Federico García Lorca
“Cuando un alma sensible –dice Gaston Bachelard- y culta recuerda sus esfuerzos por trazar, según su propio destino intelectual, las grandes líneas de la Razón, cuando estudia, por medio de la memoria, la historia de su propia cultura, se da cuenta de que en la base de sus certidumbres íntimas queda aún el recuerdo.” En esa memoria privilegiada murió hace más de una década y media Gutierre Tibón (Milán, Italia, 1905-Cuernavaca, Morelos, 1999), vástago de una familia de sabios medievales de España, los Tibónidas de Granada. Tibón provino de los Ibn Tibón, también llamados Iboní, una dinastía de médicos, sabios y traductores originarios de Granada, descendientes del fundador de la dinastía en el Siglo XII, Yehuda Ben Saúl Ibn Tibón, quien a consecuencia de las persecuciones anticristianas y antihebreas de los fanáticos de almohade, se refugió en Provenza. Tenía 94 años y era uno de los estudiosos de México más brillantes y respetados. Su mirada, animada por la intensidad de la experiencia, sembró en cada palabra la perdurabilidad de los recuerdos. No ocultó su ironía al hablar de sí mismo o de los demás. Su amor por México y por la vida se suma a su pasión por la literatura. Tuvo el mundo en el alma, y en los labios, fue un políglota con el espíritu multiplicado por los tantos idiomas que le transmitieron los espíritus de otros pueblos, desde el alemán, griego, latín, inglés, francés, hasta el náhuatl, y debido a ello era un caleidoscopio de ideas que le dieron personalidad de sabio y de poeta; un Aladino nacido con muchos siglos de retraso, que con la lámpara de su cultura nos abrió los ojos a descubrir nuestro pasado. Nació en Milán, se educó en Suiza y publicó su primera monografía II Monte Bre, en Basilea, a la edad de 15 años. De 1922 a 1939 viajó por toda Europa así como por el sur de Asia, Oceanía (y Úbeda), África y el norte de América Latina, que le descubrieron infinidad de territorios desconocidos, no sólo para él, sino también para sus ojos lectores. En Ginebra, Isidro Fabela, le aconsejó establecerse en México, donde encontraría un amplio campo para sus inquietudes de investigador. Así, desembarcó en Veracruz a principios de 1940 para iniciar su patria electiva su labor intensa consignada en diversos libros. Dice Tibón:
“Siempre hay la posibilidad de ver el lado chusco de las cosas y de la vida misma. Hay gente impenetrable al sentido del humor, pero México tiene un pueblo que constantemente inventa frases ingeniosas, como las de los camiones o los hombres de las pulquerías en algún tiempo, que demuestran la inteligencia e ironía de nuestro pueblo. Entonces, desde que llegué a México en 1940 he tratado de realizar mis libros con un sabor mexicano y no de un italiano que se preocupa por las cosas tan ricas y maravillosas que existen (…)”.
En una lógica certera y atrevida, hay que decir que nadie exige del historiador, antropólogo, crítico de arte o arqueólogo que sea infalible, ni siquiera inmutable, sino lo contrario: versatilidad, criterio y grandes dosis de cultura humanística, que son de alguna forma, requisito indispensables para un excelente relato histórico. En definitiva, un ejercicio disciplinado y riguroso de curiosidad histórica y discernimiento narrativo. Estas fueron, las virtudes que significaron la actividad intelectual de Tibón. Pero a partir de un criterio, ahora sí, irrepetible: la claridad y legibilidad expositivas. Es decir, el investigador e historiador aspiró a entramar un relato histórico asequible y vivo para el lector formado. La erudición suficiente y equilibradas dosis de amenidad, intriga y argumentación dan vida y gesto en cada uno de sus libros. Un maestro indiscutido, en suma, al que han admirado cientos de lectores no sólo en sus libros, sino también en su columna periodística “ Gog y Magog”, que se publicó durante casi cuarenta en el periódico Excélsior, sino también en sus colaboraciones en radio “Diálogos radiofónicos” en la XEW y en los programas de televisión al lado de Luis Spota, y, desde luego, cuantos investigadores han tenido la fortuna de tratarle y beneficiarse de su talento su avente old fashioned, pero capaz de desmontar las más abstrusas trapacerías críticas con datos mortales y sonrisa irónica.
