Bajo el Volcán

Ciencia y creencia. La promesa de la serpiente, de Steve Jones

Cuando, hace ya mucho tiempo, estudiaba en el departamento de Zoología de la universidad de Edimburgo, había allí, en una hornacina situada en la escalera principal, una estatua de bronce de un chimpancé. El objeto sigue ahí: el animal luce una expresión perpleja, mientras observa una calavera humana que sostiene en la mano; está sentado sobre una pila de libros, y en el lomo de uno se lee el nombre “Darwin”. En la página abierta de otro volumen están grabadas las palabras “Eritis sicut Deus”. La frase es una cita del tercer capítulo del Génesis, en la traducción de san Jerónimo del siglo IV. Cuando la serpiente convence a Eva para que coja la fruta prohibida, el animal dice: “Eritis sicut Deus, scientes bonum et malum”, que en la versión de la Biblia del rey Jacobo se traduce como: “Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal”.*

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Los científicos no están más cualificados que los demás para comentar estas dos abstracciones, pero sí han adquirido unos conocimientos del mundo físico algo más fiables que los de las sagradas escrituras. A lo largo de su corta historia, la ciencia (no como la serpiente) ha estado a la altura de la mayoría de sus promesas: nos permite responder a muchas de las preguntas que tanto desconcertaban a aquel primate escocés y, de paso, figura en el título de este libro.

¿Hay una explicación científica detrás de las famosas plagas de Egipto? ¿Y de la edad de Matusalén? ¿Y de tantos otros sucesos que tomamos por milagrosos?
La Biblia es sometida a examen con todo el rigor de la ciencia, dejando aparte la fe, para separar la realidad del mito. Con ilustraciones de William Blake que dan vida a la tensión entre las creencias y los hechos.
Un ensayo ameno para los amantes de la antropología, la historia o la ciencia, sean creyentes o no.
Con autorización de editorial Océano, presentamos para los lectores de Bajo el volcán un fragmento de la introducción del libro.

La doble hélice y la nube en forma de hongo se han unido a la cruz, la media luna y la estrella de David como iconos mundiales. Al igual que los antiguos escribas, las personas que inventaron esas dos imágenes rara vez hacen preguntas nuevas, pero (a diferencia de los primeros) descubren con bastante frecuencia nuevas respuestas. Los temas que estudian los físicos, los astrónomos y los biólogos actuales han obsesionado a la humanidad desde mucho antes de que sus materias comenzasen. El propio Dios plantea problemas sobre el funcionamiento del mundo, como cuando se dirige a Job: “¿Por dónde se va a casa de la luz?”, “¿Tiene padre la lluvia?”, “¿Dónde estabas cuando cimenté la tierra? […] ¿Dónde encaja su basamento?”. El Libro de los Proverbios hace lo propio: “¿Quién recogió el viento en el puño; quién encerró el mar en la capa?”. La respuesta a estas preguntas era, huelga decirlo, que el universo había sido creado por el mismísimo Señor y que su belleza era prueba de su existencia, prueba de que “los cielos proclaman la gloria de Dios, pregona el firmamento la obra de sus manos”.

Como razonamiento carece de lógica, pero las preguntas que se le plantean al desdichado Job se han convertido en la materia prima de la investigación. Quienes estudian actualmente los caminos de la naturaleza se interesan, al igual que los sabios de la antigüedad, por los orígenes del universo, de nuestro planeta, de la materia viva, de las especies y de la raza humana; y por la biología del sexo y la edad y la posibilidad de la vida eterna (real, más que metafórica), en contraste con el destino aciago y ardiente de este sistema solar que avanza sin detenerse. La aparición recurrente de estos temas en los textos sagrados, con la Biblia entre ellos, nos recuerda que cada uno era un manual para ayudar a comprender el mundo y que cada uno, a su manera y en su momento, lo consiguió.

La Biblia es otras muchas cosas: un conjunto de leyes, algunas serias y otras triviales, una historia tanto real como imaginaria, una colección de preceptos y de poesía y una larga especulación sobre el glorioso futuro que aguarda a quienes acepten su mensaje. Se asienta firmemente en la genealogía de las ideas. La ciencia es su descendiente directo y las cuestiones factuales, aunque no las espirituales, que ya se planteaban hace mucho tiempo, pueden explorarse ahora con la última tecnología. Este libro trata de hacer exactamente eso: escudriñar las páginas bíblicas desde el punto de vista de un científico. En lo que constituye una versión atenuada de su original, procura imitar a los Testamentos, entretejiendo lo que podría parecer una serie de hechos sin relación hasta formar un todo coherente.

