Quizá no esté tan errado.
Entra corriendo, y muuuy alarmado, su asistente, Nemesio A. Basurtes.
-¡Jefe!, ¡jeeefeeeee! ¡Jefaaazoooo! ¡Miles de chamacos forzaron el portón de nuestra guarida y están en el patio invadiéndolo todo!
-¿Qué dices?
-Lo que acaban de escuchar sus tequileros oídos.
-¡¿Chamacos?!
-Sí, señor, traen pancartas, palos, piedras y iphones. ¡Es como una megamanifestación del PDR!
-Pues… ¡distráelos!, ¡haz algo, pronto! -Sen Larcos se alcanza a servir otro caballito de S´pecial. Y, obvio, se lo empina.
En ese momento la enorme puerta de madera de dos hojas, de casa antigua, de la época de la Revolución, se abre de golpe. Miles de adolescentes de secundaria, de escuelas federales y públicas, inundan eufóricos la estancia. Con amplios ademanes, su púber representante los conmina a no vociferar. Y los calma. Nemesio A. Basurtes tiembla. Sen Larcos los observa, socarrón.
-Creo que es de muy mal gusto si les pregunto qué quieren –dice Sen a los morros.
-Pues de puro mal gusto te voy a responder en nombre de toditos: queremos al Teo y a la Gaieta. Y ni se te ocurra decir que no –responde el juvenil líder.
-¿Al “Te” y a la “Ga”? –Pregunta Larcos respondiendo.
-Sipi –asevera el líder.
-¿Y si te digo que no?
-Te tiramos el cantón, y te medio linchamos.
-¿Medio?
-Sincho.
-Como que eres muy coloquialito –le dice Larcos.
-Sí, “medio te linchamos”, porque vendría a rematarte nuestro cuate.
-¿Ranter? –Observa Sen, sirviéndose y empacando otro S´pecial más. -¡Nemesio, aviéntales a los Deambulantes!
Nemesio A. Basurtes se le acerca paso a pasito a su patrón. Le dice quedito.
-Perdón, jefe, no va a ser posible…. Los necroclones están… “Fuera de servicio”.
-¿Cómo? –Comenta Sen después de otro caballito veloz.
-Todos están tirados y con “temblorcitos”.
Sen Larcos sólo alcanza a abrir mucho los ojos.
-Mat Ranter nos mostró cómo acalambrarlos –dice el líder juvenil.
-Ese maldito mocoso –menciona, mordiendo las palabras, Larcos.
Un estallido de alegría revienta en todos los chavos presentes, como en un concierto, al ver que un hombre de unos cincuenta años, pero muy erguido y energético, con un remolino de sombras en lugar de rostro, entra en el recinto –como casa de villano de película mexicana de los años sesentas-. Larcos lo observa con familiaridad. Obvio, reconoce en el llegado a Mat Ranter.
-Entonces –comenta Larcos, sí puedes pasar de los 34 años.
-Afortunada o desafortunadamente, sí, Larcos. Acabo de notar que envejezco súbitamente cuando algo me preocupa más de la cuenta. De veras que así se me vienen los años encima.
Larcos se carcajea a más no poder. Pero nunca con sorna, como lo haría un gobernador, o un político pesado. Y sí como un genuino y bien jodido lunático.
-¿En serio te preocupan los dos chavitos?
-Como no tienes una idea –comenta Mat, compungidón, suspendiendo el juego de luz y sombras que sostienen el anonimato de su rostro, transformándolo en un nuevo efecto. Todos los chavos, y Larcos, al presenciar que en vez de sombras, simultáneamente, pero de manera individual, ven en él reflejados sus propios rostros, y hay algunos que perciben los rasgos de un puma, un ave rapaz o un reptil, emiten una expresión de asombro. Pero Sen Larcos se recupera con rapidez, pues por algo es el desquiciado de esta saga periodiquera. Y lo mira con frialdad.
-¿Y si te dijera que ambos ya no te pertenecen? –Dice Larcos.
En medio de una chispeante algarabía, al menos una veintena de adolescentes traen consigo, desde un largo pasillo, a Gaieta y a Nic Teo. Contagiados por el desbordado entusiasmo, todos los chavos gritan y celebran, inundando la atmósfera con su estridente despapaye. Nic y Gaieta se ven desconcertados, da la impresión de que Larcos, quizá, los sedó. El guía juvenil conmina a salir y llevarse a los recién rescatados chavitos. En momentos, el festejo se ha derramado en la paulatina lejanía, como el carnaval; espasmo colorido que pasa y se va.