No fue un erudito ascético ni un beligerante intérprete de tendencias históricas en uso. Entendió la Historia dentro de los límites de una tradición occidental de la que se absorbe los argumentos y la metodología. Y constantemente recordaba la lección de Francisco Xavier Clavijero: “La pasión y los prejuicios en unos autores y la falta de conocimiento o de reflexión en otros, les han hecho emplear diversoscalores de los que debieran. Lo que yo diré va fundado sobre un serio y prolijo estudio de si historia, y sobre el íntimo trato de los mexicanos por muchos años…”. Esa pasión y el conocimiento erudito de Tibón lo llevaron a explorar no sólo cada rincón del mundo, sino en especial, los pequeños rincones de México, donde encontró muchos objetos de estudio. Para Tibón, el investigador es un creador de imágenes y esas imágenes tienen una historia condensada a lo largo del tiempo. Podría decir que su gran enseñanza se resuelve en el aprendizaje de la crítica, de la memoria. El historiador propone distintos ángulos de visión que la tradición convierte en una mirada definida para un tiempo histórico determinado. La historia es así una propuesta de realidad verosímil y la verosimilidad la perfila el tiempo. La investigación, el descubrimiento de fuentes y la “certeza” es lo que hace enriquecer el discurso de un historiador. Para Tibón, el historiador ensaya soluciones desde y en una vieja tradición que también es doble, como él mismo explica en sus escritos, su experiencia está hecha del pasado, de la experiencia cotidiana, y de la pasión indiscutible de la lectura.
Como en los versos exquisitos y alumbradores del poeta portugués Fernando Pessoa:
Tener conciencia no me obliga a tener teorías de las cosas:
Me obliga a ser conciente.
Gutierre Tibón observó, descubrió, interrogó y abrió un puente entre la historia, la ciencia, la lingüística y la filología. Descubrió el asombro perpetuo al encontrar nuevos caminos, cambios, acertijos, y se situó frente a ellos con la misma actitud que, el poeta español Claudio Rodríguez dice en su poema Frente al mar:
Transparente quietud. Frente a la tierra
rojiza, desecada hasta la entraña,
con aridez que es ya calcinación,
se abre el Mediterráneo. Hay pino bajo,
sabinas, pitas, y crece el tomillo
y el fiel romero tan austeramente
que apenas huelo si no es a salitre.
Quema la tramontana. Cae la tarde (...).
¿Qué nos serena, qué nos atormenta:
El mar terso o la tierra desolada…
Su obra escrita, tensa, directa y sin condescendencias retóricas, mereció reconocimiento nacional e internacional. “Lo primero que atrae –dice Agustín Yáñez- la atención de las obras de Gutierre Tibón, es el conjunto de recursos -invisibles– con que logra sostener la amenidad al tratar temas de naturaleza difícil… El novelista esencial que alimenta en Gutierre Tibón ha dispuesto la sabiduría en cuestiones arduas al alcance del más elemental interés, al lector menos interesado en temas históricos o filológicos, hasta poner en el asento una vibración pasional y dejar en el curioso desaprensivo un rico caudal de conocimientos y de inquietudes…”. Tibón marcó un camino a seguir como pocos lo han hecho durante la segunda mitad del siglo XX. Siempre más interesado por las ideas que por las teorías, jugo un papel primordial en la introducción de enfoques de gran novedad e interés historiográfico, sabiendo evitar los excesos de tanto historia escrita al calor de la crisis y la moda, que para bien y para mal, ha sacudido a la disciplina en las últimas tres décadas.
En 1930 concibe la novedosa máquina de escribir portátil y convence a la empresa suiza ( Paillard. Cie y Yverdón) que la produzca y en 1932 crea la Hermes Baby, la máquina de escribir portátil más pequeña del mundo; en 1946 obtuvo el doctorado honoris causa de la Universidad de San Nicolás de Hidalgo en Michoacán, además de ser electo académico de número por la Academia Mexicana de Genealogía y Heráldica; en 1949 ganó la cátedra de filología comparada y alfabetología en la Universidad Nacional Autónoma de México; en 1958 fue nombrado académico de número por la Academia Nacional de Ciencias y, en 1992, académico honorario de la Academia Mexicana de la Lengua. Entre los múltiples reconocimientos que recibió destacan: Cruz al Mérito de la República Austriaca, en 1959; Condecoración del Águila Azteca en Grado de Encomienda y Medalla al mérito otorgada por el Instituto de Arte de México en 1972; Ciudadano de Honor por el Excmo. Ayuntamiento de Toledo, España; Premio Internacional Alfonso Reyes, en 1988; Presea Ciudad de México otorgada por el XXXVI H. Consejo Consultivo de la Ciudad de México, Miembro de la Academia del Cimiento de Florencia, Gran Oficial de la Orden al Mérito de la República Italiana 1991. Medalla Ignacio Manuel Altamirano 1999 (póstuma), entre muchos otros. Sin olvidar que en 1962 funda y publica los tres primeros tomos de la Enciclopedia de México. Más allá de esos reconocimientos, Tibón es uno de los investigadores e historiadores que realizó una obra sólida, que hizo aportaciones notables al pensamiento histórico, y que ha influido con su pensamiento al ambiente histórico en México.
