Ejercer el periodismo a plenitud es en este momento algo así como una sentencia de muerte. En la mayoría de las ocasiones, quienes nos dedicamos a ello nos vemos obligados a cuidar las formas, a no profundizar en algunos temas e incluso a mostrar intencionalmente cierta ignorancia en torno a hechos condenables.
México aparece, conforme a estudios en la materia, como un territorio de alta incidencia en crímenes contra informadores, casi en un ambiente similar a escenarios en los que se libran batallas y guerras como en el medio oriente.
En Morelos, regímenes municipales como grupos de la delincuencia organizada en regiones como la surponiente y la oriente, una y otra vez exhiben su intolerancia.
El tema es oportuno, por los sucesos ocurridos el pasado 15 de mayo, con el asesinato de Javier Valdez, quien fuera corresponsal del periódico de circulación nacional La Jornada y cofundador de una edición denominada Riodoce en Culiacán, Sinaloa.
En ésta, como en muchas otras desgracias, se pudo evitar el desenlace, porque los antecedentes indican que ya había amenazas en su contra, que evidentemente las autoridades locales conocían, pero que nunca hicieron nada por salvaguardar la vida de ese compañero.
Precisamente para dejar constancia del malestar que a lo largo del país existe y sobre todo a nivel de los periodistas, ayer decenas de profesionales en la materia se dieron cita en el altar de víctimas, frente a palacio de gobierno para lanzar un “ya basta” y demandar de las instancias “competentes” mayor responsabilidad en sus obligaciones, porque esos funcionarios públicos de ciertas dependencias devengan un ingreso y bastante importante para ofrecernos seguridad y tranquilidad en el desarrollo de nuestras actividades.
Ahí, entre muchos otros compañeros, Pedro Tonantzin recordó precisamente lo que le referíamos, que el protocolo de seguridad del gremio no viene funcionando y aseguró que hay una media docena de informadores amedrentados, ya sea por malosos o por servidores públicos.
La actividad informativa es delicada en todos los órdenes, sin embargo hay algunas fuentes con mayor riesgo que otras. Por ejemplo, el tema de sociales, de deportes o el de publicidad pudieran no estar exentos de situaciones graves, no obstante cubrir actividades como la política, seguridad, derechos humanos o la información policiaca es otro cantar.
Claro, es muy fácil llevársela tranquila en cualquiera de esos conceptos, omitiendo información clave, evitando el manejo de sucesos en los que aparezcan involucrados personajes con poder, riqueza o coludidos con el crimen, pero se faltaría al cabal cumplimiento del deber.
El peligro tampoco es nuevo en esos escenarios, a lo largo de los años se han dado acontecimientos que han mostrado la intolerancia por parte de actores políticos que no perdonan a quienes los llegan a exhibir en acciones comprometedoras, como el enriquecimiento ilícito. Un caso siempre recordado será el de Manuel Buendía.
A pesar de reclamos históricos de sectores sociales y de periodistas, jamás se entregó algún resultado aceptable respecto a las causas y los responsables de tan abominable asesinato. Sin embargo, hay una verdad pública que se antoja innegable. El de Buendía fue un crimen de Estado, porque se atrevió a publicar datos respecto a sumas importantes, depositadas en el extranjero, de parte de un presidente de la república en turno.
Por eso reiteramos que no es un tema novedoso, sin embargo, ahora las cosas se antojan mucho más complicadas porque se camina en medio de dos fuegos: Por un lado, la sensibilidad de los regímenes de gobierno; y por el otro, los intocables grupos de la delincuencia que cubren todo el territorio nacional.
Bajo tales circunstancias, se camina prácticamente en la indefensión, porque es un secreto a voces que vivimos frente a un amasiato inocultable entre autoridades y mañosos: se protegen y salvaguardan unos con otros, de ahí que cualquier atentado contra la vida de un ser humano, difícilmente sea investigado y sancionado conforme a derecho.
Los medios de información -ya sea escritos o electrónicos- pasan por momentos aciagos, están forzados a caminar con precaución, a ejercer una especie de autocensura a fin de salvaguardar la vida de quienes ejercen la labor informativa a través de ellos.
El Estado mexicano no quiere o no puede cumplir con su deber y es que ante tanta perversión y corrupción institucional, los periodistas son personajes indeseables, altamente molestos a sus intereses, hay que silenciarlos, por la buena o por la mala, y eso es lo que viene aconteciendo.
La democracia, la libre expresión y la autodeterminación siguen siendo una falacia, los grupos de poder no admiten contrapesos y mantienen una lucha permanente en contra del ejercicio periodístico libre y comprometido con la sociedad.
Seguirán haciendo lo que a su alcance esté a fin de abonar en la desinformación y la confusión, porque un pueblo bien informado puede reaccionar y reclamar sus derechos, pero eso pareciera seguir siendo prohibido en este país, que hacia el exterior se ufana de ofrecer a su pueblo un estado de derecho que en la práctica no se da.
Hay entonces un clima de enojo creciente por tantas injusticias y excesos que llevan a considerar que vivimos en una tierra de nadie, como en los peores momentos de nuestra historia y de ello quienes desempeñamos la labor informativa no podemos escapar.