La puerta dimensional se hallaba justamente al cruzar la vía del tren, el olor del ambiente cambiaba, los paisajes también, las casas eran distintas, los muebles, la comida, todo, todo era muy diferente.
Incluso mis padres cambiaban, nos dejaban andar con mayor libertad, como que bajaban la guardia, dejaban de temer que algo malo pudiera pasarnos.
Encontrarnos con nuestros primos, era casi la cúspide, es cierto que los veíamos poco, pero reencontrarlos desaparecía el tiempo perdido, era como si apenas ayer hubiésemos estado juntos.
Subíamos a la iglesia, 365 escalones, a ver quién llegaba primero, después bajarlos: una aventura de velocidad y destreza. Luego corriendo al zócalo, a cumplir con la tradición de visitar el “monumento de los héroes del pueblo”, porque allí está escrito el nombre de mi bisabuelo, muerto en alguna batalla librada con algún propósito en algún tiempo que ya poco dice para mí, pero que, sin embargo, sigue siendo parte de las costumbres familiares, esas a las que les debemos todo el respeto histórico y sentimental que merecen.
Inmediatamente después, al mercado, a comprar nieves y devorarlas como trogloditas, y entonces a la tienda de los sombreros, donde nunca compramos nada, pero cómo disfrutábamos probándonos cada uno de los modelos en exhibición, hasta que nos echaban de allí.
Ya abierto el apetito tras tal desgaste de energía, el siguiente punto era la casa de la tía Reina, la maravillosa anfitriona de todas y cada una de las visitas que a lo largo de la vida, he hecho a aquel maravilloso lugar.
Cruzar el umbral de aquella vivienda siempre fue uno de mis episodios favoritos, los pisos de barro lavados y relavados, barridos y rebarridos, habían tomado una forma cóncava, los huequitos se quedaban semillenos de agua de lluvia, como cazuelitas, y el aroma de tierra mojada era una delicia; para llegar a la cocina, que servía también como comedor, teníamos que cruzar el patio, pasar por un lado del enorme tanque de agua, ubicado justo al centro de la casa, como un rey rodeado por macetas y más macetas repletas de helechos y lindas flores. La cocina estaba ligeramente más alta que el resto de la casa, había que subir tres escalones para llegar a ella, la entrada estaba enmarcada por un arco rústico de madera y al cruzarlo, lo primero que podías ver era la hermosa estufa de barro, que desde el fondo, robaba atención sobre cualquier otra cosa que pudiera haber en aquel sitio, pero ya dentro, la mesa de madera carcomida por el uso, patizamba y rechinadora, se convertía en su majestad, dispuesta para satisfacer el incontrolable apetito de aquella bandada de chicuelos vagos, ofrecía innumerables manjares, que no eran sino el simple acompañamiento para las deliciosas tortillas de comal sobre las que nos abalanzábamos sin piedad, siempre y cuando no me viera obligada por la autoridad de mis mayores, prefería llenarme la barriga de tortillas crema y queso elaborados en casa.
Entonces llegaba el momento del ritual y ceremonioso recorrido por las casas de los demás familiares, en todas ellas nos recibían con una calidez inolvidable; el tío Manuel nos dejaba jugar con sus herramientas en el taller de huaraches que tenía en el patio, y corretear a sus guajolotes hasta que eran ellos, los guajolotes, los que nos correteaban de regreso a la casa, recuerdo las carcajadas de los adultos al vernos regresar corriendo despavoridos con los pípilos detrás.
Pero recuerdo en especial una casa que visité una sola vez, la de tío Juan y tía María, tenía un derruido pero todavía hermoso jardín al centro, la casa había sido dispuesta a su alrededor, estaba conformada por un corredor con muchas puertas que llevaban a las habitaciones interiores, y que fungía como enlace entre la vida al interior y al exterior de la casa, todo era silencio allí dentro, los tíos eran ya muy ancianos, él contaba 104 años y ella 99, con el tiempo, el tío Juan había quedado ciego, y ella, permanecía sentada en una silla de ruedas porque ya no podía caminar.
Él vestía ropa de manta, un sombrero y un paliacate rojo que siempre ataba alrededor de sus ojos apagados, y ella, siempre iba ataviada con un sencillo vestido y un desgastado rebozo, elocuente compañero de muchos aires.
Con mucho amor, el tío Juan deslizaba la silla por los corredores de la casa, no necesitaba ver como lo hacemos la gran mayoría de los mortales porque ella iba describiéndole el día, las flores y los caminantes que alcanzaba a ver por la calle; pasaban horas así, de un lado para otro, mirando y andando la vida de una nueva manera, eran dos convertidos en uno, él sus piernas y ella sus ojos.
Cuando la muerte vino por él, la noche mantuvo el secreto hasta el amanecer, sólo la tía María lo despidió como se debe, en paz. Dicen que ella amaneció con la tristeza abrazada a sus recuerdos; después del desayuno que apenas y probó, la sentaron en su silla y la llevaron al jardín, pasó allí todo el día, inmóvil y en silencio. Al caer de aquella noche, pronunció su última frase y exhaló frente a las flores de una nueva primavera.
-Juan, Juan, mis piernas están ciegas