Estólido, en castellano, significa absurdo, tonto, aún estúpido. Se aplica el calificativo a aquellas leyes –no todas– que lo cumplen. Estrictamente, no debiera referirme a `leyes’ sino reglamentos o, más comúnmente, burocracias –sin ofender a los burócratas quienes sí cumplen fielmente aunque sin remedio con esos reglamentos. La transparencia está de boga, y las instituciones de educación superior la practican con creces, en particular la UNAM donde trabajo. La contratación de un nuevo investigador pasa por tres evaluaciones sucesivas: Consejo Interno, Comisión Dictaminadora y Consejo Técnico de la Investigación Científica. Esto sin duda ha mantenido estricto el nivel académico del personal en nuestros institutos y generado angustias sin cuento.
Los investigadores ya contratados tenemos que reportar el trabajo hecho anualmente a (1) nuestro instituto, (2) a la agencia que provee fondos para proyectos de investigación, (3) al Sistema Nacional de Investigadores si estamos en él; y recientemente, (4) a la Comisión Nacional de Transparencia. Son cuatro reportes distintos con los mismos datos, pero que deben ser escritos a páginas web diferentes, en tableros con algunos rubros que preguntan datos irrelevantes (orden del sujeto entre los coautores de un artículo, por ejemplo) o que no permiten ingresar otros que sí son relevantes (la paginación completa de un artículo cuya numeración asignada no cabe en la ventana, artículos comisionados por invitación, otros invitados o muy citados, etcétera). Ciertamente, sería útil que hubiese formatos sencillos y flexibles, compartibles entre todas las instancias que pidan esos reportes. No es absurdo imaginárselo, pero sí esperarlo.
Donde la conexión romana realmente viene a cuento es la creciente codificación de reglamentos escritos que rigen el trabajo de los investigadores en México, y de hecho, de los ciudadanos del planeta entero. Cuando hace 45 años comencé a publicar artículos y capítulos científicos bastaba el intercambio de un par de cartas sometiendo el artículo y recibiendo la notificación de su aceptación o rechazo. Hoy tenemos que firmar un documento de dos o tres páginas de denso lenguaje legal en inglés que representa un contrato formal sobre derechos de autor, sobre figuras registradas (aún las propias), el uso y distribución de copias, sobre el posible pago de impuestos (por regalías < US$100) y diversas penas por incurrir en una serie de pecados. Los formatos van desde la solicitud de mensajería diaria entre Cuernavaca y CDMX, hasta verdaderos acuerdos por patentes e industrias spin-off de algunos investigadores aplicados. Sin denostar lo segundo, debo calificar lo primero de estólido. Lo que antes podía hacerse de palabra hoy pasa por trámites, por papel y tiempo que podrían ser ahorrados y sumados al tiempo de trabajo real.
Estamos escribiendo reglamentos para todo –la práctica francesa de jurisprudencia–, en vez de la ética del consenso entendido y la tradición honorable –la práctica inglesa. Tenemos ahora –como todo instituto de la UNAM– un Colegio del Personal Académico (¡excelente!), cuyo actuar ha sido codificado en un Estatuto que precisa todo lo que podemos y no podemos hacer, cómo, cuándo y mediante cuántos pasos. Para arribar a su texto actual tuvimos más reuniones del Colegio de lo que otros menesteres nos llegaron para atender. Por supuesto, dentro del gran abanico de asuntos y circunstancias que en la vida real ocurren, siempre habrá alguno que no haya sido previsto y codificado en alguno de los capítulos, artículos e incisos del estatuto.
Estoy consciente que en nuestro microcosmos universitario esta jurisprudencia es infinitamente más sencilla que la que rige en el mundo ancho y ajeno de las relaciones comerciales, civiles, propietarias, penales, diplomáticas o multinacionales. En esos planetas, los códigos comprenden cientos de miles de páginas de apretado texto especializado, comprensible sólo para expertos certificados después de largos años de estudio y práctica. Son el resultado de largas y arduas labores de asambleas legislativas, cuyo trabajo es precisamente ordenar y codificar la algarabía natural de la especie humana cuando ésta se vuelve civilizada. (Y aun así, los periódicos están llenos de historias de fraudes y engaños en las más altas esferas del Estado).
Me siento afortunado de poder trabajar en campos donde no hay reglas arbitrarias ni estólidas, en los valles y montes de la física matemática, donde la razón, la congruencia y aún la belleza tienen autoridad suficiente para sugerir y mantener el rumbo correcto. Cada vez cuando redacto mi Plan de Trabajo para el año siguiente (como tenemos que hacerlo cada año), prometiendo qué voy a buscar y qué voy a encontrar, recuerdo la sabiduría de mi querido maestro Marcos Moshinsky, quien sobre el método científico solía decir: “…es el mismo que sigue un ladrón para penetrar en una casa: prueba saltar la reja, ingresar por una ventila al sótano, o subirse al techo y bajar por la chimenea; pero después que logra entrar, sale con el botín al hombro, campante y sonriente, por la puerta principal”.