La propia religión también puede estudiarse desde mi profesión, a varios niveles: desde el punto de vista de la curiosidad sobre este mundo y el otro, y de la preocupación universal sobre el bienestar de la familia, la nación o la vida en su conjunto. Y contamos también con las aportaciones de la investigación cerebral y la de las diferencias individuales en los genes y la personalidad, en los contextos sociales e intelectuales en que se enmarcan. Aunque las herramientas de la ciencia han demostrado ser poderosas, son muchas las personas que ponen en tela de juicio sus hallazgos apoyándose en sus creencias; en cambio, otros rechazan las afirmaciones basadas en la fe porque niegan la verdad o porque son imposibles de demostrar. Aun así, la actitud de los aproximadamente mil millones de agnósticos y ateos del planeta hacia las doctrinas de la mayoría creyente tiene mucho en común con las posturas de los devotos ante el testarudo universo de los hechos, pues cada parte contempla a la otra con una mezcla de fascinación y repugnancia. La idea de que la simple convicción pueda iluminar el mundo físico carece de interés para los biólogos, geólogos y demás científicos. Por su parte, muchos de los que se aferran al dogma tienen una actitud igual de negativa hacia la ciencia, pues rechazan lo que ven, y niegan que sirva para explicar completamente lo que les rodea. En consecuencia, muchos científicos sienten un interés furtivo por los asuntos de los fundamentalistas, mientras que los literalistas bíblicos a menudo se ven fascinados por la ciencia, aunque solo sea para denunciarla.

El siglo XXI ha vuelto a despertar la serpiente de la superstición. Son muchos los que han intentado estrangularla, mientras que otros prefieren azuzar a la criatura: polémicos trabajos a favor y en contra del poder de la fe manan de las imprentas. Unos atacan sus cimientos, mientras que otros los apuntalan, lo que ha dado pie a la aparición de más de un millar de cursos sobre ciencia y religión en las universidades estadounidenses (y unos cuantos más esparcidos por los páramos yermos del mundo académico británico).

Es poco probable que este libro aparezca en sus bibliografías, pues la mayor parte de sus planes de estudio está más allá de la capacidad, o la lógica, de la propia ciencia. Los hay que procuran tener un pie en cada campo y sugieren que el análisis objetivo solo puede llegar hasta un cierto punto, y que debe haber otra verdad más allá de él; es una forma encubierta de aceptar su fracaso. Alfred Russel Wallace, codescubridor de la selección natural, estaba seguro de que el Homo sapiens tenía “algo que no ha heredado de sus progenitores animales, una esencia o naturaleza espiritual […] [que] solo puede encontrar una explicación en el universo invisible del Espíritu”.

Charles Darwin se mostraba dubitativo sobre ese uso tan descuidado de sus ideas, pero, respondiendo a un ataque contra las afirmaciones de su colega, apuntó que “no eran peores que las supersticiones que predominan en este país” (con lo que se refería al cristianismo). No le faltaba razón, pero más de un siglo después muchos seguían aferrándose a la creencia de Wallace, como Martin Luther King, que aseguró: “La ciencia investiga; la religión interpreta […], no son rivales”. La idea de que la ciencia y la creencia ocupan universos separados, o incluso complementarios, y que cada una ofrece una visión del mundo igual de válida me resulta poco convincente, y aquí no nos detendremos en ella.

Así y todo, quienes se dedican a la ciencia pueden examinar muchas de las afirmaciones hechas en la Biblia de una manera objetiva. Este libro no pretende ser una declaración a favor o en contra del placer de las sectas; ni un ataque, o una defensa, del cristianismo o cualquier otro credo. Mi propia opinión sobre lo sublime, que la tengo, apenas si juega un papel aquí. Sin embargo, procuraré dar un paso atrás y echar una ojeada fresca a las sagradas escrituras, con un libro que intenta interpretar algunos de sus temas en un lenguaje actual. La Biblia del rey Jacobo es seis veces más larga que esta obra, y me he visto obligado a omitir muchas secciones, como la narración infinita de árboles genealógicos y batallas tribales, y las instrucciones detalladas sobre cómo adornar el tabernáculo.

Este libro comienza, siguiendo los pasos de su modelo, con un relato del pacto entre Dios y el hombre que empezó en el edén, buscando trazar el pedigrí mundial desde los habitantes de aquella tierra mitológica y sus equivalentes reales, tal y como revela la biología moderna. El Génesis explica cómo se creó el universo, y yo también galopo a través de la historia, desde el big bang hasta el ser humano moderno. El que Eva se creyera la promesa de la serpiente dio pie al pecado original, a la imperfección innata; y la biología nos ha dado la capacidad de identificar muchas de nuestras fuerzas y debilidades incluso antes de nacer (aunque la decisión sobre qué hacer con esa información apenas si ha avanzado desde los tiempos bíblicos).

Ese gran error de Eva obligó al pecado y al sexo a hacerse inseparables, una forma de reproducción destinada a garantizar que la vida siga, independientemente del destino de quienes la transmiten. Significa que el sexo impone una multa que se paga en edad y muerte. En consecuencia, el declive nos pasa factura a todos, y nos golpea mucho antes que a los patriarcas de antaño.

 

*Todas las citas bíblicas en español de este libro están sacadas de la Nueva Biblia Española, publicada por Ediciones Cristiandad en 1984, en traducción dirigida por Luis Alonso Schökel y Juan Mateos. (N. del T.).

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