien piensa hacer batalla como el Quijote morelense que sigue siendo y fue.
Aunque los dos se hayan ido una madrugada cualquiera, se trata de un retiro engañoso, pues los que bien los quieren saben que esta vida extraña y poco justa no parece ser la verdadera y ellos tal vez cumplan una función superior en otra parte. De otro modo, no se entiende el absurdo de su aparente ausencia.