Ai’ los veo llegar siempre con sus zapatos rotos o mugrosos porque el asunto está jodido, pero como sea, llegan. Tarde pero llegan. Y ahí estoy esperándolos y viendo que no se vayan para otro lado. Lo hago porque me nace.
En este pueblo se las dan de muy cabrones. Que aquí hacen su ley, que aquí son los dueños y son la autoridad. Dicen eso. Pero la verdad son montoneros, y hocicones. Se sienten pan de huevo. Nada más.
Siempre ven a los demás como perdonándonos, como diciendo que nos dan chance de venir a chambear a su pueblo chilapastroso, que nos hacen el favor de dejarnos ganar el pan. Sienten que ellos son la leña que no hace humo. Ya lo dije, son hocicones. Y chismosos.
Estaba, ya lo referí, bajo el puente. Y de pronto, de sur a norte llega un doble tracción del ejército y se frena de golpe abajo del puente, merito frente a mí. A unos pasitos estaban varios de los que se las dan de que tragan lumbre y escupen flamas, y al ver el carro amarrarse y encima a los infantes (con cara de no nos andamos con pendejadas y al primero que se pase de taparrosca lo atascamos) bien, pero bien armados, y atrás que llega otro vehículo igual, a todos los presentes se nos enfrió el caldo. Y es que imponen esos cabrones. Nada más de verlos como que avientan autoridad.
Yo sólo me reía en mis adentros al ver a los chingones mugrosos de aquí, los tragaflamas, hacerse chiquitos. Como que una culpa se les empezaba a encajar en el rostro, como que pensaban que por alguna esotérica razón venían por ellos. Quizá por madreamujeres que se dejan, por briagos, por machos, por ojetes.
Los soldados se quedaron unos instantes parados ahí en la vía. El silencio pesaba que lo podías cortar como a una rebanada de pastel de seis leches. Yo nada más veía cómo abrían sus ojotes los lugareños, bien fruncidos. Putitos.
Lo que hubiera dado por gritarles “¡¿qué, no que muy gandallas, que son los padres de todos, que aquí cualquiera de fuera se las Pérez Prado con todo y orquesta y bailarinas?!”
Todavía los verdes se les clavaron como radiografiándolos, y al parecer, al no encontrarles nada más en la mirada –porque los guachos son cabrones sicólogos, hermeneutas del alma, exégetas de los gestos- que el reflejo oscuro de sus mezquinas existencias, se metieron los carros a la calle de junto, la muy larga y serpenteante, la que entronca y pasa bajo la autopista perdiéndose bien allá en los más macizo del verde monte, y se disipó la tensión.
Como que volvieron a respirar.
Momentos después llegó el microbús rechinante con los alumnos de costumbre, les tiré el mismo rollo de que se apuraran y de que nada de desviarse o que se les perdía la brújula, y me fui atrás de ellos, no sin antes ver a los machos, a los chingones, quietecitos todavía, cómo les iba volviendo el color a sus cenizas jetas.