Frida con el mono araña; Frida con el doctor Farill; Frida en forma de venado herido; una Frida 1890 transfundiendo su sangre a una Frida con su columna vertebral rota —una columna clásica con capitel corintio— y mil clavos que le atormentan la carne.
¿Tiene razón Diego cuando dice que Frida como pintora, es superior a él? Lo cierto es que Frida es una de las grandes personalidades artísticas del siglo XX. Raíces mexicanas (allí está el abuelo indio, Antonio Calderón) y centroeuropeas, del viejo imperio austrohúngaro; allí está el abuelo Jacob Kahlo. Mística y estoicismo de acá; sutileza, análisis implacable de allá. Por ambos lados, un fondo de cultura milenaria: esto es, el Popol Vuh y el Talmud.
Una Frida 1890 transfundiendo su sangre a una Frida con su columna vertebral rota —una columna clásica con capitel corintio— y mil clavos que le atormentan la carne.
Frida ha sufrido martirios. Pocos seres que conozco se han ennoblecido como ella a través del sufrimiento. Desde su adolescencia entusiasta y rebelde hasta hoy, incontables operaciones en la espina, largas inmovilizaciones, crueles corsés. Una carne atormentada, un espíritu que se libera progresivamente; y entretanto se depura y perfecciona un arte pictórico de los más singulares. Lo que ella pinta, es pintura y no decoración. Pinta el sufrimiento de todos a través del suyo. Busca valores cósmicos y nos los ofrece en formas muy de nuestro siglo XX. Cordones umbilicales que suben hasta el sol, orquídeas inquietantes como el sexo, sexo inquietante como orquídeas. Pero también autorretratos que son obras maestras de introspección, con nuevas cadencias de colores; fusión de lo popular mexicano con los mayores refinamientos cromáticos.
Una ambulancia se para en la calle de Ambares, ante una galería de arte. El público en la sala enmudece en tanto que los cineastas encienden sus luces violentas ¡Llega Frida! Los enfermemos bajan a una mujer todavía joven, de pelo muy negro, de hermosos ojos castaños, y la colocan en una camilla. Frida está vestida de tehuana, tiene botitas de piel roja decoradas con minúsculos espejos. Sus manos pálidas están agobiadas bajo el peso de un sinnúmero de anillos, dos, tres por cada dedo, alguno con piedras enormes.
Zumbar de las cámaras cinematográficas, en tanto que Frida saluda a Diego, a Lola, a Alfa, a todos. Los enfermeros la transportan a una sala interior de la exposición. Ahora Frida descansa en su cama, su fantástica cama de Coyoacán.
Cama con pabellón en que Frida ha vivido y sufrido eternidades. Un espejo en el techo y pegado a él un esqueleto: Frida abre los ojos y su imagen se mezcla con la muerte. El esqueleto, admirablemente estilizado, tiene veinte hermanos (y hermanas) en Coyoacán. Todos son obra de un mariguano que las fabricaen la Peni. Cuando sale, los vende a Diego, y con el dinero compra hierba que lo conduce otra vez a Lecumberri.
En las columnas de la cama cuelgan algunos pequeños judas y una minúscula jaula con un pajarito mecánico. La cubierta de la cama es un sarape azul de Chiconcuac con avecillas blancas. En el respaldo, un marco alargado con retratos de Marx, Engels, Lenin, Stalin y Mao. Son los santos de la devoción de Frida; ella siempre ha crecido en la “regeneración” del mundo. Y lo que cuenta no son los santos, sino la sinceridad de la devoción.
Ahora todo es espectáculo.
Gente, gente, gente alrededor de la cama. Gente que dice “sí”, gente que dice “oui”, gente que dice “yeah”, gente que dice “da”…
Es el dormitorio de la reina: los visitantes son cortesanos que le rinden pleitesía. Cortesanos cosmopolitas que están perdiendo sus inhibiciones gracias a los generosos jaiboles de Lola. Miradas a los cuadros, a la artista inválida, a la gente. Frida está conversando con algunos amigos: todos son “mi vida”. De vez en cuando se incorpora en la cama. Pero ahora ¿qué le está pasando? Se ve una contracción de sufrimiento en la cara demacrada de la artista. ¡Pronto, pronto una inyección! ¿Hay un médico entre el público? ¡Menos mal! Alcohol, algodón, La sierrita que raspa la ampolleta, el golpecito seco de cuello que se rompe. Miradas indiscretas siguen con interés morboso el trabajo del médico. Frida, sola con su dolor.
Ya se repone. La gente que viene ahora a la sala, encuentra una Frida animada, brillante, a veces ligeramente pícara. Visita de uno de los “grandes” Siqueiros. Cronistas sociales apuntando nombres. Bohemios norteamericanos estilo Ajijic, inverosímiles. Llega el doctor Atl, más joven que nunca. Frida se entera de lo que el volcanista unípedo y barbón ha visto en Chiapas. Rut, recién vuelta de Europa, cuenta a Frida cómo conoció a su marido egipcio.
Allí están Angelina y Lupe, dos esposas anteriores de Diego. Ambas admiran y quieren a Frida. ¿Celos? ¿Recelos? Únicamente una gran ternura. Frida es la que ha sufrido más; Frida posee una pureza esencial, que sólo anima sentimientos nobles.
Sigue pasando la gente del sí, del oui, del yeah, y del da. En las paredes los cuadros, en la cama la pintora. Muchos se dan cuenta, como si se tratara de una repentina revelación, de que en este ambiente profano flota algo indefinible, algo que en la Edad Medio se llamó “olor de santidad”.
*Este texto pertenece al libro Gog y Magog. Aventuras lingüísticas de Gutierre Tibón. Editado por la Universidad Autónoma Metropolitana, México, 2015. Edición, compilación y selección de Miguel Ángel Muñoz