Después de una hora de estar revisando en mi asiento cada pliegue de mi ropa y mi mochila, llegué a la conclusión que no tenía mi visa norteamericana conmigo. El vuelo 1594 de United Airlines, terminal 1, del sábado 8 de diciembre, había salido puntual a las 8:10. Más allá de las nubes, pensé en chiapaneco: “Esto ya valió madre”.
–Señorita. No encuentro mi visa, la he buscado por todas partes y no la llevo conmigo.
–Acuérdese dónde la vio la última vez.
–La entregué junto con mi pasaporte y mi boleto en la sala 35, a una persona que me la pidió y la pasó en el lector. Después la metí a mi bolsa y caminé hacia la entrada del avión y me senté en el lugar que me correspondía.
El tramo del acceso de la sala 35 a los primeros asientos del avión no pasaba de 40 pasos, si la persona que me entregó mis documentos incluyó la visa, ésta se debió caer durante el trayecto y alguien la recogió, supuse.
“Permítame hablar con el jefe de sobrecargos”, me respondió la mujer delgada, después de pedirme mi nombre completo.
Una hora después llegó un hombre como de unos 40 años y me pidió que lo acompañara hacia los primeros asientos de la aeronave:
El capitán mandó mensaje al aeropuerto y pidió que investigaran si estaba ahí su visa y le respondieron que no.
Yo le expliqué a este hombre que iba documentando y acompañando a 31 personas de la tercera edad desde Temixco, Morelos, que habíamos salido desde la madrugada, que formaban parte del programa federal “Corazón de plata”, que varios tenían problemas de salud y en especial tres debían estar vigilados muy de cerca porque podían perderse; una de las ancianas no veía en su totalidad y tres necesitaban sillas de ruedas para trasladarse. También le dije que veníamos cuidando a los “abuelitos” dos personas, una mujer joven llamada Maribel y yo. El jefe de sobrecargos me pidió que regresara a mi asiento y que consultaría mi caso con el capitán.
Mi asiento estaba adelante del de Maribel. Me volteé y le dije: “se me perdió o me perdieron la visa, no la encuentran. Lo más seguro es que no me dejen entrar a Chicago, te encargo, por favor a los abuelitos, especialmente a los que nos pidieron vigiláramos de cerca. Hablé con el jefe de sobrecargos y le pedí que te apoyaran. No le digas a los abuelitos nada, vete con ellos. Seguramente me voy a quedar en las instalaciones de migración hasta mañana que salga mi vuelo, a eso de las siete de la noche”.
Ella y yo procedimos a llenar las formas migratorias de ingreso de los 31 pasajeros que llevábamos, algunos no sabían leer ni escribir, otros tenían discapacidad visual o auditiva; la mayoría no alcanzaba a leer los datos que se les pedía o leían pero no entendían el idioma. Acabamos rápido.
Momentos antes de que el piloto anunciara que iniciaríamos nuestro descenso a la ciudad de Chicago, por la sala 5, se presentó el jefe de sobrecargos y me dijo que cuando bajáramos lo siguiera.
Antes que los 200 pasajeros comenzaran a bajar, el auxiliar de vuelo y yo salimos. Me explicó que hablaría con el personal de migración para que me permitieran entrar a Estados Unidos de manera provisional, eso, por el trabajo que yo iba desempeñando y las pocas horas que yo estaría en ese país. “No te garantizo ninguna respuesta positiva, ellos utilizan criterios que desconozco, lo único cierto es que en estos momentos tú eres un indocumentado”, me explicó y me entregó un papel con el siguiente texto:
“Saw your messages to ord about pax in se at 7 found someone in the no who can try and call cop watch command er who may be able to help. He said no promises though. Chidd Daniel Schafer. Aoc end”.
Llegamos al último filtro del aeropuerto. El agente de migración pidió mi pasaporte, revisó, me pidió que pusiera mis huellas digitales en un lector y me pidió que lo acompañara a una sala.
En esa área había cerca de 40 personas, muchos coreanos, chinos, árabes, indios. Había anuncios que prohibían tomar fotografías y hablar por teléfono, yo no los había visto, hasta que una pareja de chinos quiso hablar por celular y un agente les gritó, haciéndoles señas de que había anuncios visibles.
