Justo a las 19:09 se soltó el aguacerazo. Mi mujer y yo ya no alcanzamos a pasar, íbamos sobre una de las banquetas de la calle Guerrero, la que hace esquina con Tepetates. Empezaban a caer los goterones y granizo, el preludio de la tormenta. Ándale, sí alcanzamos a brincar, ándale, me decía ella. Y yo en el fondo: “ni madres, no pasamos, vamos a darnos una mojada de aquellas y al rato voy a tener un calenturón”. Y sí, no es necesario ser profetas; a los pocos momentos caía el tormentón azotando inmisericorde las calles bonachonas, todavía con sabrosa atmósfera provinciana, del centro de Cuernavaca.
Tepetates era un verdadero trozo de agua. Justo en esa esquina donde hay una columna cuadrada y sobre ella un puesto de bolsas y petacas, la lluvia empezó a darle recio a la mercancía y los pobres chalanes tratando de cubrirla con una sombrillota y un plástico; se inmolaron quedando como chilaquiles por proteger su fayuca, como dos Cristos, de espalda, crucificados contra sus mochilas en venta. Pobres, parecían ríos verticales. Al terminar el chubasco eran un par de garabatos enjutos y temblorosos.
En lo mero tupido, que fue como un cuarto de hora, el agua daba a la mitad de las llantas de coches y taxis, haciéndolos avanzar pian pianito, gallo gallina. Y bajo ellos, lavándoles el lentísimo recorrido, el agua bajando bien recio, trenzándose y revolcándose sobre sí misma, fuerza amorfa arrastrando altores de bolsas –de las grandes, chonchas, negras- de basura, y algunos bancos mal puestos. Ahogaba y detenía los pasos de los osados que intentaban cruzarla.
Y con un buen aguacero no falta el aire largo y alto, sorpresivo, que llega de donde siempre, de cualquier lado, y por momentos parece volver horizontal a la lluvia, que calló como metralla líquida sobre los que nos refugiábamos en las entradas de los negocios. Y al llegarnos el agua el momento quedó coloreado por los gritos, como tajos enroscados, de las viejas que les daba de lleno en la jeta y hombros desnudos, golpeándolas en donde más les dolía: en el maquillaje.
Después, por fin, vino el bostezo estentóreo del trueno, grito quebrado por la altura y la nublazón, y la lluvia se fue haciendo más lenta y flaca, quedita, hasta que se oía más el agua caída y retorciéndose en la calle, ahogando a las coladeras, anegándolas con remolinos blanquecinos, indescifrables; caleidoscopios instantáneos a ras de suelo. Y cuando las culebras de agua eran ya menos anchas y gruesas, fuerza delgada, entonces sí nos atrevimos a pisarles el cauce y a enfilarnos hacia el estacionamiento. Ya mojaba más lo que escurría de techos y tuberías. Ya se había ido el aguacero. Sólo quedaban los ecos mojados.