No es para menos: la forma de lo que queda de una cabeza humana sorprende a quienes se acercan a la vitrina que exhibe los restos, así como las dimensiones que tuvo en vida: se trata de un niño.
Otra razón es la antigüedad: esos restos provienen de un entierro de hace mil años y fueron hallados en el cerro “El Tlatoani”, en el municipio de Tlayacapan. Esos restos óseos corresponden a un menor que fue “ofrendado” en un ritual, en lo alto de la elevación natural.
En el texto de sala que acompaña a la pieza, el Arqueólogo Raúl Francisco González Quezada, director del proyecto por parte del INAH Morelos, refiere que el niño, “mantenía una condición especial desde su infancia más temprana, ya que deliberadamente le fue deformada la cabeza, al punto de lograr una forma alargada y con dos lóbulos en la sección alta trasera”.
Quizá por ello, añade el especialista, fue elegido después de morir (o de ser asesinado, acota) “tras lesiones contusas para ejecutar este ritual de inhumación, el cual implicó su desmembramiento, probable extracción del corazón, exposición parcial al fuego y posterior enterramiento. Respecto a las secciones ausentes de su cuerpo desconocemos qué destino les fue otorgado”, puntualiza.
Informa además, que en el ritual se incluyeron artefactos como molcajetes de cerámica, manos de metate, un hacha de piedra verde, elementos constructivos como el bajareque al interior de la olla, una tinaja, punzones eventualmente para ofrendar sangre, así como la presencia de segmentos corporales humanos y de restos animales cocidos, consumidos y quemados.
Al hacer alusión a las imágenes que se ven a un lado de la pieza, explica: “En estas dos escenas representamos dos momentos concatenados del ritual. En un primer momento, se presenta el punto cuando se coloca el resto del cuerpo del infante una vez desmembrado, sin el corazón y quizá envuelto en un bulto mortuorio directamente sobre el fuego contiguo a la olla.
“Una vez que habría sido parcialmente quemado, sería llevado -aún con gran parte del bulto mortuorio- para ser colocado verticalmente en una pequeña cista excavada directamente en la tierra debajo de un pequeño altar”.
También asegura que en la práctica ritual de comunicación y negociación con sus deidades, las sociedades prehispánicas solían designar a sujetos denominados ixiptla para procesos de sacrificio y ofrenda.
“Así, la víctima tomaba el lugar de la deidad, era sacrificada y se dialogaba con ella. La piel era el contenedor del poder religioso y es quizá en este contexto del sistema de valores de la sociedad tlayacapaneca del siglo XI, como se puede comprender el proceso ritual que fue posible recuperar a través del actual proyecto de exploración arqueológica”, finaliza González Quezada.