San Antonio Arrazola, Oaxaca. Mientras cuidaba a sus animales, Manuel, un niño oaxaqueño de ocho años de edad, allá por la década de los años 20 del siglo pasado, buscaba la manera de entretenerse sin descuidar al pequeño ganado familiar. Así que con barro empezó a diseñar figuras que después ponía a secar. Una vez endurecidas entraba de lleno al mundo del juego.
Vivía en un pequeño poblado cerca de la capital oaxaqueña, llamado San Antonio Arrazola, justamente a los pies de la zona arqueológica de Monte Albán, por donde transitaba cotidianamente al buscar alimento para los animales de los que era responsable.
Largas mesas rebosantes de alebrijes ocupan otra amplia sección de la bella casa de dos pisos. Es la zona de exhibición para la venta. (Fotografía: José Antonio Gaspar)
Se dio cuenta que los árboles de copal que crecían en la zona –cuya resina aromática se utiliza como incienso- tenían una madera que se podía tallar fácilmente, así que las primeras formas que había diseñado en barro las fue cambiando por un material mucho más resistente.
Las piezas sin pintar eran tan bellas que cuando pensó en ponerlas a la venta, se quedaba sin una y tenía que ponerse a trabajar más.
Esa facilidad para la creación también la fue expresando a través de la realización de máscaras
Las formas que creaba y él mismo, iban cambiando conforme el transcurrir de los años. Un día pensó que se verían mejor si les ponía color, así que empezó a utilizar colorantes naturales que extraía de insectos y plantas, aunque no eran de duración permanente. Después ya empezó a utilizar pintura comercial.
Un día, le pasó lo que al personaje del célebre cuento Canastitas en serie, de Bruno Traven, aunque con otras consecuencias. Un norteamericano se enamoró de los trabajos que comerciaba y le compró todas las piezas que tenía en ese momento. Lo que Manuel no sabía, es que el extranjero las llevaría a su país para exhibirlas con gran éxito, por lo que regresó a México por más.
A partir de ahí, dice hoy en día Isaías Jiménez, uno de los hijos de don Manuel Jiménez Ramírez, había surgido para el mundo el creador de los famosos alebrijes de madera de Oaxaca, cuyo conocimiento ha compartido la familia con su comunidad y muchas otras, hasta volverla una de las actividades económicas más importantes del estado, en la que se emplean muchos de sus paisanos.
*MUNDO MARAVILLOSO DE SERES DECORADOS PRODIGIOSAMENTE
Si uno llega en el mes de diciembre a Arrazola, queda sorprendido no sólo porque descubre que, efectivamente, en muchas casas hay anuncios que ofrecen las piezas de arte popular y hasta talleres para su elaboración, sino también porque en el centro, una larga calle es ocupada por mesas llenas de esas llamativas figuras, mientras un conjunto de creadores, además de vender, se dedica a tallar madera y decorar los nuevos trabajos que van surgiendo.
Un mundo maravilloso aparece ante la mirada y las formas son reconocibles: peces, jirafas, tlacuaches, armadillos, pegasos, chapulines, jirafas, cangrejos, jaguares y la mezcla de varias especies en un solo ser en actitud intimidatoria, con alas, cuernos, colas y dientes afilados. Especie de dragón multicolorido que se puede sostener en sus patas.
Lo prodigioso de cada obra, por más ´pequeña que sea –hay miniaturas de menos de 10 centímetros- es el decorado con que termina su creador. En las piezas más grandes es más notable esta peculiaridad: hay maravillas de ornamentación que son superiores al valor que piden por la pieza completa, dado que se trata de un trabajo meticuloso, preciso y de una gran inversión de tiempo.
Se cuestiona a los artesanos acerca de quién podría informar sobre el origen de esa labor en el pueblo y quién es el más recomendable para tomar un taller. Nadie satisface esas peticiones, así que de manera desalentada se decide emprender el regreso a la capital de ese estado.
*¿HAY ALGO ASÍ EN ESTE PUEBLO?
En el centro, una larga calle es ocupada por mesas llenas de esas llamativas figuras, mientras un conjunto de creadores, además de vender, se dedica a tallar madera y decorar los nuevos trabajos que van surgiendo. (Fotografía: José Antonio Gaspar)
De pronto, al salir, un pequeño de 10 años pregunta si estaría interesado en conocer un lugar que es museo de los alebrijes, atendido por los descendientes de su creador y quienes, además, cuentan la historia de esas piezas y ofrecen talleres y figuras a precios muy módicos.
-¿Hay algo así en este pueblo?
-Sí.
-¿Y por qué ninguno de los artesanos me lo comentó?
-No lo sé, pero aquí está ese lugar.
-¿Me estás engañando?
-No, cómo cree.
-¿Está muy lejos de aquí?
-No, está bien cerca, en la siguiente calle hacia abajo.
-¿Y tú me llevarías?
-Claro que sí, yo lo llevo.
Así es como la fortuna me lleva a la Casa Museo Manuel Jiménez, en donde Isaías Jiménez, su esposa e hijos, atienden de manera amable al visitante. Nos ponemos de acuerdo para regresar, meses después, con un grupo de 25 personas de Morelos.
Así lo hacemos y es entonces cuando narra lo que sabe de manera amena, hasta lograr que cada uno de sus escuchas se imagine la historia de su padre como si fuera una película.
Más adelante proyectará un fascinante documental de la década de los 80, elaborado por una cineasta extranjera y en donde se ve a don Manuel llevando a cabo todo el proceso que implica crear un alebrije: desde la búsqueda de los árboles en Monte Albán, hasta el tallado y decorado de las obras.
Con orgullo, presenta en el museo algunas de las piezas creadas por su padre, con los instrumentos que utilizaba, así como los reconocimientos que obtuvo en vida y hasta ejemplares de la prensa internacional que destacó la labor de ese singular oaxaqueño.
Largas mesas rebosantes de alebrijes ocupan otra amplia sección de la bella casa de dos pisos. Es la zona de exhibición para la venta, en donde se eligen pequeñas figuras irresistibles. Después, y por hora y media el grupo se dedica a honrar el legado de don Manuel, decorando cada quien a su manera –con las instrucciones de los anfitriones-, las piezas que nos han preparado.