Veo sobre la estufa el espacio amortiguado de la olla de barro; utensilio burdo en el que caben todos los ecos atávicos, el que moldea cualquier hambre peregrina y premia el merecimiento del jornal diario. Cierto, y ahí está Quetzalcóatl y los antropólogos para confirmarlo: somos el pueblo del maíz, y en eso fundamentamos nuestra identidad.
Sin embargo, y sin hacer menos a la sacratísima vianda, dulce elemento que fortalece la memoria de nuestra sangre, sin minimizar al maíz, también somos los hijos del frijol. Sí señor.
¿Qué haríamos, míseros e irredentos maceguales (pues váyanse olvidando de la pulpa de la res y del pollo, o del marrano; por el coste, claro está) sin un buen plato de frijoles? Seríamos huecos desfondados, vacío roto y evanescente. Seríamos sólo hambre, hambre enjuta y retorcida.
Vuelvo a la imagen inicial: veo sobre la estufa la olla de barro, pletórica de frijolitos con harto epazote, recién hechos. Volteo para comprobar que no hay ojo que a mansalva me mire, meto un cucharón de madera y surge el disfrute calientito, con toque a sal de grano que se va diluyendo en la cóncava amplitud del gusto. ¡Ah, qué delicia de frijoles!
Me quedo con ese bocado resonándome en los pliegues del alma, pues hasta ahí me llegó el florido sabor, y un rato después, la llamada a comer. Plato fuerte para mí ese día, los frijoles, en cazuela también de barro, tortillas a mano, un cacho de queso seco y una salsa verde molcajeteada, con habitas…..¡uuyyyyyyy, paisanitos!, ¿han oído hablar de la gloria? Pues saboréenla que se las estoy convidando.
Y un buen jarro de agua para hacer cristalino y fluido el apetito.
Qué bueno que somos mortales y nos da hambre, y es de celebrar que podamos diluirla con comida tan cotidiana pero tan sabrosa, porque no es lo mismo comerse unos frijoles que salen de la esencia de la entrañable cocinera, que tragarse unos pinches frijoles duros, desabridos y aparte, con piedras. Eso es una mentada de madre. Saben ricos cuando quien los crea en su cocina, simple y sencillamente quiere y respeta lo que hace.
Los frijoles de los que les hablo y comparto son reales. No piensen que son una ficción o materia prima seudo literaria; no. Son los frijolitos del cariño, los que reúnen y dan plenitud, los que coronan dignamente nuestra limitada situación económica. Los mantienen a la gente unida, a los seres queridos. Todavía ayer sábado los estaba disfrutando, le seguía obsequiando ratitos catárticos a mi irrelevante existencia. Esos platos me validaron. Ahora son indelebles.
Me fascina comer en barro. No sé por qué. Siento que me hace más real. Me recuerda que la tierra me dice que sólo soy una configuración de tepalcates articulados, polvo, tierra al fin que se irá. Pero mientras ese barro me obsequia en su humilde oquedad toda la melodía del sabor, el refrendo del gustoso anonimato, armonizado con el fuego lento del placer.
Los devoro en jarro o cazuela, cuchara de barro, peltre o madera. Y un chilito serrano “de amor” punteadito en sal a cada mordida, completan este posible bodegón.