Curioso, puesto que su formación, autodidacta, se había forjado en un disciplinado y nada indulgente aprendizaje de la mirada y de la oralidad. Ubicado entre los historiadores, antropólogos, lingüistas y arqueólogos de su generación, como Silvio Zavala, Daniel Cosío Villegas, José Luis Martínez, Edmundo O’ Gorman, Rubén Bonifaz Nuño, José E. Iturriaga, Alfonso Caso, Ramón Piña Chan, o más jóvenes, como Miguel León-Portilla, Juan M. Lope Blanch, Luis González y González, Guillermo Bonfil Batalla, Josefina Zoraida Vázquez, José Moreno de Alba, Luis Fernando Lara, Álvaro Matute, Enrique Florescano, Andrés Lira, Linda Manzanilla, Alfredo López Austin, Lorenzo Meyer, Héctor Aguilar Camín, Eduardo Matos Moctezuma, Enrique Krauze, o estudiosos autodidactas de la filología y el lenguaje como. Arrigo Coen o Nikito Nipongo, todos dotados de una apreciable capacidad crítica que los convierte en discutidos referentes casi intemporales del diálogo histórico del México contemporáneo. Pero el caso de Tibón era singular y apreciado de forma unánime por su agudeza inquisitiva. Bien dice el historiador francés Jacques Soustelle sobre Tibón que” con su erudición casi ilimitada de humanista curioso de todas las cosas, añade una nueva dimensión a todo lo que ha podido ser dicho o escrito sobre la historia del nombre de México, que ya había tentado la sagacidad de espíritus tales como Hermann Beyer y Alfonso Caso. Recurriendo a la etimología y a la lingüística comparativa, a la geografía y a la cosmología, Tibón hace surgir (México-Tenochtitlán) de esa palabra y ese giflo, por olas sucesivas, todo un universo: el mundo encantado del pensamiento indígena.”. Es justamente por eso, que la historia del pasado, conserva para Tibón, una fascinación extraordinaria, pues la soledad histórica es imposible por estar poblada de fantasmas. Cada uno de sus libros ha supuesto una variación certera en torno al tema fundamental de la fluctuante relación entre la historia y la sociedad que la produce, sostiene, niega o disimula de formas diversas. El descubrimiento de su colosal obra, y a la vez su más acerada contribución, Historia del nombre y de la fundación de México (1975),y desde luego, sin olvidar sus aportacines en libros como:Antroponimia náhuatl (1959),Olinalá, un pueblo tolteca en las montañas de Guerrero (1960), Pinotepa Nacional. Mixtecos, negros y triques (1961); la complejidad filológica de su Onomástica hispanoamericana (1961), Diccionario etimológico comparado de los apellidos españoles, hispanoamericanos y filipinos (1988), Prehistoria del alfabeto (1956), Kijmon (1959), El mundo secreto de los dientes ( 1972) La tríade prenatal: cordón, amnios y placenta (1981); la ironía educada de las Aventuras de Gog y Magog (1948), Divertimientos lingüísticos (1946), Aventuras en México 1937-1983 (1983), Aventuras en los cinco continentes (1977), El ombligo como centro erótico (1981), y La ciudad de los hongos alucinantes (1983) son hallazgos del investigador difíciles de disolver en la “prosa del tiempo”. En todos estos temas delineo nuevas tendencias para la indagación crítica, recorridas después por un consolidado sector de la investigación en historia de las culturas y la lingüística. En momentos, la imaginación y la curiosidad de Tibón están gobernadas por el deseo de una sustancia de fluidez sabiduría, de un asombro constante, que surca y depura en sus textos. En la La ciudad de los hongos alucinantes- cuyo registro fotográfico es de Walter Reuter -, Gutierre Tibón cuenta cómo llegó a la sierra mazateca en 1956, atraído por la existencia de un cierto lenguaje silbado entre los mazatecos, y al cabo de los años y de visitas ocasionales, fue recopilando una amplia información que reunió años después en su libro. En el capítulo “María Sabina, micología y mitología”, Tibón recuerda, breve, pero intensamente, su experiencia en la única velada que tuvo con María Sabina en esos años: “Tuve la suerte de ser el primero que escribió sobre esta mujer humilde y maravillosa. En 1956, hace diecinueve años, su nombre figuró en letras de molde en la página editorial de un diario de México. Después de una velada en la oscuridad –durante la cual María Sabina, atraída telepáticamente por mi angustia, me dio consuelo y me reintegró al calor de la vida– tengo con ella un lazo afectivo que no vacilo en llamar filial. No pude nunca hablar con ella porque desconoce el castellano; pero la mañana después de la velada subí hasta su choza –una hora de subida empinada desde Huautla– para besar su mano y mojarla con incontenibles lágrimas (esta actitud mía hacia María Sabina, que persiste en el recuerdo pese a los años transcurridos, no obedece a mi raciocinio habitual, sino a la perturbación emocional provocada por los hongos)”.
