El lacónico anuncio, pegado sobre la puerta de entrada al plantel, aquella mañana, creó desasosiego y tristeza entre los compañeros estudiantes que, en grupos pequeños, comentaban el suceso.
– Manuel Barraza, ¿muerto? –nos preguntábamos.
Barraza fue emérito profesor de esa asignatura durante dos generaciones. Además, era hombre de reputación intachable, pulcrísima presencia y puntualidad extraordinaria.
Tras los comentarios de rigor, algunos alumnos, sin más, dieron media vuelta y regresaron a sus hogares. Sin embargo, otros nos quedamos ahí comentado el suceso y tratando de saber dónde se llevarían a cabo las exequias.
No supimos realmente quién comenzó a correr la voz, en aquel momento, de que el profesor no murió de muerte natural, sino que había sido asesinado. Quizá envenado.
Como toda noticia de ese calibre, la del presunto crimen incendió a los alumnos. El profesor era realmente querido por muchos de ellos, aunque no por todos nosotros.
Momentos después, un condiscípulo, quien recibió una llamada telefónica por su móvil, nos comentó que al profesor se le practicaría la autopsia, situación que parecía común en casos como el que se presentaba. Dada tal situación, todos los ahí presentes nos fuimos retirando del lugar después de aquella información. Pasaría algún tiempo para que el cuerpo de nuestro mentor fuera velado como lo exigen las buenas costumbres.
Dos días después supe, por una llamada telefónica, el lugar dónde se daría el último adiós al profesor.
Asistí el día siguiente, a temprana hora y sin ninguna compañía, a la capilla en la que se velaban los restos de nuestro maestro. Después de saludar a los presentes, me persigné mientras me acercaba al acerado féretro.
El doctor se encontraba amortajado con sus recién aseados zapatos negros, su pantalón de casimir perfectamente planchado y la imprescindible bata blanca, de un albo inolvidable. Recordé, entonces, la manera en que el ingeniero partía plaza todos los días, junto con sus dos guapas asistentes, al entrar al salón de clases por las mañanas. Él era todo un dandy que, con su relamido y entrecano cabello, rompía corazones entre sus alumnas adolescentes.
En ese exacto momento vino también a mi memoria la tarde de su muerte.
Llegamos Javier y yo a la preparatoria con la intención de hablar con él. Fuimos hasta el salón L – 3 y tocamos la puerta, pero no hubo respuesta de nadie. Por lo anterior, optamos abrirla hasta que lo vimos ante la mesa de trabajo que usaba, ensimismado leyendo exámenes; seguramente los aplicados a nosotros la mañana de aquel día como última oportunidad para aprobar la materia que no he podido entender exactamente, y que él enseñaba de forma magistral, a decir de mis compañeros. ¡Era la ocasión que buscábamos!
Volvimos a tocar la puerta para forzar que el profesor reaccionara, pero no lo logramos. Quizá el ruido de una solución burbujeante que hervía en un matraz calentado por un mechero, sobre una de las mesas de trabajo cercana a la puerta, no lo dejaba oír nuestro llamado.
Caminamos unos pasos dentro del salón, llamando al profesor, hasta que éste nos vio tras sus espejuelos.
– ¿Podemos pasar? –pregunté estúpidamente.
– Pasen ustedes –contestó el profesor sensiblemente molesto, y continuó-. ¿Se puede saber quién les permitió transponer el umbral de la puerta sin llamar antes?
– Señor –le aclaré–, llamamos pero usted nunca contestó. Aún después de pasar al interior del salón, le hablamos, pero usted no nos escuchó.
– Bueno, bueno –concluyó–. ¿A qué debo el que ustedes estén aquí a esta hora?
Sin dejarnos decir nada, él continuó:
– Ya sé, vienen a ver lo de su examen. ¡Ahora sí se preocupan! –nos sonrió sarcástico.
– Siempre nos ha preocupado, pero hay materias que no se nos dan.
– Sí, como a ustedes: ¡no se les dio la gris!
Me encendí como la calavera de un automóvil al pisar el pedal del freno, pero me contuve para no contestarle al profesor como se merecía. A Javier se le salían los ojos de las órbitas.
– Solamente le venimos a pedir que califique nuestros exámenes en nuestra presencia. Quizá se nos escapó alguna respuesta al cuestionario que nos aplicó, pero estamos dispuestos a que nos haga un examen oral a su satisfacción. ¿Sabe? De esta calificación depende nuestra graduación. Espero que nos comprenda. Estamos a sus órdenes.
– Están ustedes totalmente equivocados, jovencitos. Yo no cumplo los caprichos de malos estudiantes como ustedes. Ya calificaré sus exámenes. Si ustedes realmente estudiaron, se verá en ellos, si no, lo siento, recibirán su propio castigo. Ahora, les suplico me dejen trabajar para que mañana tengan la respuesta a su inquietud de este momento.
Quisimos apelar a su razón, pero sólo obtuvimos de sus labios un: “Salgan de aquí, antes de que los mande echar.”
Sentí que todo mi ser se exaltaba al punto de quererlo matar, ahí mismo, pero mi conciencia me contuvo. Javier me miró turbado. Entonces, sólo nos volvimos, caminamos hasta la puerta, y la cerramos produciendo un estruendo espectacular...
Estático y nervioso ante el ataúd, después de lo anterior, visualicé y supe lo que pasó aquella tarde después de que salimos Javier y yo del salón L –3, tras el estrépito que causó el cierre enérgico de aquella puerta: el mechero que ardía dentro del recinto, se apagó debido al vacío que causó el portazo...
Volví la mirada al féretro y me persigné nuevamente. Luego salí de la funeraria.
Días más tarde conocí algo que le acabó de dar la puntilla a mi atribulada conciencia: El profesor escribió en mi examen aquella noche:
– “Me he dado cuenta de su esfuerzo. Yo tomaré, junto con usted, la primera copa de vino el día de su graduación. ¡Lo felicito!”