Minutos después llegó una mujer joven vestida de policía, armada. Llevaba mi pasaporte en la mano y dijo mi nombre. Me acerqué y me pidió que me volviera a sentar, estaban investigando qué había pasado con mi visa y mis antecedentes.
Otros agentes con pasaportes de carátula de diferentes colores llamaron a otras personas de nombres raros; a algunos les pedían que entraran con ellos a cubículos, a otros les entregaban sus documentos y les pedían que abandonaran la sala.
Yo recordé, entonces, que muchas veces, 30 y 35 años atrás, fui detenido varias veces en la oficina de migración de Guatemala hacía México. Las salas eran más incómodas y olían mal, no había baños ni botellas de agua.
Las gringas estaban limpias y austeras, pero no había un espacio para acostarse, en caso de que debiera pasar ahí la noche. Habíamos salido a las 2:30 de la madrugada de Temixco y el cansancio era brutal. Yo no había dormido nada, la secretaría de Obras del gobierno estatal había anunciado que a las 10 de la noche quitarían la escultura ecuestre del general Emiliano Zapata de la Glorieta de Buenavista y estuve ahí hasta la una de la madrugada sin que pudieran removerla; después mi amigo Rodrigo me llevó a casa en Cuernavaca por mis cosas y de allí tomé un taxi a Temixco.
Una hora y media después la agente dijo mi nombre y pidió que la acompañara a un cubículo en donde estaban tres agentes más, güeros, armados y mal encarados:
“No localizamos su visa. Vimos que ha viajado tantas veces y ha salido rápido, sabemos que es periodista y que vino a inaugurar una exposición. También tenemos los datos de su vuelo de mañana. Le vamos a dar un permiso para que usted haga su trabajo y mañana regrese a su país, si no regresa mañana a la hora que tiene marcado su vuelo, se encontraría en una situación ilegal. No nos hacemos responsables de su persona y sus cosas. ¿Entendió?”.
Yo le di las gracias y recibí mi pasaporte, dentro se encontraba el permiso en inglés, en donde se consignaba la razón por la que no tenía la visa. Salí de ese lugar y pasé el último filtro sin problemas rumbo a la salida del Aeropuerto Internacional O’Hare.
El camión que había partido con los abuelitos había salido hora y media antes. Yo tomé un taxi del aeropuerto al salón, al oeste del centro de la ciudad, en donde los hijos y nietos de estos adultos mayores los recibirían: 6010 W., Grand Ave, Chicago, Illinois.
Pude tomar algunas fotos y videos. Las personas que tenían “marca personal” me fueron a buscar para preguntarme por qué no había viajado con ellos en el bus, y yo les respondí que porque había estado llenando unos formatos de migración.
Por la noche llegué a casa de un amigo migrante. Me prestó una habitación, cenamos y platicamos del incidente, me bañé y me perdí en mi sueño como pocas veces en mi vida.
Al día siguiente me levanté temprano: estaba nevando. Salí a hacer un video y unas fotos. El aire me daba en la cara con miles de alfileres. Las finísimas escamas de hielo caían sobre mi cámara, pero no la mojaban. Era algo similar, aunque opuesto, a ver el tizne aéreo de la zafra cayendo sobre Tlaquiltenango.
Por la tarde regresé al aeropuerto de Chicago, tomé mi vuelo a la Ciudad de México y llegué poco antes de las 12 de la noche. No tuve un solo problema y pasé “como Juan por su casa”.
Los días siguientes fueron de llamadas a diferentes departamentos de los aeropuertos de Chicago y de la Ciudad de México. Mi documento no aparecía.
El lunes 17 de diciembre, después de ir de un lado a otro por ese monstruo que es el Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México, me sentí sólo, abandonado, y las palabras de la mujer que atendía el Departamento de Objetos Perdidos sonaban en mi cabeza: “No encontramos su visa”.
Media hora antes había yo ido al departamento de equipajes de United Airlines y la respuesta del encargado fue negativa, no tenían ningún documento extraviado.
Tendría que solicitar de nuevo mi cita en la Embajada de Estados Unidos, pagaría cerca de tres mil pesos, me entrevistarían y ellos decidiría si me repondrían o no la visa norteamericana.