Gutierre Tibón se interrogó acerca de los entornos y de sus secretos, cualquiera que sea su entidad y carácter, y les dio forma para que sus lectores los descubrieran. Atmósferas rurales, paisajísticas, antropológicas, filológicas…. De ahí domina su curiosidad asombrosa por los temas más simples y complejos al mismo tiempo. Dentro de estos ejercicios históricos, se producen cruces y desilusiones. Tibón demarca el espacio eludido, dentro de él todo es aprendizaje y reflexión. Ese pequeño efecto de vastedad envuelve finalmente cada uno de sus libros, fruto de la experiencia intensa y desolada de la intimidad, como dice Jorge Luis Borges en El efecto “hidrante”:
Está bien que se mida con la dura
sombra que una columna en el estilo
arroja o con el agua de aquel río
en que Heráclito vio nuestra locura
El tiempo, ya que al tiempo y al destino
se parecen los dos: la imponderable
sombra diurna y el curso irrevocable
del agua que prosigue su camino.
Tibón dejó sus trabajos abiertos a continuas interpretaciones liberadas de formalismos rígidos, esteticismos de todo orden o juegos de retórica, de manera que cada libro se convierte en un genuino juego intelectual interactivo entre las partes de un todo. No hay un investigador o lingüista que haya identificado un recorrido tan estrechamente entrelazado con los cambios históricos de México. El desmoramiento de las culturas populares, los cambios regionales y la pérdida de identidad de los pueblos antiguos, han sido intensamente vaticinados en la biografía y trabajos de Tibón. Su realismo escéptico, capaz de reconocer el carácter frágil de las invenciones y conquistas de la humanidad, constituye un medio primordial de su búsqueda de identificación, mediante la historia, la antropología y la lingüística. Sus libros y artículos periodísticos son, sin duda, laboratorios de ideas, lugares de reflexión y pesquisa, espacios donde cuestionar y confrontar las convenciones de lo que llamamos Historia.
Gutierre Tibón descubrió la historia a partir del lenguaje y, con el pretexto de ser un viajero incansable, en 1939 el delegado de México en la Liga de las Naciones en Ginebra, Isidro Fabela, convenció a Tibón de que se estableciera en su país para llevar a cabo estudios históricos, lingüísticos y sociológicos. Desde su llegada a México, en 1940, Tibón se consagró por completo a la investigación científica y, desde luego, a la difusión de la cultura mexicana, antigua y contemporánea. Su relación constante con el historiador francés Jacques Soustelle le ayudó a afilar un utillaje crítico siempre más formalista que descriptivo. México le descubrió las múltiples miradas de los indios de cada rincón del país, el respeto y rescate de cada tradición.
Durante muchos años —me decía Tibón— descubrí el mundo de sensaciones que me avasalló al viajar por México, alternar con gente nueva, atisbar todo con ojos nuevos. Tengo el don del asombro que siempre se renueva; a veces logro atar cabos sueltos que me permiten penetrar más hondamente en los secretos del pasado. Amo el universo que me rodea y a mi prójimo, máxime a la gente humilde y a los seres pensantes que encuentro en mi camino.
Pero resulta todavía más decisiva la conversión del historiador al divulgador, entendido como la norma de comprender la historia y su complejidad; es decir, forjada desde el tiempo de la narración popular y distanciada del referencialismo histórico tradicional. “ Caso interesante – afirma el historiador Álvaro Matute- el de Gutierre Tibón, también, porque floreció como historiador, filólogo y antropólogo en un siglo en el que la profesionalización académica de esas actividades fue lo que privó, tendiendo a expulsar de los cenáculos a los sabios que no pertenecían a las instituciones, cuya vida y sentido radica en propiciar la investigación”. Sus libros Pinotepa Nacional y Olinalá constituyen sus primeras apuestas fuertes al rescatar la historia y tradiciones de dos pueblos mexicanos. Ciencia, arte, religión, procedimientos políticos y sociales que se proyectan desde México y sus rincones, son un conjunto para Tibón, diferentes, nuevos, en una palabra, propios del ser mexicano y de sus habitantes, los «americanos criollos», como le gustaba llamarlos. Poco a poco nos descubre a los cronistas e historiadores españoles (Motolinía, Sahagún, Jacinto de la Serna, Francisco Hernández, médico de Felipe II, Hernando Ruiz de Alarcón, hermano de Juan, el dramaturgo), hasta aquellos que tienen que ver, de una manera o de otra, con este México antigua y contemporáneo.
