De pronto escuchas algo similar a un concierto de cámara, das la vuelta en otro de los pasillos, desviándote un poco y allí está, una orquesta completa, con tres violonchelos, un contrabajo, cuatro violines y una flauta tocando música barroca. Algunos les dan monedas, otros se quedan a escucharles (y uno espera que les vayan a dar algún billete). Otros debemos seguir nuestro camino.
Llegas a la línea que debes abordar de nuevo y al entrar al vagón, un trío de gitanos alegres tocando, aplaudiendo y bailando hacen el espectáculo del día. Los turistas los miran con deleite, los demás, simplemente les ignoran. Es cosa de todos los días.
Llegas al final de la línea, cansada y con las ojeras más marcadas que de costumbre porque está terminando una semana de intenso trabajo. Es viernes y en la ciudad hay movimiento.
Mientras muchos turistas descienden en las estaciones más cercanas a los barrios turísticos, tú has llegado al final de la línea para cruzar el río hacia el lado donde el barrio está en silencio. Courbevoi es un lugar tranquilo, aunque la brasserie de la esquina permanece abierta y muchos vecinos cenan y conversan dentro pues es una noche fría de primavera.
Caminas hacia la casa donde amablemente te han adoptado por unos días. Poco antes de llegar, mientras ya estabas pensando en cómo ibas a cocinar esa pasta que tenías en el bolso, miras a la gente cruzar la calle. No son muchos, apenas un par de amigas o vecinas, un hombre solo, una pareja joven, pero todos se dirigen al mismo sitio: el cine del barrio.
Como un imán, decides unirte a su marcha y así, te enteras de que esa noche hay una “avant premiere” de un filme, francés por supuesto. Después me enteré de que el filme había sido hecho en 2015 así que supongo que lo de avant premiere era solo porque se estrenaba en esa pequeña sala a la que acude sólo la gente que vive alrededor.
Compré un boleto por 6€ y entré. Las butacas rojas y aterciopeladas, igual que el telón que cubría la pantalla, daban una sensación de viaje al pasado.
No era una pantalla gigante, ni un sonido espectacular, ni asientos que se reclinan hasta dejarte acostado. No había palomitas ni refrescos. Este lugar tiene apenas lo necesario. Una butaca cómoda, unas buenas bocinas, una pantalla regular y buenas películas. ¿Quién necesita más para una tranquila noche de viernes?
Salí del cine y volví a seguir a las personas que sin saberlo, me guiaron hasta la salida, del lado del parque que había mirado por la ventana durante toda la semana. Crucé la calle y estaba en casa donde al llegar, pude compartir aún un poco con mis sobrinos el partido de futbol en el que Francia le ganó a Holanda, gustosamente.
En Facebook todos mis amigos me dicen “diviértete”, “qué envidia”, “tráeme algo” y me doy cuenta de que pocos estamos acostumbrados a vivir en forma cotidiana cuando estamos lejos de nuestra casa. Siempre asociamos los viajes con la aventura, con el vivir al máximo el momento, la intensidad de las largas caminatas, de visitar todo, de fotografiar todo.
Es la tercera vez que vengo a París, pero es la primera que puedo compartir tiempo de cotidianidad con mi familia aquí. Y hablo de cotidianidad porque ellos no tienen porque ocuparse de pasearme ni de atenderme, ni yo tengo que ocuparme de olvidarme de lo que vine a hacer aquí para mi trabajo por pasar largas tertulias familiares. Simplemente, ellos continúan con su vida, y yo con la mía. Es un fin de semana largo en Francia. Mañana es un día feriado y yo hoy solo quiero estar envuelta en la cama leyendo, escribiendo y estar lo más alejada que se pueda del turismo. Así, sólo abrazando el sutil encanto de los detalles cotidianos.