Sen Larcos se avienta otro tequilita más, paladeándolo con antojable y prolongado deleite. Y remata con uno de sangrita. Hasta a Ranter se le antoja, cuyas facciones son ahora la ininterrumpida combinación de rostros animales; una inagotable e irrepetible gama de expresiones zoomorfas, esmaltadas y nacaradas. En el rostro de Larcos también se aprecia algo: la acumulación de caballitos que le ablandaron ya la faz, relajándolo un buen.
Basurtes, Larcos y Mat se quedan solitos en la penumbrosa y vetusta estancia. La edad de Ranter ya ha descendido a la de un joven de unos diez y ocho años.
-Quiero entender que cuando se va la tensión la edad comienza a retroceder –comenta Larcos, que hace un ademán de negación a Nemesio Basurtes, quien le trata de ofrecer otro tequilita.
-Vieras que sí. No de balde se dice que la tensión te envejece –responde Ranter, sarcasticón.
-Muy bien. Ahora qué sigue. Todo indica que ya ganó “el héroe de la historia” –dice Larcos.
-Aquí no hay héroes. Sólo vacíos. Sombras.
-Estoy de acuerdo; diálogos baldados que medio tratan de ser interesantes. Creo que el verdadero antagonismo de esta trama se dio no en tu jeta metamórfica ni en los Deambulantes. Se dio en la teatral intención de los diálogos. Es en ellos donde se intentó el “trabajo fino”, ¿no crees?
-Es posible.
-Pregunto de nuevo. Según tú, ¿ahora qué sigue? ¿El malo termina en la cárcel? ¿El bueno hace una reflexión-monólogo sobre la virtud y lo perenne del bien, pase lo que pase?
-No –responde Mat de nuevo en su edad, ya de trece años- sugiero que hagamos lo que te comenté la vez que te vi en el camellón: que ya nos quedemos quietos.
-¿La pipa de la paz? –Olvídalo. Te oyes como un docente que ya quiere jubilarse.
Sin decir más, Senobio Larcos camina hacia un hueco de la habitación donde una tela cubre lo que al parecer es un mueble. Jala el textil con ademán de mago chafa y deja al descubierto un gran cubo metálico, opaco, semejante a un refrigerador industrial. Abre la pesada puerta mostrando un oscurísimo interior que emana un tufo a viejo y humedad. Se mete y cierra.
Basurtes se ve abatido. Suspira profundamente. “Nos vemos, jefe”, murmura.
Mat lo mira inquisitivo.
-¿Adónde fue? –Le pregunta.
-Murió.
-¿Cómo?
-Es la máquina de la muerte, un artefacto que adquirió en una subasta clandestina. Se ha tragado a muchos, es insaciable.
Mat no da crédito a lo que oye. Enciende la luz, tan intensa y dura como la de los hospitales o la de las oficinas de gobierno, y abre la pesada pero bien aceitada puerta. El tufo gordo le da en la cara, bueno, en los gestos raros que tiene por cara, y que no dejan de ocurrir. Con la potente luz de su iphone examina el artefacto. No es el acceso a un túnel ni vía de escape alguna. Está perfectamente sellado; ni hay indicios de una puerta oculta, tampoco de alguna compuerta. El aroma es dulzón y nauseabundo, quieto, estancado. Mat Ranter comprende que así es como huele la muerte.
Sin prisa, cabizbajo, Nemesio Basurtes bebe un par de caballitos del tequila de su finado patrón alzándolos a su salud. Quiero decir, a su recuerdo. Y se marcha sin prisa por una puerta disimulada en el muro estucado.
En el piso de la máquina Mat Ranter descubre una delgada capa como de cochambre, muy leve, una grasita tibia. Es lo que quedó de Larcos. “Tenías razón –murmura-, el diálogo era el trabajo fino. Ahora ya no tengo nada qué decir. Ganaste”.
A lo lejos se percibe el jolgorio de los chamacos que no dejan de festejar. Un aire pesado y lento trae y lleva el griterío.
Mat Ranter recoge el caballito que dejó el asistente.