El afán nacionalista de Tibón no es resultado de un capricho individual, sino la consecuencia histórica de un proceso de integración que se dio al poner en contacto dos culturas diferentes: Occidente y América, en el que los vencedores marcaron la visión histórica; no obstante, Tibón luchó contra las formas anquilosadas de la concepción del mundo, de la historia y de la ciencia. Tibón hizo suya una frase de Italo Calvino:”espero que mis lectores descubran en mis libros algo desconocido para mí, aunque sólo puedo esperarlo de aquellos deseosos de leer algo que sea también desconocido para ellos”. Ése es uno de los desafíos que supo atrapar con lucidez, pues la mirada de Tibón es penetrante, difícilmente clasificable por su fuerza personal y su intransferible manera de captar las realidades más diversas. Así pudo conjugar la historia, la literatura, la filología y las tradiciones orales para configurar un panorama crítico de la vida cotidiana, cultural y social de Pinotepa Nacional yOlinalá, ambos pueblos de un México todavía desconocido, o como decía Bonfil Batalla de un México profundo “que está formado por una gran diversidad de pueblos, comunidades y sectores sociales que constituyen la mayoría social del país. Lo que los une y los distingue del resto de la sociedad mexicana es que son grupos portadores de maneras de entender el mundo y organizar su vida que tienen su origen en la civilización mesoamericana, forjada aquí a lo largo de un forjado y complejo proceso histórico”. Tibón configuro una investigación “antropológica” en las primeras décadas del siglo XX, que aun sigue conmoviéndonos y despertando las preguntas de una razón siempre insufiente ante las cuestiones de pobreza extrema, de inseguridad social, de falta de educación, y desde luego, de la falta de atención a las comunidades indígenas, que sigue siendo un lastre para la historia de México.
Quizá convenga apelar con modestia a una persistente tradición moderna que arranca de la crítica histórica del pasado, de sus modos de orientación escrita y representativa, que propone una nueva fundamentación imaginativa basada en el «único principio que escapa a la crítica, puesto que se confunde con ella: el cambio, la historia», como proponía Octavio Paz. Una historia negativa —por llamarla de algún modo— que vaya más allá del imaginario y se instale en la pluralidad normativa para establecer una relación de diálogo con aquellos modelos formales todavía capaces de generar respuestas históricas activas.
Frente a las tentativas anacrónicas de repetir las formas culturales del pasado, con mayor o menor astucia, Walter Benjamin sugería que «la historia debe trabajar con los materiales de que dispone», y hablaba en plena crisis de Weimar, cuando la cultura de masas empezaba a desdibujar el egoísmo estético romántico.
¿Una cultura al margen de la historia? Tampoco es eso. Creer en la historia significa apostar por la creatividad y la innovación, un buen desafío para nuestra sensibilidad tal vez un poco abrumada de memoria. Esa lección que define Miguel de Unamuno en su novela Niebla, cuando el escritor pregunta a su personaje como el tiempo rehace el ejercicio de la escritura al paso del tiempo: “Las obras nacen de un pensamiento no definido, de la necesidad de encontrar significados a aquello que a menudo yace sin lógica y que de pronto quiere desplazarse hacia otro lugar”.Es imprescindible releer algunos de los libros, ensayos, textos periodísticos, crónicas y reportajes de Gutierre Tibón —celoso guardián de la integridad de la memoria mexicana, de un pasado que hemos poco a poco recuperado—, reunidos en este volumen, que tanta historia y memoria logran rescatar para preservar el pasado mexicano, que hoy día tanta falta nos hace. Gutierre Tibón nos exige que mantengamos nuestra mente abierta a las lecciones del pasado y a los enigmas del presente. Un personaje, pues de excepción, duro, difícil de entender y redescubrir sus temas de investigación, pero que supo siempre mantener la ilusión por lo que él llamaba el desafío de “descubrir” temas únicos en la historiografía contemporánea.
*Prólogo al libro Gog y Magog. Aventuras lingüísticas de Gutierre Tibón. Editado por la Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2015. Edición, compilación y selección de Miguel Ángel Muñoz